martes, 24 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 14





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CAPÍTULO 14 (ÚLTIMO)



Al llegar al estadio saludó a sus compañeros como si fuese la última vez que los vería, saludando con más entusiasmo al niño que lo había golpeado en aquel cumpleaños.

El equipo volvió a ser humillado y pronto recibieron un gol. En el entretiempo, Oscar le pidió a su entrenador que lo sacara:

―Estoy cansado, quiero salir.

―¿Estás loco, pibe? No puedo sacarte; sos un fenómeno.

El partido continuó y Oscar seguía sin tocar la pelota, hasta que uno de sus compañeros se la pasó:

―¡Corré!

Corrió hasta la portería y amagó al arquero para patear con el arco libre, pero se quedó quieto. Enseguida llegó un adversario que lo chocó para robarle el balón, y Oscar cayó con una enorme sonrisa. Entonces se oyó un fuerte pitazo; el árbitro había cobrado penal.

El niño que cometió la falta recibió tarjeta roja, y el entrenador le pidió a Oscar que ejecutara la falta.

―No quiero patear ―dijo.

―¡Pateá, pibe! Confío en vos.

Oscar no quería patear, Oscar no quería ni jugar. Luego de que el réferi indicara que estaba todo listo, el joven corrió hacia el balón y lo pateó varios metros por encima del travesaño.

Rio a carcajadas, no le importaba nada de lo que pudiera suceder, era como estar en un sueño y darse cuenta de que no es real.

Se escuchó entonces otro pitazo del árbitro; un jugador del equipo rival había ingresado a la zona antes de que se ejecutara el tiro y el penal debía ser pateado otra vez.

Oscar pateó un tiro sin fuerza, y el arquero lo atrapó con total facilidad. Otro pitazo sonó. El juez señaló la meta, indicando que el portero se había adelantado antes de la ejecución.

Por tercera debió patear el penal y, viendo que aquello parecía estar escrito, pateó con los ojos cerrados y clavó la pelota en el ángulo.

Su equipo festejó, pero Oscar no estaba emocionado.

El partido estaba por terminar y el joven volvió a pedir que lo sacaran:

―Me duelen las piernas, quiero salir.

―¿Estás loco, pibe? Sos el que mejor está jugando.

El balón le cayó a él y se quedó quieto. Nadie se le acercó, como si tocarlo habría significado cometer una falta. Oscar se sintió como aquellas celebridades que juegan al fútbol y todos lo dejan meter goles. Comenzó a hacer jueguito en medio de la cancha, llegando a patear la pelota diez veces antes de que esta golpeara el suelo. Luego, mirando hacia su propia meta, pateó hacia atrás.

El tiempo se detuvo, los que estuvieron presentes juraron que durante unos segundos no se escuchó el menor sonido. Nadie respiró hasta que la pelota por fin cayó y, metiéndose justo por debajo del travesaño, hizo explotar las gargantas de la tribuna.

El árbitro pitó el final del encuentro y todos los jugadores y varios familiares invadieron la cancha.

El entrenador abrazó al muchacho y le dijo las palabras que tenía grabadas en su memoria:

―¡Gracias por haber nacido, pibe!

Al día siguiente despertó con cincuenta y seis años, y no le quedaban muchos más viajes por realizar. Hizo el cálculo y supo que el siguiente recuerdo le costaría más de cuatro mil días, llegando entonces a la edad de sesenta y siete años.

Pensó en llamar a su madre e intentar hablar con ella; deseaba entablar una conversación profunda como las que tenía en su infancia antes de que su padre falleciera. La llamó por teléfono, pero no fue ella quien atendió:

―Lo siento; número equivocado.

Se dio cuenta de que su madre debía tener casi ochenta años, si es que aún estaba viva. Buscó con desesperación el número de algún familiar en su vieja agenda, pero todos le decían que se había equivocado.

Por fin pudo comunicarse con una prima, quien deseo ponerse al día luego de tantos años sin hablarle, pero Oscar no estaba interesado:

―…después me seguís contando, antes te quería preguntar sobre mi mamá.

―¿Sobre tu mamá? Era mi tía preferida. Pasaron cinco años desde su muerte, ¿no? Aún la recuerdo como si hubiese sido ayer.

A Oscar se le cayó el teléfono al suelo. Su madre había muerto y él ni siquiera recordaba cómo ni cuándo sucedió.

Se escuchó la voz de su prima que gritaba del otro lado del teléfono: «¡Hola! ¡Oscar! ¿Estás bien? ¡Hola!», pero Oscar no levantó el tubo.

Lloró en su cocina mientras miraba la puerta. Deseó destruir el libro como si estuviese maldito, pero el objeto no tenía la culpa; no existen los objetos malos, la bondad y la maldad está en los seres humanos.

De pronto escuchó un chillido, miró hacia abajo y allí había un pequeño ratón que lo observaba con sus ojos saltones, moviendo los bigotes de un lado al otro. En ese momento se puso de pie y se dirigió a la habitación:

―No me queda mucho por hacer en esta etapa de mi vida. Mis días no fueron emocionantes en los últimos treinta años y lo serán aún menos a partir de ahora.

Apoyó entonces las manos sobre el libro y habló con voz ronca:

―Quiero ir a ese momento puro, a aquel momento en el que aún no había cometido ningún error. Deseo revivir ese día antes de que apagara mi cohete, cerrara mi atril y arrancara mis bíceps. Ese día en que mi pasaporte esperaba los sellos del mundo entero, y mis diplomas y trofeos pudieron haber cubierto las paredes de mi hogar. Anhelo revivir el día en que aún no tomaba atajos ni ultimaba principios. Quiero viajar al día en que nací.

Las hojas del libro se movieron a mayor velocidad que nunca, y algunas comenzaron a desprenderse. Un remolino de hojas lo rodeó y de pronto desapareció de la habitación.

Una luz lo cegó, y sintió una insoportable libertad. La vida se abrió ante él como un mundo de posibilidades en un solo pensamiento. Fue tan fuerte la confusión que solo pudo llorar. Oscar había nacido.

Lo limpiaron y lo envolvieron en una manta para entregarlo a los brazos de quien lo había concebido. Ella estaba exhausta, sudada y con las mejillas coloradas, y por primera vez en su vida Oscar se dio cuenta de lo hermosa que era su madre.

Todo era paz, todo era eterno, y sintió el primer aroma de su vida, un aroma a seguridad y amor. Minutos más tarde se quedó dormido y tuvo sueños confusos; no había mucho que soñar entonces, o tal vez todo era sueño.

