viernes, 17 de febrero de 2017

EN LA PIEL DE EVA





Voy a contarte la historia de mi suicidio. No te sientas mal por ello; mi vida no tenía sentido. Todo lo que hacía lo hacía por mi hermana, y fue por ella que debí morir.

Eva y yo éramos mellizos, y a pesar de ser de distinto sexo parecíamos idénticos. Sucede que yo nací con físico pequeño, y mis manos y mis pies siempre fueron femeninos. La gente me confundía con ella cuando hablaba por teléfono y hasta las niñas me llamaban amanerado.

Jamás me preocupó ser rechazado por las mujeres, pues nunca me interesaron; mi relación con Eva era todo lo que necesitaba. A veces creo que, en el vientre materno, una parte de mi corazón creció dentro de ella.

Nuestros padres fallecieron en un accidente automovilístico cuando éramos niños, y fuimos entonces a vivir con nuestra tía Marta. Ella era profesora de piano y una amante del teatro, y nos envió a Eva y a mí a estudiar danza, actuación y canto.

En la escuela me sentaba junto a mi hermana y pasábamos el día como si no existiera nadie más en el mundo. En realidad, ella intentaba hacer amistades, pero yo no toleraba que otros se interpusieran en nuestra relación; deseaba que Eva y yo fuésemos uno.

Por las tardes, nuestra tía nos hacía cantar mientras ella tocaba el piano. En dichas ocasiones, Eva era la artista principal, dejándome a mí la parte de los coros. El talento de mi hermana también fue celebrado desde el principio en la academia, donde protagonizó varias obras mientras yo solo obtenía algunos papeles secundarios. Nadie me dijo el motivo de que yo no fuese elegido para interpretar roles más importantes, pero asumí que fue mi falta de virilidad.

Así, fui forzado a caminar por el sendero oscuro de la vida; amando a mi hermana, pero odiando a una sociedad que no me veía, opacado por la luz de su estrellato.

Pronto decidí abandonar la actuación y dedicarme de lleno a ser el asistente personal de mi hermana. A todos lados donde ella iba, yo la acompañaba. Íbamos juntos a cada clase que tomaba, a la peluquería y hasta a la depiladora. Mientras Eva hacía sus cosas, yo admiraba su gracia, observándola desde un rincón, silencioso como un mimo.

Nuestra relación se intensificó más aún cuando la tía Marta falleció. Era el único familiar cercano que teníamos y nos quedamos, a los diecinueve años, viviendo solos en su departamento. Por suerte Eva tenía bastante trabajo como actriz en obras de teatro, lo que nos permitió llevar una vida moderada, pero sin carencias.

Muchos comenzaron a considerarla una estrella del teatro independiente; y yo tuve el privilegio de verla desde atrás del telón. Desde allí pude ver sus encantos como nadie lo hizo, desde allí aprendí los diálogos de todos los personajes que interpretó, moviendo los labios a la par de los suyos.

Me hice cargo de su ropa, de la comida y de todos sus caprichos, pero mi tarea más importante era alejarla de las distracciones, es decir: de los hombres. La labor fue imposible; a mi hermana la deseaban todos los jóvenes de la academia, y un día comenzó a salir con un bailarín clásico llamado Víctor.

Eva admiraba sus brazos musculosos y el ancho de sus hombros, y por cada virtud que ella nombraba, yo le encontraba mil defectos. Llegó un punto en el que mi desprecio hacia él fue demasiado obvio y mis críticas perdieron sentido para ella. Mientras tanto, la sonrisa soberbia de Víctor me decía las cosas que haría con mi hermana, cosas que yo no quería ni imaginar.

Debí entonces idear un plan para deshacerme de él antes de que el amorío se volviera serio. Compré un lápiz labial rojo merlot –un color que mi hermana no se atrevía a usar a pesar de mis consejos –, y me pinté con él varias veces para que se viera usado. Cuando fui a limpiarme, vi mi reflejo y comencé a mover los labios haciendo diferentes gestos, quedando aún más convencido de que aquel sería el color ideal para los labios de Eva. Por la tarde, durante una clase de danza a la que asistía Víctor, fui al vestidor a tomar las llaves de su auto y puse el labial bajo el asiento del acompañante; la escena del crimen estaba lista.

―Eva, mi amor ―le dije esa noche―; debo decirte algo terrible.

Mi hermana me miró con sus hermosos ojos bien abiertos:

―Acabo de ver a Víctor besándose con otra ―le dije.

―¿De verdad? ¿Con quién?

―No pude ver quién era ella; estaban en su auto. Es una lástima; justo cuando empezaba a agradarme… Podrías revisar en los asientos; los hombres no suelen ser buenos ocultando sus infidelidades.

Al día siguiente, sin decirle nada a Víctor, Eva revisó su automóvil. Más tarde llegó llorando al departamento y me contó que lo había dejado.

Su teléfono se oía sonar una y otra vez en la cartera hasta que por fin atendió, pero yo se lo saqué de la mano:

―No lo atiendas, Eva ―dije mientras cortaba la comunicación―. Ve a acostarte; yo te prepararé un té. Háblale mañana, cuando estés más tranquila.

Al día siguiente Víctor la esperó sobre las escaleras de la entrada de la academia:

―¡Te juro que no sé de dónde salió ese lápiz labial! ―dijo él―. Tal vez sea de mi hermana o de mi prima; a lo mejor estuvo allí por años.

Me puse entre medio de él y de Eva para hablarles con voz calmada:

―Está por empezar la clase. Hablen a la salida.

Eva subió las escaleras y yo me retrasé un poco para decirle algo a Víctor en el oído:

―Si vuelves a acercarte a mi hermana te romperé la cara, ¿me oíste, bailarín maricón?

Con mi voz afeminada, aquel insulto le causaría gracia o lo haría darme una golpiza. Ocurrió lo segundo; tal y como yo quería. Terminé en el hospital y mi hermana no volvió a hablar con él.

Las heridas no fueron de gravedad y pronto me recuperé, pero lo más importante fue que, tras aquel incidente, Eva y yo volvimos a ser uno.

