miércoles, 22 de noviembre de 2017

LOS HOMBRES DE ROJO





Había encontrado el lugar perfecto para escondernos. Una fábrica abandonada; una vieja fábrica de juguetes. Un lugar lleno de máquinas muertas que hacía años habían dejado de producir alegrías para un mundo sin alma.

Nos refugiamos entre los ecos de aquel edificio; alejados de todo aquel que quisiera evitar que estuviéramos juntos. Seres celosos de nuestro amor, seres solitarios que deseaban aislar a cada individuo hasta convertir el universo en una estantería de frascos cerrados herméticamente.

Yo no iba a permitir que a Rebecca y a mí nos sucediera eso. Estaba dispuesto a dejar todo en aquella guerra.

La abracé intentando calmar sus nervios:

―Nos van a encontrar ―dijo ella.

Y justo en ese momento oímos golpes sobre el portón metálico:

―¡Salgan de ahí! ¡Están rodeados!

Eran ellos. Otra vez ellos. Los hombres de rojo.

―No te preocupes, Rebecca; no estoy listo para rendirme.

―Es peligroso enfrentarlos ―dijo ella― ¿Estás seguro de que no sería mejor que nos entregáramos?

Ella dudaba, pero yo tenía suficiente seguridad para ambos. Miré alrededor y vi que una de las máquinas tenía una escalera que llegaba al alcance de una ventana. Subimos tomados de la mano y la ayudé a salir del edificio, luego lo hice yo.

La ventana daba al callejón del otro lado del portón que seguían golpeando los hombres de rojo.

Corrimos saltando de sombra en sombra, de charco en charco, pero ellos estaban en todas partes y enseguida recuperaron nuestro rastro:

―¡Ustedes no deben estar juntos! ¡Acéptenlo! ―gritaban bajo sus cascos.

Oímos música en un lugar de puertas abiertas. Cientos de personas bailaban en la oscuridad, iluminados solo por unas luces de neón.

―Nos perderemos en la multitud ―le dije.

La música sonaba como una fábrica de juguetes que vuelve a funcionar tras varios años detenida. Ruidos de cadenas, tambores primarios y unas luces epilépticas que reflejaba a las tristes marionetas que se movían de una manera como solo un cuerpo sin mente podría hacerlo.

―¡Mira! ―dijo Rebecca―. Volvieron a encontrarnos.

Eran ellos. Otra vez ellos. Los hombres de rojo.

Corrimos chocando entre seres sin almas, almas perdidas, pérdidas del ser, y entonces uno de nuestros persecutores me alcanzó. Me sujetó del brazo y yo me di la vuelta para propiciarle un golpe directo en la boca del estómago. Lo habría golpeado en la cabeza, pero al igual que los demás, tenía un casco que me habría roto los nudillos.

Continuamos corriendo tomados de la mano, y escapamos por la puerta trasera del sitio, atravesando un callejón.

Tomé allí un caño metálico que encontré tirado en el suelo.

―¿Qué harás con eso? ―preguntó Rebecca―. Lograrás que nos maten.

No le respondí, y me limité a correr tomándola de la mano.

Así, llegamos a un puente por el que podríamos haber huido, aunque tal vez allí habríamos sido perseguidos por hombres vestidos con trajes de un color diferente.

De todas maneras, delante del puente había uno de ellos que nos miraba sosteniendo un garrote en tono amenazante.

―¿Qué quieres? ―le pregunté― ¡Déjanos en paz!

―Deberíamos rendirnos ―dijo Rebecca.

―¡Jamás! ―dije―. Lucharé. Lucharé por amor.

El hombre de rojo se acercó, pero yo tenía el caño metálico escondido a un costado de mi pierna. Cuando lo tuve enfrente lo golpeé directo en la cabeza, partiendo su casco, provocando que cayera al suelo inconsciente.

Quise aprovechar para ver el rostro bajo el casco y saber por fin quién estaba dispuesto a entregar su vida a cambio de evitar que Rebecca y yo estuviéramos juntos.