Pronto volvió a despertar, y una luz cegadora lo hizo llorar de nuevo; Oscar había vuelto a nacer.

Revivir su primer día de vida le había costado once años, y al regresar al presente él tendría más de sesenta y siete. Lamentablemente Oscar no vivió tanto, había muerto antes de cumplir los sesenta, y quedó atrapado en el día de su nacimiento abriéndose camino a un mundo que no conocería, reviviéndolo una y otra vez.

Luego de que Oscar realizara el último viaje, su cuerpo tapó la puerta secreta ocultando al libro, que hoy sigue allí, esperando, con ganas de conocer al próximo inquilino que quiera convertirse en el nuevo hombre del tiempo.



FIN



domingo, 22 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 13





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CAPÍTULO 13



Oscar necesitaba hablar con alguien de confianza acerca del libro; una persona que no solo le creyera sino que además comprendiera los motivos de sus excursiones al pasado.

De nuevo en la pequeña habitación, decidió emprender otro viaje; el noveno. Aquel recuerdo le costaría nada menos que mil veinticuatro días del presente, pero él prefirió no hacer la cuenta:

―No tengo a nadie con quien hablar acerca del libro, y el viejo Ulises se ha vuelto loco quién sabe desde cuándo. Mi mejor amigo murió hace mucho tiempo y necesito hablar con él. Deseo viajar a una de esas tardes de verano en nuestra juventud, cuando pasábamos horas juntos. Recuerdo una vez en la que…

Las hojas del libro comenzaron a moverse mientras terminaba de decir la frase, y en un instante Oscar despertó de una siesta en un sillón en la habitación de Diego:

―¡Te quedaste dormido! ―dijo Diego― Mirá lo que traje…

Su amigo, que había vuelto a ser un muchacho, le mostró un porro.

―Me lo dio mi primo. El otro día me convidó una pitada y me dijo que me iba a regalar uno entero.

―No lo puedo creer… ―dijo Oscar―; hace como diez años que no fumo uno.

―¿Qué decís? ―rio Diego― ¿Cuándo comenzaste a fumar?, ¿a los cinco?

―Me refiero a que no fumo hace mucho.

―Pero ayer me dijiste que nunca habías probado marihuana, ¿o estabas tan fumado que te olvidaste?

Diego encendió el cigarrillo y se sentó en el sillón al lado de su amigo. Comenzaron a fumar, pasándose el porro uno al otro, hasta que el dormitorio se llenó de humo blanco.

Poco después Oscar miró a su amigo. Girar la cabeza hacia él le tomo el triple de lo normal. Su mirada, además, tardaba en acomodarse a lo que observaba, reteniendo por unos segundos la vista anterior.

Los ojos de Diego eran una delgada línea roja, y su sonrisa parecía almacenar la paz del mundo.

―Tengo que contarte algo ―dijo Oscar―. Yo no soy yo. Este yo que está acá sentado no es el yo que conocías.

Diego se tomó unos segundos para contestar:

―Es cierto, hermano… Yo tampoco soy el mismo que era recién. Todo el tiempo estamos cambiando.

―Me refiero a que viajé; con un libro.

―No me vengas con esas charlas sobre la lectura y cómo nos permite viajar con la imaginación; no me gusta leer tanto como a vos.

―No, yo viaje de verdad; al pasado, a hoy. Vengo del futuro, de tu futuro. Cuando tenga cuarenta y cinco años voy a estar viviendo en un departamento, y en una habitación oculta voy a encontrar un libro que te hace viajar para revivir los momentos más importantes de tu vida.

―Oh… Impresionante. ¿Y en dónde está ese libro ahora?

―No lo tengo ahora. Lo voy a tener a los cuarenta y cinco años.

―Bueno, prestámelo cuando lo tengas.

A Diego solo le quedaban diez años de vida, y a Oscar se le llenaron los ojos de lágrimas en ese momento.

―Sí, amigo; claro que te lo voy a prestar.

―Si venís del futuro…, ¿eso significa que sabés todo lo que va a pasar?

―Sí, pero el asunto es que solo puedo cambiar algunos detalles.

―Igual yo no cambiaría nada en tu lugar. Hiciste lo mejor que pudiste en su momento, y no hay forma de saber qué habría sucedido si hubieses hecho algo diferente. Y nadie lo sabe, pero quizás algunas cosas sean inevitables.

En ese momento se escuchó el ruido de un automóvil; los padres de Diego habían llegado.

―¡Mis viejos! ¡Rápido! Abramos las ventanas.

Mientras Diego abría con desesperación las ventanas del lugar, Oscar le apoyó la mano en la espalda:

―Cuidate mucho, amigo.

Se retiró y se fue a su casa. En aquella época vivía con su madre, y su hogar era un velatorio eterno. Se acostó temprano, ya comenzaba a dejar de tener ganas de vivir incluso sus recuerdos.

Despertó en el departamento en el que llevaba viviendo ocho años. El lugar estaba sucio; peor que nunca. No tenía importancia, pues jamás recibía visitas; su cuerpo actuando como en piloto automático durante sus viajes no hacía amigos ni salía con mujeres.

Sabía que un nuevo viaje al pasado le costaría dos mil cuarenta y ocho días: más de cinco años. Pero para ese entonces él se sentía como una grulla de papel que se deja llevar por un río sin poder controlar su rumbo.

―Despertaré con cincuenta y seis años –le dijo al libro–. No me interesa. Es más, me alegra que sea así. Ya soy un hombre grande, mi vida no mejorará mucho en esta década y prefiero evitar vivir un fracaso tras otro. Deseo revivir aquel momento de gloria cuando todavía era feliz.

El hombre de cinco décadas tenía un rostro cansado, parecía mayor de lo que era.

―Quiero volver a jugar esa final de fútbol.

Cualquier persona le habría dicho que se detuviera, que no valía la pena perder años a cambio de un día. Pero se trataba de un libro, y éste le devolvía siempre la misma respuesta:

«¡Oscar!, ¡levantate!»

De nuevo ese grito familiar lo despertaba. De nuevo, sus figuras de acción lo miraban en silencio. He-Man, el Encantador de pájaros, Nenddir el sabio, los hermanos Makilí…; todos sus héroes y villanos favoritos lo estaban esperando.

Se paró frente al espejo y olvidó el rostro triste que había visto reflejado hacía unos minutos; había vuelto a ser un pequeño niño de grandes sueños.