Mi hermana se volvió más bella y mejor artista, y yo continué acompañándola a todas partes. No importaba cuántos la admirasen, yo seguía teniendo mi sitio preferencial al costado del escenario. Todo fue maravilloso hasta que unos meses después volvió a sucumbir a los placeres carnales, aquella vez por culpa de un actor llamado Rodrigo.

―Me encanta ―dijo Eva un día―. Jamás conocí a otro hombre como él. Creo que estoy enamorada.

Intenté decir algo, pero había perdido la voz. Esas palabras me habían retorcido las entrañas, y el sufrimiento se acumuló en mi pecho hasta formar un nudo de dolor que me apretó la garganta, permitiéndome tan solo brotar lágrimas de odio.

Busqué defectos en Rodrigo, pero parecía ser perfecto. Su sonrisa compradora, sus ojos de niño bueno…; ya casi podía verme acompañando a mi hermana al altar llevando los anillos en el saco. Intenté no ponerme en su contra, pero llegó un momento en el que no pude soportarlo y le dije que su novio no me agradaba:

―Rodrigo no es como Víctor ―dijo ella―. Es tierno y romántico. Creo que estás celoso. De hecho, hay algo de lo que hablé con él y que tú debes saber. Me dijo que es extraño el modo en que me sobreproteges y creo que tiene razón. Quizás debamos alejarnos un poco.

No pude creer lo que estaba oyendo. Yo la cuidaba más que a mí mismo, y aquello que él consideraba sobreprotección era una muestra del amor que yo sentía por ella. Ningún hombre la amaría como yo, no había nadie con quien pudiera forjar el vínculo que teníamos. Nuestra unión era tan fuerte que daba la sensación de que, en el vientre materno, una parte de mi corazón había crecido dentro de ella.

Las horas que pasaba sin mi hermana se hacían eternas. Nada era gracioso sin su risa, e incluso el aire sin su aroma me parecía tóxico. No podía seguir viviendo sin ella a mi lado todo el tiempo, pero tampoco podía acercarme demasiado y amenazar su independencia. Eva y su novio me habían condenado a transitar una línea muy estrecha en la que no me sentía nada cómodo, y no tuve otra opción más que deshacerme del sujeto.

Comencé a estudiar sus movimientos y supe que los jueves tomaba una clase de canto en la que era el único hombre; entonces ideé un nuevo plan.

Compré una peluca de cabello lacio color castaño claro, igual al cabello de Eva, y tomé uno de sus vestidos y un par de zapatos. En la academia le escribí una nota a Rodrigo que decía que lo esperaría en el escenario para cumplir una fantasía sexual y la pegué en la puerta del vestidor de caballeros. Mi hermana y yo teníamos la misma letra, y mi imitación de su firma habría sido un desafío para el mejor perito calígrafo.

Esperé a Rodrigo en el puente de los reflectores, arriba del escenario del anfiteatro. Me oculté entre las sombras, aunque a la luz tampoco le habría sido fácil reconocerme. Esperé a que él apareciera y entonces lo llamé:

―Rodrigo, mi amor. Estoy aquí arriba.

―¿Qué haces ahí arriba? –preguntó él–. Es peligroso.

―No seas tonto ―dije―. Ven, tengo algo para ti.

Para aumentar su deseo dejé caer uno de los zapatos cual una damisela en apuros. Rodrigo lo tomó y subió las escaleras de más de cinco metros de altura. Yo me había asegurado de ponerme frente a un tramo en el que no había baranda, y le pedí que se acercara a mí. Me alcanzó el zapato y, al tomarlo, lo volví a dejar caer. Él miró hacia abajo y yo aproveché la distracción para empujarlo.

Rodrigo cayó al escenario de espaldas, rompiéndose la columna para morir creyendo que su novia lo había asesinado.

A la mañana siguiente vimos la noticia por televisión y ejecuté tan bien el papel de muchachito horrorizado que Eva y yo terminamos abrazados, llorando como si ambos hubiésemos sufrido la tragedia por igual.

Mi hermana no volvió a ser la misma tras la muerte de Rodrigo; había perdido la alegría que la caracterizaba y ya casi no salía de su habitación. Lo bueno fue que me facilitó la tarea de alejarla de las distracciones, aunque a veces insistía en hacer algunas cosas por sí sola.

Una noche salió con una amiga –o al menos eso fue lo que me dijo–, y volvió muy tarde al departamento. Había llovido y, por no seguir mi consejo de llevar un paraguas, regresó empapada y temblando de frío. A la mañana siguiente despertó con un fuerte resfriado:

―Me siento mal ―dijo desde la cama―; hoy no podré actuar.

Su aspecto era terrible y, gracias al vínculo que nos unía, supe que tenía fiebre sin necesidad de apoyarle la mano en la frente.

―Eva, mi amor; te ves muy mal. Pero no puedes faltar a la obra de esta noche; te prepararé un té y esperemos que más tarde te sientas mejor.

―Que vaya mi reemplazo ―dijo ella―. De todos modos, no me interesa esa obra.

No podía permitir que faltara, era inaceptable que privara al mundo de su belleza y de su talento.

―¡Esto pasa porque anoche saliste! ―le dije―. No deberías salir antes de una función, y además fuiste sin paraguas a pesar de que estaba a punto de llover. Te estás volviendo muy irresponsable.

―¡Déjame en paz! ―dijo ella―. Eres peor que la tía Marta. Pareces una vieja amargada. Llama y di que no iré; no es para tomárselo tan en serio.

Pero era en serio. Muchos actores habrían dado cualquier cosa por tener un papel tan importante como el suyo; sobre todo yo.

Tomé el teléfono para avisar de su ausencia, pero corté apenas me atendieron; se me había ocurrido una idea mejor. Yo sabía de memoria todos los diálogos del personaje y nadie en el mundo podría haber sido un mejor reemplazo para mi hermana.

Por la tarde, mientras ella dormía, busqué el traje para interpretar el rol más importante de mi vida. Ya me había disfrazado de Eva cuando asesiné a Rodrigo, pero aquella sería la primera vez me pondría de verdad bajo su piel.