―¡Vamos! ―dijo ella―. Sigamos corriendo.

―Espera ―dije―, quiero saber quién es esta persona que tanto odia nuestra relación; quiero saber a quién estuve enfrentando todo este tiempo.

Me acerqué al hombre de rojo y le saqué el casco. Entonces vi su rostro y supe que todos los hombres de rojo eran la misma persona; todos ellos tenían, bajo sus cascos, el rostro de Rebecca.



domingo, 12 de noviembre de 2017

N. N.





El bar estaba lleno. No tan lleno como en sus inicios, cuando el blues vivía sus años de gloria, pero aun así era una buena noche. La banda que tocaría aquella vez era nada menos que Los Calamares, y tenían muchos seguidores.

Un hombre joven se acercó a la barra y apoyó toda su tristeza sobre ella:

―Un whisky F&7, por favor.

El cantinero estaba limpiando las copas y, con un gesto de empatía que aprendió luego de décadas sirviendo bebidas y oídos, inició una conversación:

―Tenemos etiqueta negra. Te ayudará a sentirte mejor, sea lo que sea que te ande preocupando.

―Estoy atravesando un mal momento en mi vida; problemas con el trabajo, con mi novia, y ni siquiera tuve suerte con la banda de esta noche.

El anciano puso un vaso con hielo sobre la barra y lo llenó con whisky:

―¿A qué te refieres con la banda?, ¿no te gustan Los Calamares?

―Los oí una vez hace unos años y no me parecieron nada buenos. Alguien me dijo que hoy tocarían Los Empedernidos, es una de mis bandas de Blues favoritas, pero creo que me equivoqué de día.

―Los Calamares no tienen la fama ni la experiencia de Los Empedernidos, pero son muy talentosos. Al principio tuvieron mucho éxito, pero luego el baterista original dejó la banda y no volvieron a ser como antes. En estos últimos tiempos han vuelto a ser un grupo excelente, en especial desde que se unió el famoso saxofonista de Camerún: Nakini Nusampa.

―No lo conozco ―dijo el cliente, y luego bebió un sorbo de alcohol.

La bebida ingresó por su garganta y tuvo la sensación de que él mismo era quien ingresaba por su garganta viajando a través de su propio cuerpo, convertido en un fuego que atraviesa una cañería revestida de un material no inflamable, como si el mismo whisky laminara las paredes de su faringe para así evitar quemarlo.

―¿No has oído hablar de Nakini Nusampa?, ¿de verdad?, ¿“El gran N.N.”? Es uno de los mejores saxofonistas del mundo.

El cliente negó con la cabeza.

―Supongo que conoces a Ben Sincire. ―continuó el cantinero.

―El saxofonista rubio…, sí; ese que tenía enamoradas a todas las mujeres.

―Sí, a ese me refiero. Pues N.N. es el verdadero Sincire.

―¿A qué se refiere?

El cantinero sonrió.

―Te contaré la historia de N.N., y si llamo tu atención, te quedarás a escuchar a Los Calamares y me dejarás una buena propina.

El cliente tomó otro trago de whisky y aceptó la propuesta:

―De acuerdo ―dijo―, es un trato.

El anciano apoyó el brazo en la barra y comenzó a contar la historia…


«Hace mucho tiempo, cuando yo aún era joven, a pocas calles de este sitio estaba ubicada la hoy desaparecida compañía disquera “Superstyle Records”. Muchos de las bandas que tocaban aquí, hartos de contar monedas, se acercaban a probar suerte cada vez que había audiciones.

La disquera estaba buscando una nueva estrella, e hicieron una audición a la que asistieron doce muchachos blancos y Nakini Nusampa.

Todos hicieron silencio cuando lo vieron ingresar con su viejo estuche, vestido con prendas que no eran más que harapos a los ojos de los demás jóvenes.