Bajó corriendo por las escaleras y se sentó a la mesa redonda frente a su padre. El hombre estaba fumando aquel cigarrillo eterno, y tomaba un café de un negro abismal. Dobló un instante el diario de noticias viejas para saludar a su hijo mientras su grueso bigote le tapaba la sonrisa.

Oscar se sirvió un plato lleno de cereales con leche y comenzó a devorarlo a grandes cucharadas. Miraba a su padre esperando a que éste le dijera algo, y así fue:

―¡Tranquilo! ―dijo su padre―, ¡te vas a ahogar!

El pequeño Oscar casi se ahogó, pero de risa.

―Te levantaste con ganas ―dijo su madre―. Estoy segura de que hoy van a ganar. Entrenaste duro y es como siempre digo…

―Sí, ya sé ―dijo Oscar― “Si te esforzás y hacés las cosas bien, podrás lograr todo lo que quieras”.

Contempló la sonrisa pura de su madre, y se levantó para abrazarla con fuerza, luego volvió a la mesa y abrazó a su padre, haciendo que se le cayera el cigarrillo justo en el café.

Mientras viajaban al estadio, Oscar se dio cuenta de que no quería jugar aquella final, él ya la había ganado una vez y para siempre, y pensó en hacer algo diferente aquella vez.




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viernes, 20 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 12





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CAPÍTULO 12



Los años seguían pasando, pero su vida se había detenido. Los viajes en el tiempo no le permitían vivir el presente; se habían convertido en una obsesión, el libro mágico era la única luz que veía desde el fondo de su abismo.

Oscar se dirigió a la habitación secreta y apoyó las manos sobre el texto como quien las apoya sobre los pies de un ángel:

―Pienso que el día que fui con Clara a los bosques de Ezeiza fue crítico. Por la noche discutí con ella y al poco tiempo nos terminamos separando. Creo que esa fue la última vez que pasamos un día entero juntos y durante años me atormentó la idea de que pude haber hecho algo para mantenerla conmigo.


Despertó un domingo soleado y preparó los sándwiches más prolijos de su vida; con mayonesa extra, como a ella le gustaba.

La pasó a buscar antes del mediodía y tomaron la autopista.

El día estaba estupendo. Los adultos rodeaban las parrillas mientras los niños jugaban entre los árboles. Todos parecían mucho más felices que ellos dos, o al menos eso fue lo que él sintió al verlos.

Armaron el picnic cerca del río y Oscar se sentó expectante sobre la manta. Clara se arrodilló con un gesto cansado, y apenas probó bocado.

El tiempo pasaba y ella respondía con monosílabos. Oscar dudaba si era mejor regresar antes de que ella se lo pida aburrida, pero también temía que fuese ella la que terminase diciendo que se fueron demasiado temprano porque él así lo quiso.

Fue al auto en busca de un cuaderno, y al regresar le arrancó una hoja. Esperó a que ella le preguntara qué estaba haciendo, pero no dijo nada.

Luego de varios dobleces, por fin le preguntó:

―¿Qué estás haciendo?

―Una grulla ―dijo él―; una grulla de papel.

Clara apenas esbozó una sonrisa.

―Eso es lo único que sé hacer en origami ―continuó Oscar―: una estúpida grulla de papel.

―No. No es estúpida. Me gusta. ¿Me enseñás a hacer una?

Oscar arrancó otra hoja del cuaderno y le fue indicando cómo hacerla. La de Clara no quedó muy bien, pero él le dio ánimos.

―La primera vez que hice una, me quedó mucho peor.

―¿Peor?, ¿eso significa que la mía quedó mal?

Él no supo qué más decir, no entendió si aquello se trataba o no de una broma. Tomó entonces ambas grullas y la ayudó a levantarse.

―Vení. Vamos a llevarlas al río.

Pusieron ambas figuras sobre el río y éste las llevó, una al lado de la otra.

Por momentos una pequeña corriente las separaba y luego se volvían a juntar. Pronto llegaron a una enorme roca en medio del río y, por cuestión de centímetros, una fue por el lado derecho y la otra por el izquierdo. Al terminar de atravesar la roca volvieron a juntarse, y el hecho de que una haya ido por un camino y otra por el otro no hizo diferencia alguna.

Oscar y Clara vieron a las grullas alejarse hasta perderlas de vista, sin saber hasta dónde seguirían una al lado de la otra.

Comenzó a oscurecer, y Oscar le preguntó si quería ir a cenar. Recordaba que pocos días después ella había terminado la relación, aunque jamás terminó de comprender el motivo. Las palabras de Clara no fueron precisas aquella noche, pero la idea general fue que él no parecía estar listo para una relación seria. Oscar siempre pensó que, de haber expresado sentimientos más profundos para con ella, podrían haber seguido juntos.

Hacía unos meses había comprado un anillo, pero la relación había empeorado y la idea de ofrecérselo se postergó de manera indefinida. Esa noche llevaría el anillo.

Estaban terminando el plato cuando Oscar hizo la pregunta:

―Clara ―dijo mientras sacaba el pequeño estuche del bolsillo del pantalón―, ¿te querés casar conmigo?

El diamante del anillo se reflejó en sus pupilas.

Clara hizo una pausa antes de responder, y luego dijo sin mirarlo:

―Necesito tiempo para pensar.

Luego se disculpó y se retiró del lugar. Durante las siguientes horas no atendió el teléfono, hasta que por fin Oscar recibió un mensaje de texto:

«No estoy lista. No puedo darte lo que necesitás. Perdoname».




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miércoles, 18 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 11





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CAPÍTULO 11



Un nuevo viaje al pasado le costaría casi medio año de vida, pero a esa altura Oscar estaba obsesionado con la idea de seguir reviviendo el pasado. Se dirigió a la habitación de su libro de cabecera y habló frente a la luz de las velas:

―Deseo viajar de nuevo al día de la final de fútbol cuando era niño. No me interesa nada más en este momento. Quiero ir a esa época previa al trabajo y previa a las mujeres; ya fracasé en todo.

Pronto despertó de nuevo en su habitación:

«¡Oscar!, ¡levantate!»

Oscar miró a su alrededor y sonrió al ver de nuevo a sus viejas figuras de acción.

―¿Qué dicen, amigos?, ¿voy a jugar ese partido tan bien como lo hice la primera vez?

Los muñecos le devolvieron una mirada muerta.

No pudo encontrar la nobleza de He-Man, ni la sabiduría del Encantador de pájaros; ni siquiera la malicia de Nenddir. El día había perdido sentido para él, y sintió que aquel momento de gloria había sido a la vez el principio del fin.