Fui al living a sentarme frente al viejo tocador francés que mi hermana heredó de la tía Marta. Fue maravilloso mirarme en aquel espejo de frente y no como una parte del decorado mientras la observaba maquillarse.

Me puse un sostén rellenándolo con dos pañuelos, imitando el delicado busto de Eva. Luego me puse su ropa interior, pues ella usaría unas calzas ajustadas para el rol de esa velada y no podía arriesgarme a que se notaran costuras extrañas de un bóxer.

Se lo que estás pensando: «¿Cómo hizo para que no se le notaran los genitales?» Sucede que mis órganos sexuales no se desarrollaron mucho cuando alcancé la pubertad. Pero no te sientas mal; jamás tuve intenciones de hacer uso de ellos.

Me maquillé como si lo hubiese hecho cientos de veces y aproveché para pintarme con el lápiz labial rojo merlot que mi hermana nunca usaba. Al final, escogí el calzado. Sus zapatos tenían un aroma que me hizo detenerme a olerlos antes de usarlos. Me los puse despacio, deslizando los dedos en su interior para sentirme acariciado por el cuero.

Mi actuación fue impecable, no solo en el escenario sino también fuera de él, y nadie tuvo la más mínima sospecha.

A la mañana siguiente mi hermana me despertó; la rabia que sentía le dio fuerzas para levantarse aun con fiebre:

―Me acaban de llamar para felicitarme por la actuación de ayer. Revisé mi ropa y me di cuenta de que estuviste tocando mis cosas. Te hiciste pasar por mí, ¿verdad? ¡Eres un enfermo! ¡Necesitas ayuda profesional!

El escenario de cartón en el que yo vivía se derrumbó. Las sombras bajo los pies de Eva se disiparon, dejándome a merced de la luz de mi habitación que me quemaba las retinas.

―Es cierto ―dije―, todo lo que dijiste es cierto.

Me levanté y fui a la cocina mientras mi hermana continuaba gritando. Una vez allí, abrí el cajón de los cubiertos:

―Te amo, Eva; pero para ti no soy más que un monstruo social que vive bajo tu estrellato. Está claro que, para que brilles, yo debo morir.

Tomé un cuchillo del cajón y mi hermana corrió hacia mí:

―¡No lo hagas! ―gritó, pero el cuchillo no era para clavármelo a mí, sino a ella, y cuando me sujetó del brazo la apuñalé con todas mis fuerzas.

Cayó al suelo con la hoja enterrada en el estómago, haciendo un lastimoso esfuerzo por respirar. Entonces me agaché para sostenerla y mirarla por última vez mientras le brotaba sangre de la boca:

―Eva, mi amor; por favor no te sientas mal. Te amo más que a mí mismo; créeme que esta es la única solución. Vivirás por siempre bajo mi piel; te prometo que seré una mejor Eva.

Intentó decir algo, pero había perdido la voz. Vi entonces cómo sus hermosos ojos se apagaban mientras yo le acariciaba el cabello:

―Sabes, Eva; a veces creo que, en el vientre materno, una parte de tu corazón creció dentro de mí.

A partir de ese momento dejé de interpretar a mi antiguo yo. Nadie extrañó a ese muchachito introvertido y dependiente de su hermana, y a los pocos que preguntaron por él les dije que se había ido a vivir a otra ciudad. Con el tiempo fue como si él jamás hubiese existido.

Hoy Eva no necesita del cuidado de nadie y no se distrae con los hombres; la gente dice que está actuando mejor que nunca y trabaja en obras cada vez más importantes. Todo es perfecto desde que Eva no tiene un hermano, todo es maravilloso desde que Eva y yo somos uno.



miércoles, 1 de febrero de 2017

EL CIRCO DE LOS HERMANOS SIERPINSKI II




Escrito junto a Alejandro Silver



I - LA OSCURIDAD NO GUARDA LAS APARIENCIAS


Desde que el circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad, cambiaron muchas cosas. Su estadía en el Parc du Prince marcó una era en la historia del pueblo y, al retirarse, dejó un enorme vacío entre la gente.

Parecía un circo normal; si se puede decir eso de un circo. Su presencia causó el revuelo natural que provocaba ese tipo de acontecimientos en la ciudad, y gran parte de la población disfrutó de una fenomenal primera función llena de actuaciones ejecutadas a la perfección –salvo el incidente del acto final, donde el trapecista Farkas perdió la vida–.

Al día siguiente las calles se llenaron de niños que jugaban al circo e imitaban lo que habían presenciado. Una niña le arrancó un trozo a su paleta con los dientes del mismo modo en que la misteriosa mujer serpiente le arrancó la cabeza a una rata. Un joven aullaba mientras las naranjas se le caían al suelo en un malabarismo fracasado, haciendo reír a todos los que habían visto al niño lobo. En las calles no se hablaba de otra cosa que no fuese el circo, y quienes todavía no lo habían visitado no tardaron en enterarse de los pormenores del espectáculo.

Las personas contaban las cosas que habían visto junto con otras que no vieron pero que, en medio de tanta exageración, parecían ser ciertas. Todos hablaban sin parar del espectáculo excepto cuando pasaban cerca del circo. Al momento de caminar frente al colorido lugar, los transeúntes boquiabiertos ralentaban el paso y estiraban los cuellos con la esperanza de ver algún adelanto de los actos venideros. Las enormes carpas parecían capaces de almacenar mil misterios, y la cantidad de carteles mostraban decenas de espectáculos. Había demasiados indicios que evidenciaban majestuosidad, y como dicta el viejo refrán circense: “Si hay huellas de elefante a tu alrededor, es porque cerca debe haber un elefante”.

De repente, por el camino hacia la entrada, apareció un hombre alto y delgado, vestido con un traje blanco con rayas rojas; era nada menos que el presentador. A su alrededor, los globos y banderines no parecían tan llamativos; el extraño sujeto era un auténtico imán para las miradas. Las personas que pasaban por allí dejaron de avanzar y hasta dejaron de respirar cuando vieron al anunciante listo para hablar de la nueva función:

«Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

Déjense seducir por Frida, la contorsionista.
No existe hombre en el mundo que a sus curvas se resista.