Uno a uno fueron subiendo al escenario, cada uno con su instrumento musical, mientras los ejecutivos evaluaban cada detalle, viendo si allí había o no potencial para las tapas de las revistas.

Ninguno era buen artista, y los directores de la empresa se la pasaron echándose miradas de disconformidad ante cada prueba. Los once primeros pasaron y al final recibieron la idéntica respuesta de que los volverían a llamar, pero con un tono tan frío que evidenciaba la falsedad de aquella promesa.

Solo quedaban dos músicos por oírse: Ben Sincire y nuestro hermano N.N.

Ben tomó su saxofón y lo tocó del mejor modo que pudo, con el carisma que siempre lo caracterizó. Tenía una mirada compradora, de esa que tienen los artistas experimentados que ya no temen al escenario, y sus cabellos dorados disimulaban su falta de ritmo y los sonidos desafinados que chillaba su instrumento.

Los hombres de traje se miraban queriendo formular alguna idea, pero aún no se les ocurría un modo de solucionar la falta de talento del apuesto Ben.

Llegó entonces el turno de Nakini, y éste sacó su saxo con total humildad, sabiendo que estaba fuera de lugar ante tanto muchacho rico.

Enseguida puso fin a una guerra de razas y clases sociales; sus notas eran perfectas. Movía las manos a una velocidad que solo aquellos que llevan el Blues en la sangre pueden alcanzar, y sus mejillas se inflaban para estallar en unas notas que llenaban el auditorio. Toco Sweet Sixteen, lo hizo de manera impecable, agregando además ráfagas de notas que llenaban cada hueco, haciendo que los oyentes se movieran en sus asientos hipnotizados por la melodía.

Nakini agradeció la oportunidad y bajó las escaleras, y desde allí, un asistente lo dirigió hasta una pequeña habitación.

Encontró a Ben en una silla y, a pesar del contraste entre sus tonos de piel, sus miradas ansiosas parecían hermanas, y las manos les temblaban a unísono por los nervios.

Minutos más tarde hicieron pasar a Nakini para hacerle una propuesta en la que grabaría varios discos. El joven firmó sin dudarlo, y en unos meses grabó cientos de canciones por una paga baja, pero que al menos le permitía vivir sin carencias.

Luego de un tiempo comenzaron a oírse sus notas por la radio, pero nadie mencionaba que era él quien tocaba el saxo; el músico aclamado era Ben Sincire, a quien le habían ofrecido un contrato por mucho más dinero y en donde decía que él haría creer a todos que era quien tocaba esas melodías con su saxo.

Ben se convirtió en una estrella y se mantuvo en la cima durante más de diez años, mientras que el contrato de N.N. terminó, quedando sin un centavo, ahogado bajo las sombras que proyectaban las placas de las cantidades de copias vendidas».


―¡Cuánta injusticia! ―dijo el cliente―. Y lo peor es que he oído varios casos similares. Te has ganado la propina. Por supuesto que me quedaré a escuchar a N.N. y a Los Calamares; quiero verificar que es quien en realidad tocó los temas que se adjudicaron a Ben Sincire. Me alegra además que Superstyle Records haya cerrado, aunque seguramente los empresarios deben haber abierto otras disqueras similares o peores.

―Espera ―dijo el cantinero―; aún no he terminado.

El cliente abrió los ojos, deseoso de escuchar el resto de la historia…


«Nakini Nusampa no volvió a grabar ninguna canción para una empresa, pero continuó tocando en su casa muchísimas horas al día para luego salir por las noches a recorrer las calles del Bronx en busca de limosnas.

Algunos se acercaron a él para pedirle que tocara en algún bar, e incluso Skinny, el guitarrista de Los Empedernidos, lo oyó tocar en el tren y le ofreció que se uniera una noche a su banda, pero N.N. rechazó la oferta. Había decidido apartarse hasta convertirse en el mejor, y solo pensaba en alcanzar un estilo único antes de regresar al escenario.

Y así fue, logró entonces unos sonidos que jamás habían sido tocados por otro saxofonista.