Bajó las escaleras y se sentó a la mesa redonda de la cocina frente a su padre, quien estaba fumando y tomando un café negro mientras leía el diario.

―No voy a jugar el partido; me siento mal.

El hombre dobló un instante el diario hacia abajo para mirar a su hijo:

―¿Me estás cargando? ¡Hoy es la final!

―Estoy descompuesto. Debe ser por algo que comí.

―Eso te pasa por comer como un animal.

―¿No vas a ir? ―preguntó su madre―. Estuviste entrenando tan duro para esa final; tus compañeros te van a necesitar. El equipo no será lo mismo sin vos.

Su padre siguió regañándolo por la manera en que comía mientras su madre le daba aliento como lo hacía incluso cuando él no lo merecía.

El joven Oscar tomó un té y subió enseguida a acostarse. Tenía hambre, pero esperó a que sus padres terminaran de desayunar para ir en busca de alimento.

Una hora más tarde sonó el teléfono, y luego de atender, su madre subió corriendo las escaleras:

―¡Oscar! ¡No lo vas a poder creer! Llamó tu entrenador, dijo que el micro del otro equipo chocó en el camino. Los chicos están bien, pero pasaron el partido para el fin de semana que viene.

Más tarde bajó. Su padre estaba leyendo el diario en el living, y al verlo dobló el periódico al medio:

―¿No era que estabas enfermo?

―Estoy un poco mejor. Pensaba ir a dar una vuelta en bici.

Oscar extrañaba su bicicleta, además es imposible estar triste mientras se anda en bicicleta.

―¿Estás loco vos? ―dijo su padre― Volvé a la cama.

―Ahora te llevo una sopa ―dijo su madre.

El joven volvió a acostarse. Minutos después su madre le llevó la sopa; fue la sopa más sabrosa que había tomado en años.

Esa tarde se quedó en la cama jugando con sus figuras de acción. Horas después, mientras el Encantador de pájaros se enfrentaba a Nenddir el sabio, se quedó dormido.

Al despertar se prometió no realizar más viajes, se dio cuenta de que no podía cambiar nada de lo sucedido y, además, mientras viajaba su vida seguía empeorando día tras día.

Seguía pensando en Samanta, en su ascenso y en su novio. Rompió entonces la promesa que había hecho minutos atrás y se dirigió a la habitación oculta:

―¿Cómo fue que ascendieron a Samanta y no a mí? Me gustaría saber más sobre lo que ocurre cuando estoy reviviendo días del pasado. Sé que este viaje me tomará… muchos días, pero valdrá la pena. Será como un experimento.

Oscar sabía bien que aquel sería su noveno viaje y que le haría perder nada menos que doscientos cincuenta y seis días del presente, pero igual intentó engañarse.

―Deseo revivir el primer día que perdí por haber viajado al pasado.

El libro lo llevó al día en que se conocieron. Despertó en su departamento y vio que la pared del fondo no estaba rota. Pensó en la posibilidad de que todo aquello hubiese sido un sueño, entonces buscó el martillo para golpear el muro. Los trozos de cemento comenzaron a caer y pronto pudo ver la madera de la puerta oculta. Convencido de que no era un sueño, se vistió y se dirigió a la oficina.

Saludó a sus compañeros de trabajo como si fuese el último día antes de unas largas vacaciones, y al sentarse en su escritorio no lo vio tan pequeño. Visto desde cierto ángulo, parametrizar divergencias no era un mal trabajo, tenía café gratis, aire acondicionado, y mucha gente con la que podría haber socializado pero que simplemente decidió no hacerlo.

A primera hora se acercó Samanta:

―Hola, Oscar, ¿cómo estás? Este sábado va a ser mi cumpleaños. Voy a hacer una pequeña reunión en mi casa ―le entregó entonces un papel con la dirección―. Espero que puedas venir.

Aquel “Espero que puedas venir” lo dijo todo, o al menos así fue como lo recordaría Oscar. Dijo que iría con una amplia sonrisa, pero enseguida recordó que jamás iría a aquella fiesta, e imagino que su cuerpo andando en piloto automático se habría negado.

Más tarde uno de los jefes se acercó a su cubículo, llevaba traje y corbata, no de una mala calidad como los de Oscar, sino de una marca conocida.

―Buen día Oscar, ¿cómo van esas divergencias?

―Excelente.

―¿Excelente?, ¿de verdad? Nunca te oí tan entusiasmado. ¿Podrás venir un momento a mi oficina? Debo hablarte de algo en privado.

Oscar lo siguió y fue invitado a sentarse. Jamás se había sentado allí, lo más lejos que había llegado fueron dos pasos tras cruzar la puerta para llevar unos documentos. Esa vez no solo se sentó, sino que el jefe le ofreció un vaso de whisky F&7 etiqueta negra, una bebida muy por encima de lo que su salario le permitía.

Le pidió que lo ayudara con una presentación, y que, de ser necesario, le pagaría horas extra. Aquel dinero no sería importante, pero sí el hecho de trabajar codo a codo con su jefe en algo diferente en lo que hacía a diario, anotándose además puntos a favor para cuando llegara el momento de un ascenso.

Por supuesto que Oscar jamás habría contestado con un “Excelente” y su jefe habría ido en busca de otro empleado que lo ayudase con aquella presentación. Entonces comprendió que, tras su negativa, su jefe se habría buscado ayuda en el cubículo junto al suyo: el de Samanta.

Volvió a su escritorio y comenzó a pensar en lo que podría haber sucedido. Pensaba en ese año que perdió, lleno de oportunidades que dejó pasar. De pronto, Samanta se acercó sonriente:

―Me diste una alegría diciéndome que vas a venir a mi cumple. La vamos a pasar excelente.

Pero no había forma de saber cómo la habrían pasado.




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lunes, 16 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 10





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CAPÍTULO 10



Su encuentro con Ulises fue peor de lo que podría haber imaginado. Pensó entonces en contarle a su madre lo de los viajes en el tiempo, pero hacía años que no tenía una conversación con ella; la mujer jamás volvió a ser la misma luego de la muerte de su marido, y había tenido demasiadas cenas con ella en silencio como para poder revivir la relación. Tampoco en la oficina tenía compañeros de confianza, aunque sí había alguien que le parecía interesante. Se trataba de una muchacha pelirroja que trabajaba en el cubículo junto al suyo: Samanta.

Samanta tenía una réplica del DeLorean de la película Volver al Futuro en su escritorio; algo que le pareció extraño en una mujer. A Oscar le encantaban esas películas, y podría haber iniciado una conversación al respecto, no obstante, nunca le mencionó el tema. Recordó aquella réplica y pensó que alguien como ella podría interesarse en la historia de su libro mágico, fue por eso que decidió ir a la oficina aquella mañana.