Pasen a ver, pasen a ver.
Vean a nuestro elefante, a nuestros tigres y leones.
El motociclista Gunner va a acelerar sus corazones.

Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad».

El excéntrico sujeto movía su galera mientras le mostraba al público su amarillenta sonrisa de dientes largos. Luego se dio la vuelta con los brazos en alto y, con una perfecta sincronización, los artistas aparecieron caminando de un lugar a otro, trabajando para tener listos los actos de aquella velada. Por allí se vio al hombre de los pies gigantes, a un grupo de enanos vestidos como arlequines, y hasta a un anciano cargando una jaula llena de pájaros.

Todos se preparaban con entusiasmo, todos excepto el payaso Bongo, cuyos ojos mostraban la tristeza de mil despedidas; como si estuviera a la orilla de un mar de lágrimas. El payaso y el presentador cruzaron miradas, y los recuerdos atracaron en la mente de Bongo con total claridad.

Habían pasado treinta años desde la noche en que se conocieron, pero para el presentador fue como si no hubiese transcurrido un solo día; tenía el mismo aspecto. Bongo, en cambio, no era el mismo. Los grandes sueños que había tenido de pequeño se apagaron en los silencios entre espectáculos. Con los años pasó de ser un joven muy especial a convertirse en un payaso común y corriente; si se puede decir eso de un payaso.

Bongo no se llamaba así de pequeño, tenía un nombre común como los otros chicos, pero éste se ahogó para siempre en la garganta de su madre, quien lo buscó sin descanso y sin éxito.

La primera vez que el joven Bongo asistió al circo de los hermanos Sierpinski, quedó fascinado. Comenzó a ir todas las noches por sí solo. Iba sin decirle nada a sus padres; quienes lo acusaron de haber perdido un tornillo. El niño no dejaba de pensar en los artistas que veía: la niña cíclope, el hombre más gordo del mundo, la mujer barbuda...

Un día, luego del espectáculo, el pequeño Bongo esperó a que todos se hubiesen retirado para quedarse a escondidas con la intención de ver algún espectáculo en preparación, un fenómeno nuevo, o quizás descubrir un secreto bien guardado del circo.

Estuvo horas oculto tras la jaula del elefante hasta que se hizo de noche, entonces salió de su escondite y comenzó a recorrer el lugar.

En un momento, unos ruidos pastosos lo hicieron asomarse a una pequeña carpa. Corrió la lona con cuidado y miró una escena iluminada por una vela. La tenue luz fue suficiente para ver una amarillenta sonrisa de dientes largos. Se trataba del hombre del traje a rayas quien, con una cuchara en la mano, alimentaba a otro sujeto.

Come.

El presentador le estaba acercando un enorme bocado de comida al señor al que apodaban “el más gordo del mundo”. El obeso individuo estaba atado a un sillón, ahogándose, con el rostro y el pecho cubiertos de comida y vómito.

El pequeño Bongo tomó aire horrorizado, alertando al presentador. El niño intentó huir, pero el hombre lo alcanzó sin esfuerzo, gracias a sus largas piernas.

Bongo fue esclavizado, debiendo desempeñar las peores tareas hasta el día de su muerte. Podría decirse que cumplió su sueño de asistir al circo todos los días, pero debió ahogar a sus otros planes en un mar de lágrimas.




II – FRIDA, LA CONTORSIONISTA


Aquella tarde parecía que todo el pueblo hubiese asistido al circo. La gente avanzaba en filas desordenadas chocando entre sí, a pesar de que los boletos estaban numerados. El presentador volvió a mostrarse frente al público con su traje blanco de rayas rojas y comenzó a hacer malabares con un sombrero de los mismos colores que el traje. Con un rápido movimiento se colocó el sombrero y luego elevó con el pie un bastón con una bola en la punta, atrapándolo en el aire un instante después. Mientras apuntaba al público con el bastón, comenzó a recitar lo que el circo tenía preparado para aquella velada:

«Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

De la India llegó Rajesh, el ilusionista.
Sus manos los sorprenderán, pues son más ágiles que la vista.

Pasen a ver, pasen a ver.
Vean al domador Krull y a sus majestuosos leones.
Tenemos enanos, tenemos bufones, y los tenemos por montones.

Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad».

Una vez en la carpa todos se sentaron expectantes. La gente tenía la sensación de haber estado esperando ese momento toda una vida. Las gradas estaban llenas; llenas de verdad. No había un solo asiento vacío; se había vendido hasta la última entrada.

Las luces se apagaron y de pronto se escuchó un ritmo de tambor. Era un ritmo frenético, como un corazón con taquicardia, y al público le fue imposible no dejarse seducir por él y moverse en el asiento. Fue como si una corriente eléctrica les subiera desde las plantas de los pies para ascender por los tobillos, doblar en las rodillas y seguir subiendo hasta enloquecer los muslos. Pronto los cuerpos enteros estaban embriagados de música y hasta los hombros se integraron a la fiesta.

Otro tamborilero se unió al primero, luego otro y otro más. En ese momento encendieron unos reflectores que iluminaron el centro del escenario, y el público pudo ver que los músicos eran cuatro diminutos enanos vestidos con trajes a cuadros hechos de lentejuelas. Mientras tocaban, sus sombreros de arlequín se movían, haciendo sonar al unísono a las campanillas brillantes que colgaban de las puntas. Poco después un enano trompetista llegó para unirse a la orquesta. Tocó una melodía potente que indicaba que algo impresionante estaba a punto de ocurrir, y el público estaba cada vez más inquieto.