La compañía Superstyle Records continuaba en la búsqueda de una nueva estrella para alimentarse de su sangre, drenarla gota a gota hasta que no le quede nada, y Nakini decidió asistir a otra audición.

Había pasado mucho tiempo, y los dueños de la empresa no lo reconocieron. Además, se puso un sombrero fedora para cubrirse el rostro y mantener su anonimato.

Comenzó a tocar y otra vez eligió la canción Sweet Sixteen. Lo hizo mejor que en la primera audición en la disquera; más perfecto aún, si me permites la expresión.

Los hombres de traje comenzaron a mirarse entre sí, con la sensación de estar en medio de un déjà vu. Pero enseguida lo olvidaron cuando Nakini alcanzó una nota altísima que culminó en el estallido de un reflector.

Todos quedaron sorprendidos, pero creyeron que aquel incidente no fue más que una casualidad, y N.N. continuó tocando.

Segundos después llenó sus mejillas de aire y produjo una escala que, en su cúspide, rompió los vidrios de los cuadros conmemorativos de las bandas más famosas que habían sido descubiertas por la compañía.

Aquello era más que una coincidencia, y los empresarios aplaudieron al músico, sabiendo en el fondo que, por su estilo y raza, aquello sería todo lo que se llevaría de sus manos.

El camerunés separó el saxo de sus labios, giró la cabeza de un lado al otro haciendo tronar los huesos de su cuello, y luego tomó aire hasta llenarse los pulmones.

Todos los observaron, ansiosos por lo que parecía ser un final inolvidable.

Sweet Sixteen sonó mejor que nunca, y al final el músico apuntó con su instrumento al cielo para tocar una última nota; la última nota que se escucharía en aquel auditorio.

Silencio. Silencio absoluto. Un silencio que se apoderó de los corazones de los dueños de la compañía disquera provocándoles un vacío en sus pechos.

N.N. guardó con suma paciencia el saxo en su viejo estuche y caminó hacia las escaleras del escenario. Antes de bajar se dirigió a los empresarios para manifestar sus emociones. Habló durante varios minutos, pero a los ojos de los hombres de traje el músico no hacía otra cosa más que mover los labios sin emitir sonido alguno. Sintieron entonces un escalofrío, como aquel que siente una persona a la que le vierten líquido en el cuello.

La sensación no era vana, pues sus oídos estaban supurando, y unas perversas líneas de sangre les caían para perderse bajo los cuellos de sus camisas. Nakini no solo había hecho estallar el reflector y los vidrios de los cuadros, también logró destruir para siempre los tímpanos de los dirigentes de Superstyle Records».


El cliente quedó boquiabierto ante el final de la historia. Estuvo a punto de decir algo, pero en ese momento todos miraron hacia la puerta de entrada; Los Calamares habían llegado.

El último músico en ingresar al bar fue Nakini. Traía consigo el viejo estuche de su saxo y vestía prendas que no eran más que harapos a los ojos de la mayoría de los clientes.

La banda subió al escenario y comenzaron a tocar Sweet Sixteen. La gente los ovacionó, en especial cuando Nakini inició su solo de saxofón. Tocó de manera impecable, agregando además ráfagas de notas que llenaban cada hueco, haciendo que los oyentes se movieran en sus asientos hipnotizados por la melodía.

En cliente no tuvo dudas de que aquel era el mismo músico que había tocado las canciones que aún se escuchaban por la radio, pero que siempre habían sido adjudicadas a alguien más.

―Espero que no planee hacernos lo que les hizo a los empresarios de Superstyle Records ―dijo el cliente.

El cantinero sonrió:

―Disfruta de la música tranquilo, amigo. La que te conté no es más que una de las tantas historias que he oído en este sitio. Una leyenda quizás; una leyenda del blues.

El hombre de la barra puso entonces otro vaso con hielo, y lo llenó con whisky F&7 de etiqueta negra.



FIN