Al llegar al trabajo se asomó por encima del panel, pero allí no vio a la muchacha de rulos colorados ni a su pequeña réplica. Encontró en cambio a una joven desconocida:

―Disculpame ―dijo Oscar―, ¿no sabés en dónde está Samanta?

La muchacha se quedó mirándolo como si hubiese visto a un fantasma.

―Perdón que me sorprenda, creo que es la primera vez que me hacés una pregunta desde que empecé a trabajar acá. Samanta debe estar en su oficina, en el tercer piso.

Oscar no dijo nada.

―Luego de que la ascendieran, yo tomé su puesto como parametrizadora de divergencias.

Oscar fue corriendo hacia las escaleras y buscó con desesperación la oficina de Samanta. No podía creer que la hubiesen ascendido siendo que él tenía más tiempo trabajando allí que ella.

Entró a la oficina y vio a Samanta sentada en un enorme escritorio, con un traje que indicaba que el aumento había sido importante.

―Samanta…, hola.

―¡Oscar! ¿Cómo estás?

Buscó el pequeño automóvil pero no lo encontró; en el escritorio había solo un lapicero de bronce y una lámpara de diseño.

―Solo quería ver tu nueva oficina y… felicitarte por tu ascenso.

―¿Mi nueva…? Hace un mes me ascendieron, ya viniste varias veces a mi oficina a traer informes. Además, ya me habías felicitado; aunque con mucho menos entusiasmo.

Samanta rio y a Oscar lo colmó una profunda tristeza.

―Oscar… ―continuó la mujer―, entiendo que debe ser duro. Debiste ser vos quien obtuviera el ascenso, de verdad lo creo. Incluso se lo dije a los jefes.

―Samanta, ¿te gustaría tomar un café esta tarde?

―Eh…, sí, claro. Pero hoy me pasa a buscar Esteban. Mañana podría ser si querés.

―¿Esteban?

―Sí ―dijo ella―; mi novio.

―Ah, perdón, no sabía.

―Lo conocés. Empezamos a salir el día que festejé mi cumple… ah, no, cierto que no fuiste. Bueno, pero te lo presenté un día que vino a buscarme. Estás raro hoy; bueno, más que de costumbre.

―Sí, cierto. Bueno, mañana arreglamos entonces.

Samanta le sonrió de un modo en que pareció que le estaba diciendo que habría sido suya por siempre si él hubiese ido a aquella fiesta de cumpleaños. O al menos así fue como Oscar recordaría aquella sonrisa.

Al regresar de la oficina se dirigió a la habitación del fondo y apoyó las manos sobre el viejo libro; lo más parecido que tenía a un amigo en todo el mundo. Se sentía como un tonto luego de haber perdido el ascenso y de haber desperdiciado lo que pudo ser una oportunidad con Samanta.

Sus últimos años fueron difíciles, y tuvo muchos momentos en que no podía pensar con claridad y que necesitó alguien en quien apoyarse. Se acordó entonces de su difunto amigo:

―Diego murió por mi culpa. Pude haber hecho algo aquel día, pero tuve miedo. Debí haberme arriesgado, incluso si me mataban habría sido mejor que esto.

Las hojas del libro comenzaron a temblar; era como que ya sabía lo que su dueño estaba a punto de pedirle:

―Deseo viajar al día en que asesinaron a Diego.

Desapareció de la habitación oculta y despertó ante el sonido del teléfono:

―Hola…

―¡Oscar! ―dijo Diego―. Por fin atendiste. ¿Estabas durmiendo? Cambiate rápido que tenemos que llegar en una hora.

Ese día irían juntos a ver un partido de fútbol, jugaban Atlético Santa Fe contra Sportivo Saccheri.

―No, no vayamos. ¿Por qué mejor no lo vemos por televisión?

Diego rio:

―Dejate de joder, que las entradas costaron un huevo. Además, no es lo mismo; este partido lo tenemos que ver en la cancha. En quince minutos paso por tu casa.

Oscar comenzó a desesperarse; su amigo estaba a punto de ser asesinado.

Diego llegó y él lo hizo pasar. Oscar se quedó quieto, pensativo.

―Tenemos que salir enseguida, ¿qué te pasa, Oscar?

―Deberíamos llevar un cuchillo o un palo, o algo ¿no te parece?

―¿Un arma a la cancha?, ¿para que nos revisen y nos lleven detenidos? Excelente idea… Apurate que nos tenemos que ir.

Los dos muchachos tomaron el colectivo y luego caminaron durante varias cuadras. Oscar no recordaba cómo era el asesino, su mente se había bloqueado aquella tarde, por lo que iba mirando hacia todas partes, sospechando de cada persona con la que se cruzaban. A medida que se iban acercando al estadio, había más y más gente, y ya no podía soportar los nervios.

De la nada apareció un hombre armado con una navaja. Tenía puesta una campera sucia con capucha que debió ser negra en otra época, pero ya estaba gris:

―¡Dame la plata o te corto todo!

Diego estuvo a punto de resistirse, como lo había hecho la primera vez, pero entonces Oscar se puso adelante y sujetó al ladrón del brazo. Sin embargo, aquello no lo detuvo. Con la otra mano el sujeto sacó una pistola que tenía sujeta al cinturón, y le dio un balazo a cada uno de los dos amigos.

La bala que iba dirigida a Oscar no lo lastimó, apenas le rozó la ropa haciéndole un agujero; la otra, en cambio, le dio a Diego en el estómago, en el mismo lugar en que le había clavado la navaja la vez en que Oscar no hizo nada.

Su amigo cayó al suelo dejando lo que parecía una alfombra de sangre, y falleció poco antes de que llegara la ambulancia.




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sábado, 14 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 9





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CAPÍTULO 9



Oscar comenzó a desear hacer algo más que viajar y revivir recuerdos, pero ¿a quién podría preguntarle sobre el funcionamiento del libro? No cualquiera lo escucharía hablar de su descubrimiento sin considerarlo un desquiciado.

Se había mudado al departamento hacía cuatro años, pero tenía vecinos que estaban viviendo en aquel sitio desde hacía mucho más tiempo.

Salió de su hogar y tocó el timbre de al lado: el de Julián.

―Julián, ¿cómo estás?

Era temprano, y el gordo Julián solía dormir hasta el mediodía.

―¿Qué pasó? ¿Todo bien?