Un sexto enano llegó caminando despacio; trayendo consigo una enorme tuba. Era aún más pequeño que los otros cinco, y el sombrero le quedaba grande y le tapaba la vista, por lo que al llegar chocó con uno de sus compañeros. El otro enano lo ayudó a ubicarse en el medio de la orquesta, mientras los demás le abrían espacio. El pequeño tomó aire y llenó sus mejillas hasta que parecieron dos enormes tomates a punto de estallar. Luego apoyó los labios sobre el instrumento musical y tocó una sola nota, una bien grave, que puso fin a la melodía.

«Damas y caballeros…»

Se oyó de repente.

Los espectadores buscaban con la mirada al ser que pronunciaba estas palabras, pero el sonido parecía provenir de todas direcciones.

«Niños y enanos...»

El presentador del circo llegó caminando con su traje a rayas y una enorme galera haciendo juego. Traía en su mano el bastón, y lo hacía girar mientras le regalaba al público una amarillenta sonrisa de dientes largos.

«Bienvenidos a una nueva función del circo de los hermanos Sierpinski.

Hoy verán sensualidad y un montón de acrobacias.
Tenemos payasos graciosos y payasos sin gracia.

Conocerán a Carl, un elefante especial.
Y los enanos músicos traen un show sin igual.

Verán fuegos artificiales como no ha habido antes,
al hombre de diez cabezas y al hombre de pies gigantes.

Y por si eso fuese poco por lo mucho que han pagado,
hoy tenemos para ustedes un final inesperado.

Y ahora les presento a Frida, la contorsionista».

El enano de la trompeta y el de la tuba se retiraron, mientras los cuatro pequeños tamborileros seguían tocando. Aquella vez su melodía fue diferente, no fue rápida, al contrario, era un ritmo lento y seductor.

Dos mujeres vestidas con mallas aparecieron y comenzaron a bailar haciendo uso de su flexibilidad, luego dejaron un lugar en el medio del escenario, que se iluminó a la espera de la artista principal. Los hombres comenzaron a sonreír en forma estúpida, y los codazos en las costillas propiciados por sus esposas recorrieron las gradas. Todos estaban ansiosos como pubertos por ver a Frida contorsionarse ante los reflectores.

Los golpes de tambor se hicieron más potentes y Frida apareció en escena.

¿Vientre firme y muslos magros? En absoluto; Frida padecía de una obesidad mórbida como pocas veces se ha visto. La corpulenta mujer tenía un torso esférico tan perfecto, que el mismísimo Pitágoras habría caído rendido a sus pies.

Sonrió, y sus pómulos colorados también se volvieron dos esferas perfectas. Luego se abrió de piernas, y se abrió de piernas y se abrió de piernas...; Frida quedó sentada en el suelo mientras se sostenía de los tobillos elevándolos del suelo, mofándose de todos los libros de anatomía humana. Un instante después se paró y juntó las manos. Se sujetó la muñeca derecha y la hizo girar, y la hizo girar y girar un poco más. Imposible contar cuántas vueltas dio, pero la grasa de su brazo había tomado la forma de un tirabuzón. Al soltarlo comenzó a revolucionar hasta que regresó a su estado normal; si se puede decir eso del estado de su brazo.

La libido de los hombres se estrelló contra el suelo; el supuesto espectáculo erótico se había convertido en un show diametralmente opuesto a lo que la mayoría consideraría excitante.

Pronto el número de Frida se volvió, si se puede decir, menos erótico aún, cuando los tamborileros aumentaron la velocidad de la música. La mujer comenzó a mover sus pequeñas manos, y sus brazos empezaron a acortarse. Segundos después, los brazos quedaron colgando inertes; habían perdido su sustento óseo. Sus piernas también se acortaron, y pronto la artista quedó sentada en el suelo mientras los muslos y pantorrillas yacían desparramados a su alrededor. Frida, para sorpresa y repulsión de todos, había logrado disociar los huesos y músculos de su adiposa piel. Luego la artista comenzó a hacer una serie de gestos grotescos estirando su rostro como una máscara, hasta que de pronto su cráneo desapareció hundiéndose en el interior de su cuerpo.

El presentador apareció de nuevo, y su voz fue lo único que se escuchó ante un público que observaba en absoluto silencio:

Damas y caballeros, un aplauso para Frida.

La contorsionista se retiró rodando, llevando a su obeso cuerpo desde el interior, como un roedor que hace girar una rueda metálica. Quedaron todos boquiabiertos, con poco estómago restante para un siguiente acto.




III - LOS ELEFANTES NO TIENEN LLAVES


Era una motocicleta tan magnífica que tendría una ubicación especial en la colección del más excéntrico, se trataba de una Axl Jokerson personalizada, de asiento de cuero, cuchillas a los costados y cuernos de toro sobre el manubrio.

El sol, mientras se ocultaba, iba iluminando cada uno de sus detalles en cromo. Un último destello se reflejó en el tanque de combustible color ónix, destacando la calcomanía casi infantil de una calavera atravesada por un rayo.

El hombre de los pies gigantes no sabía conducirla, por supuesto, encenderla pateando el pedal le habría resultado imposible. Aun así, la observaba hipnotizado, como quien mira un objeto que representa la libertad misma.

En ese momento llegó Gunner; un hombre barbudo de enormes brazos llenos de tatuajes, vestido con pantalón y chaleco de cuero; desabrochado, por supuesto, para que su pectoral peludo y sus numerosos collares estuviesen a la vista.

Oye, adefesio dijo Gunner; ¿qué haces con mi motocicleta?

So-solo la est-t-taba mi-mirando, señor dijo el hombre de los pies gigantes.

«Est-t-t-t-t-t-t-taba mirando» lo imitó Gunner.

El motociclista le dio un empujón que lanzó de boca al suelo al hombre de los pies gigantes, dejando claro que no era el hombre de las manos gigantes.

¿No sabes acaso que este es mi bebé? Vuelve a acercarte y te cortaré tus horrendos pies.

Gunner se proponía animar a su compañero caído a levantarse pateándole las costillas con la técnica sutil de un futbolista cobrando un penal, cuando apareció el payaso Bongo cargando dos grandes cubetas con agua:

Aquí está el agua, señor.

¿Para qué me traes el agua, esperpento? Te dije que le pusieras agua al elefante y trajeras aceite para mi motocicleta.