―¿Qué tan bien conociste al muchacho que vivía en mi departamento antes que yo?

―No mucho, ¿por?

―Por nada…; curiosidad.

Oscar había escuchado que antes de él allí había vivido un joven durante unos meses, pero no sabía mucho más al respecto. Julián le contó lo que recordaba:

―Vivió menos de un año, después consiguió un mejor trabajo y se mudó. Al principio se hacía el simpático y decía que iba a mantener la amistad, pero después de que se fue, se borró.

Julián hizo una pausa.

―Antes de él vivió un viejo: Ulises. Un tipo raro. No hablaba con nadie. Se murió, pero no sé de qué.

«Ese es el sujeto», pensó Oscar. Era él a quién debía contactar en algún viaje para obtener respuestas.

Al volver a su departamento comenzó a pensar cómo podría ubicar a aquel anciano. Llevaba cuatro años viviendo allí, sumando el año que vivió el joven hasta que lo ascendieran, daba un total de cinco. Decidió entonces viajar seis años al pasado para encontrar vivo al viejo Ulises.

Viajó a un día cualquiera, un domingo en el que no había hecho nada importante, y al despertar se dirigió al lugar al que se mudaría más tarde.

Estaba seguro de que aquel hombre tendría alguna información acerca del libro que pudiera serle útil, y a la vez él podría decirle lo que había descubierto.

Llegó al sitio y, desde la vereda, tocó el timbre que correspondía al departamento del fondo. Esperó durante unos segundos, pero nadie apareció en la puerta de calle. Volvió a tocar, varias veces, pero seguía sin recibir respuesta. De pronto vio que Julián abría la mirilla.

―¿Quién es? El señor está durmiendo, no lo puede atender.

―Hola, Julián. Soy yo, Oscar.

Oscar había olvidado que Julián y él aún no se conocían en esa época.

―¿Quién?

―Perdón, te vi una vez, capaz no te acordás de mí. Necesito hablar con Ulises; es urgente.

―Voy a intentar despertarlo.

Minutos después un anciano se asomó a la puerta, y Oscar pudo ver unos ojos vacíos del otro lado.

―¿Qué desea?

―Hola, Ulises. Mi nombre es Oscar. No nos conocemos, pero debo hablar de algo muy importante con usted.

―Lo siento, estoy ocupado.

―Escúcheme, por favor. Es sobre eso que tiene en la pared. Usted sabe a qué me refiero.

―Lo siento, estoy ocupado.

―¡Es sobre el libro! ¡Yo también lo encontré!

―Lo siento, estoy ocupado.

Luego de que el anciano dijera por tercera vez aquella frase automatizada, bajó la tapa de la mirilla y regresó al departamento del fondo.

Oscar, con un dedo, logró levantar la tapa de la mirilla y observó cómo el anciano se alejaba despacio por el pasillo, caminando a un ritmo hipnótico, como si quisiera perder el mayor tiempo posible.





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jueves, 12 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 8





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CAPÍTULO 8



Las dudas que lo agobiaron durante años renacieron en su mente, y no tenía a nadie con quien hablarlas. Había perdido contacto con todos sus amigos, y su padre, aquel hombre que parecía saberlo todo, había muerto antes de que él alcanzara la pubertad. Estaba en un momento en el que sus únicos compañeros eran los libros, en especial uno…

―Hace treinta y tres años falleció mi padre. Hubo cientos de situaciones en las que necesité sus consejos. No me acompañó en mi juventud, jamás me habló de mujeres, y lo peor de todo es que nunca pude despedirme de él como lo merecía.

Las lágrimas de Oscar mojaron al viejo libro:

―Deseo revivir el día en que visité a mi padre en el hospital por última vez.

Las hojas del tomo comenzaron a moverse y el viento secó el rostro de Oscar. Pronto despertó en su vieja habitación.

―Oscar, despertate ―dijo su madre.

No fue el grito lleno de vida que tenía antes de que su marido enfermara; la mujer jamás recuperó la alegría que la caracterizaba de joven.

Oscar miró a su alrededor; las figuras de acción ya no colmaban sus repisas; las había cambiado por los afiches de bandas musicales. Había heredado la colección de discos de blues de su padre y, si bien no soportaba aquella música cuando era niño, pronto comenzó a escucharlos a diario. Fue en aquella época cuando colocó en su dormitorio las láminas de B. B. King, de Los Calamares y hasta una de Los Empedernidos.

Ver a aquellos músicos no lo ayudaron; ese día ya era demasiado triste, aun sin el blues, y habría preferido verlo a He-Man, al Encantador de pájaros, o incluso a Nenddir, para que le dieran ánimos para ir al hospital.

La madre no lo sabía, pero su marido moriría por la noche; esa sería la última vez que lo verían con vida.

Llegaron al enorme edificio. Tenía paredes gruesas, de color gris. Era un bloque gigantesco en donde no era difícil perderse, pero la madre de Oscar iba a diario desde hacía un mes, y ya conocía el sitio de memoria. Él iba menos de lo que le habría gustado admitir, y lo que más lamentaba es que aquella vez había estado en la habitación de su padre por apenas unos segundos para luego salir corriendo al verlo mucho más delgado y arrugado que la vez anterior.

Ingresó a la habitación y allí estaba el hombre; parecía un anciano. Ya no tenía el grueso bigote, y una gorra le tapaba los pocos cabellos que le quedaban. El convaleciente sonrió con esfuerzo al ver a su hijo, y le extendió una mano huesuda y llena de venas.

Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas y salió de la habitación corriendo hasta la sala de espera donde se sentó y lloró en silencio. Pronto su madre se sentó a su lado y le apoyó la mano en el hombro:

―Perdoname, hijo ―dijo ella―. En estos últimos tres días empezaron con un tratamiento nuevo y su físico empeoró mucho. Debí haberte preparado. Mañana, cuando estés más tranquilo, volvemos a verlo.

La mujer volvió a acompañar a su marido mientras el joven se quedó juntando valor para volver a entrar. No habría un mañana, él lo sabía; debía hablar con su padre ese mismo día.

Respiró varias veces y se secó los ojos con la remera. Luego se paró para dirigirse a la habitación.

En ese momento la luz roja de la puerta de la habitación se encendió y un enfermero pasó corriendo con una camilla. Su padre había sufrido un paro cardíaco y otra vez se quedó sin poder despedirse.




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martes, 10 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 7





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CAPÍTULO 7



¿Otro martes en la oficina? De ninguna manera. Oscar se quedó en la cama pensando en cualquier excusa para no regresar al trabajo. Su último viaje había sido un fracaso, y terminó perdiendo un fin de semana a cambio de un golpe en la boca del estómago.

Hay quienes recomiendan pensar en un lugar bonito cuando uno está triste, ya que el recordar algo que nos hizo sentir bien hace que nos sintamos un poco como en ese momento. Lo mismo sucede si uno recuerda mucho un mal momento de su vida; parte la angustia que nos invadió aquel día vuelve a surgir en nuestro interior. Oscar necesitaba una pequeña alegría. «Sexo», pensó; «eso anima a cualquiera». Solo le quedaba elegir con quién y cuándo. En su vida había tenido sexo con y sin amor, y decidió que revivir una noche de sexo casual no lo habría dejado satisfecho. Pensar en una noche con Clara luego de mucho tiempo juntos también podría haber sido decepcionante. Su pareja, como muchas, había caído en un período de sábanas frías, y no quería perder ocho días por unos pocos minutos de movimientos básicos ejecutados en forma mecánica.

Se levantó y, sin siquiera pasar por el baño, fue a la habitación oculta y se paró frente al libro:

―Quiero viajar a aquella noche en que me acosté con Clara por primera vez. Esa noche supe que éramos uno para el otro; quiero revivir ese momento único y perfecto.

Volvió a ser un hombre joven con un físico que, por contraste con el que tenía a los cuarenta y cinco años, lo hizo sentirse como He-Man.

Por la noche iría a cenar con Clara, pero no recordaba la hora, así que la llamó para confirmarlo. Hablaron unos minutos y de pronto le preguntó:

―Entonces…, nos vemos a las nueve, ¿no?

―Te dije ayer que no podía antes de las diez.

―Ah, sí, sí, tenés razón. Bueno… nos vemos.

Al cortar se quedó lamentando aquel olvido, pero no era importante; una cita no debería arruinarse por una frase.

Se bañó, se afeitó y se peinó como nunca, incluso hizo algunas flexiones y elongaciones. No fue a trabajar ese día –no iba a cambiar nada–, y decidió quedarse en su casa.

Se encontraron en un restaurant, ella pidió una ensalada y él pidió pollo con papas españolas; su comida preferida. Luego recordó que el pollo había estado crudo la primera vez que fue:

―Disculpe ―le dijo al camarero―, mejor cancele el pollo. Prefiero unos ravioles con salsa a la bolognesa.

Minutos después el camarero llevó los platos: ensalada para ella y pollo con papas españolas para él.

―Camarero… ―dijo Oscar.

―¿Señor?

―Nada…, gracias.

Comió el pollo como si fuese inevitable y estaba tan crudo como la vez anterior.

Una hora después estaban caminando por la vereda, conversando y riendo, hasta que llegaron al edificio en donde vivía Clara. El corazón de Oscar se aceleraba mientras esperaba que ella lo invitara a subir.

El tour por el departamento no tuvo sentido, Oscar había estado cientos de veces en aquel lugar y lo conocía de memoria: Un living comedor lleno de muebles restaurados de todos colores, una habitación grande con una cama repleta de almohadones, un baño con variedad de aromatizantes y jabones, y una cocina llena de frutas y envases de comida naturista.

Luego regresaron al living, y en el pasillo ella le mostró unos cuadros:

―Estos paisajes son de un artista llamado Nikolai Kolmogorov ―dijo Clara― ¿Te gustan?

―Sí ―dijo él―. Es impresionismo, ¿verdad?

Ella sonrió sorprendida:

―¡Sabés de arte!, ¡qué bueno!

En realidad, Oscar no sabía de pintura antes de conocerla a ella, solo estaba recordando lo que le había enseñado.

―Te mostraré algo ―dijo mientras se acercaba a un viejo sillón―. Este sillón era de mi abuela. Yo lo restauré.

―Quedó muy bien. Me encantan los sillones estilo Luis XIV.

Clara comenzaba a sentir que estaba en presencia de su otra mitad.

Siguió mostrándole cada detalle de su departamento: macetas vitange, un bahiut provenzal, y hasta le describió cada imagen del mural de sus fotos de danza. Oscar solo pensaba en besarla, pero no encontraba pausa entre tanta conversación. En un momento se detuvieron junto a la biblioteca, el mismo lugar en que se habían besado la primera vez, donde se acercó y le dio un beso.

En un instante ella estaba apoyada contra los estantes. Cayeron varios libros al suelo, y pronto ella lo guio hasta la cama.

Clara le desabrochó la camisa mientras se sacaba los zapatos con los pies. Luego abrió el cajón de su mesa de luz:

―Tomá.

La joven estiró la mano dándole un condón.

«¿Por qué guarda preservativos en su mesa de luz?» pensó Oscar. La primera vez no se había hecho esa pregunta; se había colocado el condón sin dudarlo, aliviado de que no haber tenido que ir en medio de la noche a comprar uno, pero esa vez tardó en romper el envase.

―¿Qué pasa? Ponételo.

―¿Por qué hay preservativos en tu casa?, ¿son viejos?

―No te interesa; es un tema mío. ¿Sabés qué? No te lo pongas; se me fueron las ganas.

―Solo quería saber si era normal que vengan tipos a tu casa.

Clara lo miró con una expresión de odio tan bien lograda que habría hecho sonrojar al mismísimo Boris Zhanitsyn. Comenzó entonces una enérgica discusión que terminó cuando ella le pidió que se largara.

Oscar se vistió y bajó las escaleras al grito de: «¡No vuelvas a llamarme!».

Mientras se alejaba cabizbajo por la calle vacía escuchó un nuevo grito de Clara; estaba apoyada en la ventana pidiéndole que regresara. Había salido todo bien a pesar de que él había hecho las cosas mal.

Al despertar otra vez con cuarenta y cinco años se sintió fuera de su hábitat natural. No le interesaba el presente, quería seguir reviviendo los momentos claves de su vida.




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domingo, 8 de enero de 2017

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 6





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CAPÍTULO 6



Despertó en su cuerpo de cuarenta y cinco años dos días después. Era viernes por la mañana, y al pensar en lo que sería ese viernes de oficina le dieron ganas de realizar otro viaje al pasado. Un nuevo viaje le costaría cuatro días del presente, por lo que despertaría el martes, salteando un fin de semana del que no esperaba nada bueno.

Estaba algo enojado; la noche con Clara no había sido tan perfecta como la recordaba, y aún sentía los choques de silla y los codazos que recibió de los sujetos que ingresaron al baño junto a su asiento.