Bongo hizo una pausa; al payaso más tonto del circo le costaba mucho trabajo darse cuenta de las cosas. Luego sus ojos, que cargaban la tristeza de mil despedidas, llegaron por fin a la orilla de un mar de lágrimas mientras el rostro de Gunner se volvía más agresivo que de costumbre:

¿Qué has hecho, payaso? gritó el motociclista ¿Le diste de beber aceite al elefante?, ¿estás loco o qué te pasa?

Bongo dejó caer los baldes y corrió hacia donde estaba el proboscídeo, mientras Gunner y el hombre de los pies gigantes lo seguían.

Llegaron tarde, el enorme animal había bebido el aceite y cayó al suelo dolorido a causa de la intoxicación.

¿Cómo puedes cometer semejante estupidez, esperpento?, ¿acaso te falta un tornillo?

Gunner se acercó al elefante y le dio un puntapié en la oreja para ver si reaccionaba, pero éste apenas emitió un lastimero gemido. El motociclista miró de nuevo a Bongo y continuó con los improperios, uno menos reproducible que otro; sin embargo, “Te falta un tornillo” fue el que más le dolió. Mientras tanto, el hombre de los pies gigantes se quedó parado en silencio –como de costumbre–, contento de no ser él quien recibía los insultos. Suena irónico, pero el hombre de los pies gigantes era pisoteado por todos.

Solucionen esto, par de imbéciles. Vayan a hablar con el hombre de diez cabezas. Díganle que habrá que adelantar su acto.

Gunner se retiró y, al pasar junto a Bongo, lo chocó con el hombro tirándolo al suelo, justo donde el elefante había dejado algo más que unas huellas.

En aquel momento estaban los payasos haciendo un interludio humorístico antes de la entrada del elefante Carl. Luego sería el turno de la función del hombre de diez cabezas.

“Esperpento” (también conocido como Bongo) se quedó limpiando su traje mientras “Adefesio” (también conocido como el hombre de los pies gigantes) iba al tráiler del hombre de diez cabezas para decirle que su momento frente al público se había adelantado.

El tráiler del hombre de diez cabezas estaba vacío, allí no había ni una de sus cabezas. El hombre de los pies gigantes no tuvo otra opción que hablar con los hermanos Sierpinski, así que corrió a buscarlos tan rápido como sus deformados pies se lo permitieron.

El payaso Bongo aún estaba limpiando su traje cuando Gunner regresó a su lado:

Oye, esperpento; necesitaré tu ayuda para montar la jaula.

Parte de su acto era realizado dentro de una enorme jaula esférica fijada a una estructura que le servía de base.

Sí, señor dijo Bongo.

Luego, Gunner tomó al payaso del moño y le acercó la cara a la suya:

Pero no cometas otra de tus estupideces, esperpento. Otro error y te mataré.




IV - LOS MUERTOS NO CUMPLEN CON SUS AMENAZAS


El hombre de los pies gigantes llamó a la puerta del tráiler de los dueños del circo, y éstos tardaron mucho en atenderlo. Suena irónico, pero el hombre de los pies gigantes jamás pisó fuerte en el circo de los hermanos Sierpinski.

¿Qué quieres, adefesio? ―dijo al fin la voz de Lara Sierpinski desde el otro lado de la puerta.

El elef-f-f-fante… Bo-Bo-Bongo, señor... se-señora… el hombre de los pies gigantes hablaba a tropezones, sin embargo, su condición de tartamudo le permitía pronunciar con claridad las frases que usaba a menudo; siendo el caso de su temeroso “sí, señor”, su lastimero “perdone, señor”, o su resignado “lo que usted ordene”.

Lara siguió insultándolo:

Habla bien, subnormal, que no se te entiende.

No s-sé do-dónde está el homb-b-bre de di-diez ca-cabezas. P-pronto de-debemos hacer nu-nuestro a-acto.

Querrás decir “su acto”; él es la cabeza del show, tú no eres más que un triste ayudante.

Sí… sí, perdón.

El hombre de diez cabezas no podrá actuar hoy. Sus cabezas no pudieron ponerse de acuerdo en todo el día.

E-entonces… ¿de-debo hacer e-el acto so-solo?

Haz lo que quieras, adefesio.

El hombre de los pies gigantes se quedó un rato inmóvil, tratando de conciliar la idea de que iba a tener el escenario para él solo. En ese momento se oyeron los gemidos que hacía Lara mientras seguía teniendo sexo con el hombre de diez cabezas. Claro que el hombre de los pies gigantes jamás se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo; solo alguien como él podría ver tantas huellas de elefante a su alrededor sin sospechar que allí había un elefante.

La ausencia del artista de las diez cabezas fue el pie para que “Adefesio” hiciera el acto que tanto le gustaba, pero que debió abandonar al ser opacado por artistas de mayor renombre. Estaba tan contento por saber que sería la estrella del próximo número que le dieron ganas de saltar, pero apenas pudo despegar sus pesados pies del suelo.

Los payasos terminaron su número y llegó el momento del espectáculo del hombre de diez cabezas, pero al ver que solo estaba su ayudante, el presentador ni se molestó en anunciarlo; prefirió dejar que el público pensara que la actuación de los comediantes no había concluido.

El hombre de los pies gigantes tuvo entonces la oportunidad para brillar y volver a ganarse su lugar como estrella del circo. De nuevo usaba su viejo traje para lo que fue diseñado: para actuar, y no para limpiar después del acto de alguno de sus compañeros. Lamentó no haber sido presentado ante su público esa noche, pero igual se dispuso a dejar su huella bien marcada.

El público relajaba sus ejercitados diafragmas después del show de los payasos, cuando fueron sorprendidos por un número aún más absurdo. Suena irónico, pero el acto del hombre de los pies gigantes era pararse de manos.

Las carcajadas no cesaron hasta que intervino el presentador:

«Damas y caballeros,
niños y adefesios,
hagan silencio, por favor».

Mientras se retiraba y el público lograba dominarse, unos payasos encendían las antorchas para el siguiente acto.