Hubo momentos en donde tuvo deseos de insultar a algunos de los que lo golpearon, pero temió que Clara pudiese pensar que él fuese una persona agresiva, por lo que prefirió dejarlos pasar.

Fue entonces cuando recordó lo que le había ocurrido en su niñez, en un cumpleaños de una compañera de escuela. Un niño se había peleado con él por un vaso de gaseosa, y la discusión terminó cuando recibió un golpe a puño cerrado en medio del estómago.

Oscar fue a la habitación del libro y apoyó las manos de sobre él:

―¿Por qué no me defendí de ese imbécil? Terminé llorando y todos mis compañeros se rieron de mí. Me encantaría ir a esa fiesta y romperle la cara a ese niño.

Las páginas del libro se movieron a toda velocidad mientras las sombras provocadas por el fuego de las velas dibujaban grotescas figuras en las paredes. Pronto Oscar apareció en su habitación de niño, durmiendo junto a su muñeco de felpa del payaso Bongo.

Tenía nueve años, y se sorprendió de ver al payaso Bongo, puesto que creía que había dormido con ese muñeco a lo sumo hasta los seis.

Fue un día normal en la escuela, con la excepción de que no le sacó la mirada de encima al niño del que ya ni recordaba el nombre, pero que lo golpearía en el estómago horas más tarde.

No prestó atención en clase; copiar y obtener buenas notas parecía tener menos sentido que el que tuvo en toda su vida. En el recreo ocurrió lo mismo; se quedó parado mirando a su pequeño némesis mientras los demás niños jugaban.

De pronto, en el medio del patio, vio a alguien conocido; se trataba de su viejo amigo Diego.

Diego estaba de nuevo allí, de pequeño, lleno de vida y sin la menor idea de que años más tarde sería asesinado.

―¡Amigo! ―gritó Oscar.

El niño no lo reconoció. No iba a su curso, ya que era un año mayor que él, por lo que aún no eran amigos.

―¿Te conozco?

―Ah, no ―dijo Oscar―. Tenés razón. Todavía no me conocés.

―¿De qué estás hablando?, ¿estás bien?

―¿Me veo mal?, ¿parezco débil o algo así?, ¿no me veo temible?

Diego no supo qué decir.

―La idea del macho alfa forma parte del ser humano desde la niñez, sobre todo para las mujeres que estarán viendo todo en la fiesta.

Diego quedó aún más mudo que antes.

―Ya vengo ―dijo el pequeño Oscar―; voy al baño.

Luego de dar unos pasos alejándose de quien sería su mejor amigo, se dio la vuelta:

―No me acuerdo de dónde está el baño.

Con los ojos bien abiertos Diego alzó la mano indicándole el camino con el dedo.

Oscar se acercó al niño y lo abrazó:

―Gracias, amigo. Te quiero mucho, ¿lo sabías? Vas a ser mi amigo toda la vida.

Diego se sorprendió de la extraña conversación que había tenido con aquel desconocido, pero a su edad, dos minutos más tarde ya estaba en medio de una nueva aventura.

Una vez en el baño, Oscar trabó la puerta y comenzó a practicar sus golpes. Practicó ganchos de izquierda y de derecha, golpes rectos, puntapiés en los tobillos…, al final se decidió por lanzar un jab alto para que su rival se protegiera y entonces lo atacaría con un uppercut directo al mentón.

Sonó el timbre para que los niños regresaran a las aulas; y Oscar pensó que ya solo quedaba una hora para que todos se dirigirían a ese cumpleaños del que ni siquiera recordaba a quién pertenecía.

Pasó la hora mirando a su rival hasta que por fin llegó el momento de irse. La madre de la cumpleañera, junto con otros padres, buscó a los niños en algunos autos y todos se dirigieron a la fiesta.

Globos, música y payasos; el cumpleaños de la niña lo tenía todo. La fiesta había sido una de las más memorables del año, pero a Oscar solo le quedó el recuerdo del golpe recibido. Esa segunda vez que asistió tampoco pudo disfrutar de la colorida decoración ni de la variedad de alimentos chatarra que había sobre las mesas.

Los demás niños se agasajaron con los pequeños sándwiches y pizzas, y rieron a carcajadas de las tonterías que hacían los dos payasos contratados.

Oscar no se rio de los payasos; ni siquiera los miró. Durante dos horas estuvo paseando por la casa mirando a su rival con actitud desafiante. Esperó a que le dijera algo, pero el niño no pareció sentir la provocación.

Por fin llegó el momento que estuvo esperando durante todo el día, y fue igual que la primera vez. Oscar se acercó a la mesa de las bebidas y tomó un vaso de gaseosa. De pronto alguien lo empujó desde atrás:

―Ese es mi vaso, idiota.

Oscar miró hacia atrás y entonces lo vio: el causante de sus vergüenzas ante las niñas, el niño que lo había llenado de temor, aquel que lo había convertido en un hombre rencoroso pero cobarde a la vez; allí estaba aquel que se reiría de él con aires de superioridad durante toda la escuela solo porque una vez le dio un golpe en el estómago.

Al verlo sonrió, ya no le tenía miedo, su némesis era solo un pequeño niño de nueve años y no podía creer cómo se dejó dominar de esa manera aquella tarde.

Oscar relajó la mirada y luego, con total tranquilidad, apoyó el vaso de plástico sobre la mesa.

―Ponte en guardia ―le dijo al niño.

Cuando su rival cerró los puños, Oscar amagó con lanzarle un jab de izquierda. El niño alzó las manos para cubrirse, y entonces le lanzó un uppercut directo a la mandíbula.

Todos miraron lo sucedido.

―¡Oscar! Gritó la cumpleañera.

Él la miró, orgulloso por su hazaña. Pero sus pequeños puños no habían logrado lastimar al otro niño que lo superaba en peso y altura. Su rival se reincorporó y entonces Oscar recibió un golpe en la boca del estómago tan o más fuerte como el que recordaba, y cayó al piso sin aire, llorando de dolor frente a los demás invitados.

La madre de la niña llamó a la casa de Oscar para que lo fueran a buscar, pues para él la fiesta había terminado.

Se quedó sentado junto a la puerta, con la cara sucia por el llanto, hasta que su madre lo fue a buscar antes de que siquiera cortaran el pastel de chocolate que tampoco había podido probar la vez anterior.

La semana siguiente, en la escuela, recibiría varias burlas respecto al resultado de la pelea. Pasados unos pocos días, todos los niños de su curso olvidarían lo sucedido, pero a él la vergüenza le duraría por más de tres décadas.




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