«Él es un maestro de las acrobacias,
un genio de la pirueta.
Su madre lo dio a luz...
en una motocicleta.
No sabe lo que es el miedo,
y le hace bullying a la muerte...
¡Él es Gunner, el motociclista!»

De pronto estallaron los fuegos artificiales, y chispas de todos colores rodearon el escenario. Luego, con un fondo de heavy metal, se oyó el poderoso ruido de un motor y Gunner apareció en el escenario.

El acróbata aceleró el motor hasta provocar dolor en los tímpanos de la gente.

Estaba vestido de cuero negro: chaleco, pantalón, botas y guantes. La gente intentó aplaudir, pero el ruido de la motocicleta los obligaba a cubrirse los oídos. Gunner miró al público con soberbia y levantó la mano, pero su saludo consistió en mostrarles a todos el dedo medio.

El motociclista se dirigió a uno de los extremos del lugar y aceleró; de pronto levantó su pesada moto para andar solo con la rueda trasera. Muchos hacen ese truco, pero pocos con una moto Axl Jokerson de más de doscientos kilogramos.

Volvió a apoyar ambas ruedas y sacó una pequeña botella de whisky del bolsillo de su chaleco para vaciarla en segundos, luego la lanzó contra una de las antorchas causando una explosión. Les mostró su enorme brazo lleno de tatuajes a la gente y se bajó de la motocicleta para una exhibición de su hercúlea fuerza. Emitió un grito de aliento alcohólico y levantó al vehículo por encima de sus hombros. Pocos hacen ese truco, menos aún con una Axl Jokerson de más de doscientos kilogramos.

Las luces se apagaron y los reflectores iluminaron solo la jaula esférica que había armado unas horas antes.

El volumen de la música heavy aumentó mientras Gunner ingresaba a la jaula. Una vez adentro, comenzó a dar vueltas. La jaula vibraba provocando un ruido metálico que aceleró los corazones de todo el público. Giraba cada vez a mayor altura, hasta que logró hacerlo en forma vertical, dibujando una circunferencia de humo.

De pronto, cuando estaba en el punto más alto de la jaula, se soltó de la moto. Fue un salto hacia abajo, un caer hacia arriba. Entonces, en la base de la esfera, Gunner y la motocicleta se encontraron de nuevo en perfecta sincronía. El artista cayó sentado, y aceleró para seguir dando vueltas, cada vez a mayor velocidad.

Mientras el motociclista giraba, algo lo estaba imitando: el único tornillo que sostenía la jaula a la base. El tornillo se estaba desenroscando poco a poco; sucede que debieron haber sido cinco tornillos, pero Bongo no había puesto los otros cuatro.

De pronto la esfera se soltó y comenzó a rodar con el acróbata atrapado en su interior.

El público gritó. No fue un grito por miedo a que algo malo le pudiera suceder al artista, sino un grito de emoción.

La jaula chocó contra unas antorchas y la motocicleta y la ropa de cuero de Gunner se encendieron al instante. La esfera siguió girando hasta chocar contra unos cajones de madera que provocaron que el fuego aumentara.

El acróbata intentó escapar, pero la puerta de la jaula había quedado hacia abajo, y era demasiado pesada para que él la pudiera hacer girar sin ayuda.

Dentro de la esfera todo ardía: la motocicleta, los cajones de madera y Gunner, sobre todo Gunner. El acróbata se había convertido en la estrella más brillante de la velada.

Sus manos se agarraron del metal, y entonces quedaron pegadas a causa de la temperatura que seguía en aumento. Quiso apartar una de ellas, pero su piel, junto con un trozo de su guante derretido, se desprendió.

El rostro del motociclista también comenzó a desprenderse de su cráneo mientras sus gritos se hacían más potentes y agudos.

El público ya no aplaudía; estaban todos estáticos.

En ese momento llegaron los payasos trayendo cubetas con agua. Lograron extinguir el fuego, pero los gritos del artista se habían apagado antes. En la jaula solo quedaba un cadáver calcinado con los huesos expuestos; y entonces sí comenzaron los aplausos.

La muerte de Gunner logró sorprender al público más aún que la de Farkas en la velada anterior.

Las luces se apagaron para que los payasos limpiaran el escenario mientras los enanos comenzaron a tocar un ritmo de tambor selvático. Había llegado el momento del último acto.

Unas luces naranjas, blancas y verdes se encendieron, iluminando a los cinco enanos músicos que tocaban en medio de la arena. Poco después apareció el sexto enano, el más pequeño de la banda; traía consigo una flauta, y comenzó a tocar una melodía de las que se usan para encantar serpientes.

Junto a ellos se iluminó un gran canasto de mimbre, que se abrió para que saliera, meneándose como una cobra, el presentador del circo.




V - LA LUZ TIENDE A CEGARNOS, SIN DEJARNOS VER LO OBVIO


«Damas y caballeros,
niños y cadáveres,
hagan silencio, por favor.

Hoy me place el anunciarles
a este último artista.
Algunos lo llaman mago,
otros, ilusionista.

Él vino de muy lejos,
con trucos nuevos y trucos viejos.
Es el amo del misterio, el señor de los hechiceros…
Con ustedes…
¡el gran Rajesh!»

Las luces cubrieron por completo el escenario descubriendo la presencia de Rajesh y la súbita ausencia del presentador. Fue como si la oscuridad se hubiera llevado a uno y la luz trajera consigo al otro.

Rajesh estaba vestido con coloridas telas y un enorme turbante. Sus ojos oscuros delineados hacían helar la sangre de quienes lo miraban. El mago miró a uno de los payasos que no se había retirado aún del escenario, y éste cayó al suelo. Cayó muerto, aunque el público rio creyendo que había sido un desmayo fingido.

Para su primer acto Rajesh se quitó el turbante y de allí comenzó a sacar pequeños animales que, con un chasquido de dedos, hacía desaparecer. Primero hizo desaparecer un ___________, luego, antes de que el público pudiese comprender cómo pudo efectuar semejante acto, hizo que una ___________ se esfumara de la vista de todos. Al final, con un rápido movimiento de manos, hizo desaparecer un ___________ entero.

El público aplaudió, pero pronto Rajesh alzó la mano para detenerlos:

Para el próximo acto necesitaré una voluntaria dijo.

Luego clavó la vista en una mujer de cabello negro y lacio que no alzó la mano. Ella habría preferido no aceptar la propuesta, pero la mirada del mago le resultó irresistible.

¿Crees en la magia, jovencita?

La mujer ya no era ninguna jovencita, pero la mística que envolvía al mago hacía sentir como un niño a todo aquel que lo mirara.

Estuve enamorada, pero mi novio me dejó hace unos días y por eso vine sola. Así que mi respuesta es no; ya no creo en la magia.

Todos rieron, todos excepto Rajesh, a quien nadie le conocía la risa.

La mujer se acercó al escenario y el ilusionista miró hacia un costado, en donde había varios payasos ayudantes, y una de las payasas salió corriendo.

Dos payasos le acercaron una caja apoyada sobre una mesa con ruedas, y luego se retiraron temblando de miedo.

La caja era de madera, y estaba pintada con figuras demoníacas de estilo medieval. Allí podían verse a Astaroth, al Wingakaw, a Azazel, y a otros demonios igual de execrables.

Denle un aplauso a Sabrina dijo el mago.

El público aplaudió.

No le dije mi nombre... dijo la señora, ¿cómo supo que…?

¡Silencio! dijo Rajesh Entra en la caja.

Sabrina entró en la caja y el mago la cerró. La mujer sacó la cabeza por un agujero ubicado en un extremo. Luego sacó las piernas por dos orificios más pequeños, ubicados en la cara opuesta del artefacto. El misterioso hombre de la India cerró la tapa y la mujer tragó saliva.

Tranquila dijo Rajesh. No te va a doler; no por mucho tiempo.

Tomó entonces un sable y lo hizo girar en el aire. Luego, sin pérdida de tiempo, lo clavó en el medio de la caja, donde se encontraba el corazón roto de Sabrina.

El sable se clavó hasta la empuñadura, y la dama emitió un grito sordo. Pronto comenzó a largar sangre por la boca y la gente aplaudió con fuerza. El ilusionista tomó otro sable y también lo clavó en la caja, apagando más aún los gritos de la ayudante.

Clavó un tercer sable y luego un cuarto, y la sangre comenzó a gotear de la parte inferior de la caja.

El público no sabía si seguir aplaudiendo o no. Entonces un payaso le alcanzó un largo serrucho al artista y éste lo mostró a las gradas. La hoja de metal brilló para todos, luego, ante los miles de rostros atónitos que no parpadeaban, apoyó los dientes de la sierra sobre una ranura que tenía la caja justo en el medio. Comenzó a serruchar, y el cadáver se movió a causa de unos últimos reflejos que le quedaban.

Cuando terminó de cortar, Rajesh dividió la caja en dos. No lo hizo como lo hacen los ilusionistas (sin mostrar el centro a los espectadores); él dejó que todos vieran los intestinos de Sabrina desparramarse en el suelo.

De pronto una explosión de humo cubrió la escena.

El público gritó al unísono:

¡Oooh!

Al momento en que la humareda se disipó, pudo verse a Rajesh junto a la mujer, que estaba de pie y sin un rasguño. El público ovacionó al artista, y Sabrina regresó a su asiento. No era la Sabrina original, por supuesto, se trataba de una payasa que se puso un atuendo similar y usaba una peluca negra. La Sabrina original estaba sirviendo de alimento para los leones.

Rajesh hizo una reverencia mientras el presentador llegaba. El hombre del traje a rayas se paró en medio del escenario y los payasos comenzaron a preparar los materiales para el acto final.

«Damas y caballeros,
niños y lectores,
hagan silencio por favor».

Y todos hicieron silencio.

«Ha llegado ya la hora del cierre de la velada.
Lo que han visto hasta el momento, créanme, no ha sido nada.

Esta actuación es en verdad sorprendente:
el poderoso Rajesh está por jugar con sus mentes.

Contemplen el último acto, que es un gran recordatorio
de que la luz tiende a cegarnos, sin dejarnos ver lo obvio».

Rajesh tomó un báculo con ambas manos y lo elevó en posición vertical. El artefacto arcano era de madera tallada y hueso, y parecía tener cientos de años. El mago sujetó con firmeza el cayado y golpeó la base contra el suelo a la vez que pronunciaba el conjuro: “¡Irom suná!”, provocando un destello que dejó inconsciente a toda la audiencia.

Todos tuvieron la sensación de que el destello duró unos pocos segundos, pero en realidad se prolongó durante horas. El público permaneció hipnotizado mientras el ilusionista recitaba un pasaje tras otro de un antiguo libro escrito en sánscrito.

Rajesh hizo una última reverencia y todos aplaudieron mientras poco a poco iban saliendo del trance. Se retiraron asombrados, felices, diciendo que jamás habían visto espectáculo más increíble. Los adultos decían que irían al espectáculo al día siguiente, y los niños saltaban de alegría, soñando con unirse al circo de los hermanos Sierpinski.

Esa noche los padres arroparon a sus hijos mientras les prometían que los volverían a llevar al circo.

A la mañana siguiente, decenas de primogénitos no bajaron a desayunar con sus familias. Al ir en su búsqueda, los padres encontraron las camas vacías y las ventanas abiertas. Las madres salieron a las calles a llamar a sus hijos, pero sus nombres se ahogaron para siempre en sus gargantas.

Todo el pueblo se dirigió al Parc du Prince en busca de señales, pero el lugar estaba vacío. Solo encontraron el césped maltratado por las ruedas de camiones y las pisadas del elefante. El circo de los hermanos Sierpinski ya no estaba allí; las carpas, los carros, las jaulas de los animales…, todo había desaparecido antes del amanecer.

Parecía un circo normal; si se puede decir eso de un circo.



FIN




Teaser del relato, hecho por Alejandro Silver: