miércoles, 22 de noviembre de 2017

LOS HOMBRES DE ROJO





Había encontrado el lugar perfecto para escondernos. Una fábrica abandonada; una vieja fábrica de juguetes. Un lugar lleno de máquinas muertas que hacía años habían dejado de producir alegrías para un mundo sin alma.

Nos refugiamos entre los ecos de aquel edificio; alejados de todo aquel que quisiera evitar que estuviéramos juntos. Seres celosos de nuestro amor, seres solitarios que deseaban aislar a cada individuo hasta convertir el universo en una estantería de frascos cerrados herméticamente.

Yo no iba a permitir que a Rebecca y a mí nos sucediera eso. Estaba dispuesto a dejar todo en aquella guerra.

La abracé intentando calmar sus nervios:

―Nos van a encontrar ―dijo ella.

Y justo en ese momento oímos golpes sobre el portón metálico:

―¡Salgan de ahí! ¡Están rodeados!

Eran ellos. Otra vez ellos. Los hombres de rojo.

―No te preocupes, Rebecca; no estoy listo para rendirme.

―Es peligroso enfrentarlos ―dijo ella― ¿Estás seguro de que no sería mejor que nos entregáramos?

Ella dudaba, pero yo tenía suficiente seguridad para ambos. Miré alrededor y vi que una de las máquinas tenía una escalera que llegaba al alcance de una ventana. Subimos tomados de la mano y la ayudé a salir del edificio, luego lo hice yo.

La ventana daba al callejón del otro lado del portón que seguían golpeando los hombres de rojo.

Corrimos saltando de sombra en sombra, de charco en charco, pero ellos estaban en todas partes y enseguida recuperaron nuestro rastro:

―¡Ustedes no deben estar juntos! ¡Acéptenlo! ―gritaban bajo sus cascos.

Oímos música en un lugar de puertas abiertas. Cientos de personas bailaban en la oscuridad, iluminados solo por unas luces de neón.

―Nos perderemos en la multitud ―le dije.

La música sonaba como una fábrica de juguetes que vuelve a funcionar tras varios años detenida. Ruidos de cadenas, tambores primarios y unas luces epilépticas que reflejaba a las tristes marionetas que se movían de una manera como solo un cuerpo sin mente podría hacerlo.

―¡Mira! ―dijo Rebecca―. Volvieron a encontrarnos.

Eran ellos. Otra vez ellos. Los hombres de rojo.

Corrimos chocando entre seres sin almas, almas perdidas, pérdidas del ser, y entonces uno de nuestros persecutores me alcanzó. Me sujetó del brazo y yo me di la vuelta para propiciarle un golpe directo en la boca del estómago. Lo habría golpeado en la cabeza, pero al igual que los demás, tenía un casco que me habría roto los nudillos.

Continuamos corriendo tomados de la mano, y escapamos por la puerta trasera del sitio, atravesando un callejón.

Tomé allí un caño metálico que encontré tirado en el suelo.

―¿Qué harás con eso? ―preguntó Rebecca―. Lograrás que nos maten.

No le respondí, y me limité a correr tomándola de la mano.

Así, llegamos a un puente por el que podríamos haber huido, aunque tal vez allí habríamos sido perseguidos por hombres vestidos con trajes de un color diferente.

De todas maneras, delante del puente había uno de ellos que nos miraba sosteniendo un garrote en tono amenazante.

―¿Qué quieres? ―le pregunté― ¡Déjanos en paz!

―Deberíamos rendirnos ―dijo Rebecca.

―¡Jamás! ―dije―. Lucharé. Lucharé por amor.

El hombre de rojo se acercó, pero yo tenía el caño metálico escondido a un costado de mi pierna. Cuando lo tuve enfrente lo golpeé directo en la cabeza, partiendo su casco, provocando que cayera al suelo inconsciente.

Quise aprovechar para ver el rostro bajo el casco y saber por fin quién estaba dispuesto a entregar su vida a cambio de evitar que Rebecca y yo estuviéramos juntos.

―¡Vamos! ―dijo ella―. Sigamos corriendo.

―Espera ―dije―, quiero saber quién es esta persona que tanto odia nuestra relación; quiero saber a quién estuve enfrentando todo este tiempo.

Me acerqué al hombre de rojo y le saqué el casco. Entonces vi su rostro y supe que todos los hombres de rojo eran la misma persona; todos ellos tenían, bajo sus cascos, el rostro de Rebecca.



domingo, 12 de noviembre de 2017

N. N.





El bar estaba lleno. No tan lleno como en sus inicios, cuando el blues vivía sus años de gloria, pero aun así era una buena noche. La banda que tocaría aquella vez era nada menos que Los Calamares, y tenían muchos seguidores.

Un hombre joven se acercó a la barra y apoyó toda su tristeza sobre ella:

―Un whisky F&7, por favor.

El cantinero estaba limpiando las copas y, con un gesto de empatía que aprendió luego de décadas sirviendo bebidas y oídos, inició una conversación:

―Tenemos etiqueta negra. Te ayudará a sentirte mejor, sea lo que sea que te ande preocupando.

―Estoy atravesando un mal momento en mi vida; problemas con el trabajo, con mi novia, y ni siquiera tuve suerte con la banda de esta noche.

El anciano puso un vaso con hielo sobre la barra y lo llenó con whisky:

―¿A qué te refieres con la banda?, ¿no te gustan Los Calamares?

―Los oí una vez hace unos años y no me parecieron nada buenos. Alguien me dijo que hoy tocarían Los Empedernidos, es una de mis bandas de Blues favoritas, pero creo que me equivoqué de día.

―Los Calamares no tienen la fama ni la experiencia de Los Empedernidos, pero son muy talentosos. Al principio tuvieron mucho éxito, pero luego el baterista original dejó la banda y no volvieron a ser como antes. En estos últimos tiempos han vuelto a ser un grupo excelente, en especial desde que se unió el famoso saxofonista de Camerún: Nakini Nusampa.

―No lo conozco ―dijo el cliente, y luego bebió un sorbo de alcohol.

La bebida ingresó por su garganta y tuvo la sensación de que él mismo era quien ingresaba por su garganta viajando a través de su propio cuerpo, convertido en un fuego que atraviesa una cañería revestida de un material no inflamable, como si el mismo whisky laminara las paredes de su faringe para así evitar quemarlo.

―¿No has oído hablar de Nakini Nusampa?, ¿de verdad?, ¿“El gran N.N.”? Es uno de los mejores saxofonistas del mundo.

El cliente negó con la cabeza.

―Supongo que conoces a Ben Sincire. ―continuó el cantinero.

―El saxofonista rubio…, sí; ese que tenía enamoradas a todas las mujeres.

―Sí, a ese me refiero. Pues N.N. es el verdadero Sincire.

―¿A qué se refiere?

El cantinero sonrió.

―Te contaré la historia de N.N., y si llamo tu atención, te quedarás a escuchar a Los Calamares y me dejarás una buena propina.

El cliente tomó otro trago de whisky y aceptó la propuesta:

―De acuerdo ―dijo―, es un trato.

El anciano apoyó el brazo en la barra y comenzó a contar la historia…


«Hace mucho tiempo, cuando yo aún era joven, a pocas calles de este sitio estaba ubicada la hoy desaparecida compañía disquera “Superstyle Records”. Muchos de las bandas que tocaban aquí, hartos de contar monedas, se acercaban a probar suerte cada vez que había audiciones.

La disquera estaba buscando una nueva estrella, e hicieron una audición a la que asistieron doce muchachos blancos y Nakini Nusampa.

Todos hicieron silencio cuando lo vieron ingresar con su viejo estuche, vestido con prendas que no eran más que harapos a los ojos de los demás jóvenes.

Uno a uno fueron subiendo al escenario, cada uno con su instrumento musical, mientras los ejecutivos evaluaban cada detalle, viendo si allí había o no potencial para las tapas de las revistas.

Ninguno era buen artista, y los directores de la empresa se la pasaron echándose miradas de disconformidad ante cada prueba. Los once primeros pasaron y al final recibieron la idéntica respuesta de que los volverían a llamar, pero con un tono tan frío que evidenciaba la falsedad de aquella promesa.

Solo quedaban dos músicos por oírse: Ben Sincire y nuestro hermano N.N.

Ben tomó su saxofón y lo tocó del mejor modo que pudo, con el carisma que siempre lo caracterizó. Tenía una mirada compradora, de esa que tienen los artistas experimentados que ya no temen al escenario, y sus cabellos dorados disimulaban su falta de ritmo y los sonidos desafinados que chillaba su instrumento.

Los hombres de traje se miraban queriendo formular alguna idea, pero aún no se les ocurría un modo de solucionar la falta de talento del apuesto Ben.

Llegó entonces el turno de Nakini, y éste sacó su saxo con total humildad, sabiendo que estaba fuera de lugar ante tanto muchacho rico.

Enseguida puso fin a una guerra de razas y clases sociales; sus notas eran perfectas. Movía las manos a una velocidad que solo aquellos que llevan el Blues en la sangre pueden alcanzar, y sus mejillas se inflaban para estallar en unas notas que llenaban el auditorio. Toco Sweet Sixteen, lo hizo de manera impecable, agregando además ráfagas de notas que llenaban cada hueco, haciendo que los oyentes se movieran en sus asientos hipnotizados por la melodía.

Nakini agradeció la oportunidad y bajó las escaleras, y desde allí, un asistente lo dirigió hasta una pequeña habitación.

Encontró a Ben en una silla y, a pesar del contraste entre sus tonos de piel, sus miradas ansiosas parecían hermanas, y las manos les temblaban a unísono por los nervios.

Minutos más tarde hicieron pasar a Nakini para hacerle una propuesta en la que grabaría varios discos. El joven firmó sin dudarlo, y en unos meses grabó cientos de canciones por una paga baja, pero que al menos le permitía vivir sin carencias.

Luego de un tiempo comenzaron a oírse sus notas por la radio, pero nadie mencionaba que era él quien tocaba el saxo; el músico aclamado era Ben Sincire, a quien le habían ofrecido un contrato por mucho más dinero y en donde decía que él haría creer a todos que era quien tocaba esas melodías con su saxo.

Ben se convirtió en una estrella y se mantuvo en la cima durante más de diez años, mientras que el contrato de N.N. terminó, quedando sin un centavo, ahogado bajo las sombras que proyectaban las placas de las cantidades de copias vendidas».


―¡Cuánta injusticia! ―dijo el cliente―. Y lo peor es que he oído varios casos similares. Te has ganado la propina. Por supuesto que me quedaré a escuchar a N.N. y a Los Calamares; quiero verificar que es quien en realidad tocó los temas que se adjudicaron a Ben Sincire. Me alegra además que Superstyle Records haya cerrado, aunque seguramente los empresarios deben haber abierto otras disqueras similares o peores.

―Espera ―dijo el cantinero―; aún no he terminado.

El cliente abrió los ojos, deseoso de escuchar el resto de la historia…


«Nakini Nusampa no volvió a grabar ninguna canción para una empresa, pero continuó tocando en su casa muchísimas horas al día para luego salir por las noches a recorrer las calles del Bronx en busca de limosnas.

Algunos se acercaron a él para pedirle que tocara en algún bar, e incluso Skinny, el guitarrista de Los Empedernidos, lo oyó tocar en el tren y le ofreció que se uniera una noche a su banda, pero N.N. rechazó la oferta. Había decidido apartarse hasta convertirse en el mejor, y solo pensaba en alcanzar un estilo único antes de regresar al escenario.

Y así fue, logró entonces unos sonidos que jamás habían sido tocados por otro saxofonista.

La compañía Superstyle Records continuaba en la búsqueda de una nueva estrella para alimentarse de su sangre, drenarla gota a gota hasta que no le quede nada, y Nakini decidió asistir a otra audición.

Había pasado mucho tiempo, y los dueños de la empresa no lo reconocieron. Además, se puso un sombrero fedora para cubrirse el rostro y mantener su anonimato.

Comenzó a tocar y otra vez eligió la canción Sweet Sixteen. Lo hizo mejor que en la primera audición en la disquera; más perfecto aún, si me permites la expresión.

Los hombres de traje comenzaron a mirarse entre sí, con la sensación de estar en medio de un déjà vu. Pero enseguida lo olvidaron cuando Nakini alcanzó una nota altísima que culminó en el estallido de un reflector.

Todos quedaron sorprendidos, pero creyeron que aquel incidente no fue más que una casualidad, y N.N. continuó tocando.

Segundos después llenó sus mejillas de aire y produjo una escala que, en su cúspide, rompió los vidrios de los cuadros conmemorativos de las bandas más famosas que habían sido descubiertas por la compañía.

Aquello era más que una coincidencia, y los empresarios aplaudieron al músico, sabiendo en el fondo que, por su estilo y raza, aquello sería todo lo que se llevaría de sus manos.

El camerunés separó el saxo de sus labios, giró la cabeza de un lado al otro haciendo tronar los huesos de su cuello, y luego tomó aire hasta llenarse los pulmones.

Todos los observaron, ansiosos por lo que parecía ser un final inolvidable.

Sweet Sixteen sonó mejor que nunca, y al final el músico apuntó con su instrumento al cielo para tocar una última nota; la última nota que se escucharía en aquel auditorio.

Silencio. Silencio absoluto. Un silencio que se apoderó de los corazones de los dueños de la compañía disquera provocándoles un vacío en sus pechos.

N.N. guardó con suma paciencia el saxo en su viejo estuche y caminó hacia las escaleras del escenario. Antes de bajar se dirigió a los empresarios para manifestar sus emociones. Habló durante varios minutos, pero a los ojos de los hombres de traje el músico no hacía otra cosa más que mover los labios sin emitir sonido alguno. Sintieron entonces un escalofrío, como aquel que siente una persona a la que le vierten líquido en el cuello.

La sensación no era vana, pues sus oídos estaban supurando, y unas perversas líneas de sangre les caían para perderse bajo los cuellos de sus camisas. Nakini no solo había hecho estallar el reflector y los vidrios de los cuadros, también logró destruir para siempre los tímpanos de los dirigentes de Superstyle Records».


El cliente quedó boquiabierto ante el final de la historia. Estuvo a punto de decir algo, pero en ese momento todos miraron hacia la puerta de entrada; Los Calamares habían llegado.

El último músico en ingresar al bar fue Nakini. Traía consigo el viejo estuche de su saxo y vestía prendas que no eran más que harapos a los ojos de la mayoría de los clientes.

La banda subió al escenario y comenzaron a tocar Sweet Sixteen. La gente los ovacionó, en especial cuando Nakini inició su solo de saxofón. Tocó de manera impecable, agregando además ráfagas de notas que llenaban cada hueco, haciendo que los oyentes se movieran en sus asientos hipnotizados por la melodía.

En cliente no tuvo dudas de que aquel era el mismo músico que había tocado las canciones que aún se escuchaban por la radio, pero que siempre habían sido adjudicadas a alguien más.

―Espero que no planee hacernos lo que les hizo a los empresarios de Superstyle Records ―dijo el cliente.

El cantinero sonrió:

―Disfruta de la música tranquilo, amigo. La que te conté no es más que una de las tantas historias que he oído en este sitio. Una leyenda quizás; una leyenda del blues.

El hombre de la barra puso entonces otro vaso con hielo, y lo llenó con whisky F&7 de etiqueta negra.



FIN



viernes, 27 de octubre de 2017

LA MANO QUE ALIMENTA






¿Y si cada lujo en tu vida no fuese más que una ilusión?
¿y si estuvieras en deuda por cada consumo desmedido?
¿morderías acaso la mano que te alimenta?



La luz blanca de la habitación se prendió a la hora de siempre. Los diez individuos despertaron, abrieron los ojos y comenzaron a dar vueltas por el lugar emitiendo sonidos guturales. Todos los días comenzaban de la misma manera para los elegidos. No se llamaban así en realidad, pero “elegido” era la única palabra que sabían pronunciar.

Desnudos, desnutridos y sin identidad; los diez carecían incluso de género y nombre. Lo único que los diferenciaba era una marca en sus cuellos.

Los elegidos buscaban a su alrededor algún resto de comida, intentando utilizar su sentido del olfato que se había vuelto inútil en aquel hedoroso lugar.

Por alguna razón caminaban apoyando sus cuatro extremidades, pudiendo andar de pie con mayor comodidad.

Chocaban entre sí, empujándose, compitiendo en aquella búsqueda infructífera dentro de una habitación vacía.

Las paredes del lugar eran grises a excepción de la parte inferior, donde estaban llenas de manchas de diferentes colores que habían dejado los elegidos con sus dedos.

A centímetros del suelo había una canilla que no podía abrirse ni cerrarse, ésta solo goteaba sin cesar sobre un desagüe. Encima de esta colgaba un cartel fuera del alcance de los diez individuos:

“Éxito”

Por supuesto, ellos no sabían leer, pero el cartel estuvo allí desde siempre, mofándose de la condición en que vivían.

En la pared de enfrente estaba el único contacto con el exterior: una puerta reforzada que tenía una luz roja en la parte superior.

La luz roja de la puerta se encendió, y los diez sujetos se quedaron inmóviles; sabían que aquella era la señal de que la puerta estaba a punto de abrirse como lo hacía cada semana.

Segundos después ingresó un nuevo individuo tan sucio como ellos. Estaba desnudo y, al igual que los demás, carecía de órganos sexuales. Caminó hasta el centro de la habitación, apoyando sus cuatro extremidades, pudiendo andar de pie con mayor comodidad.

Los diez lo olfatearon de arriba abajo, y pronto se dieron cuenta de que era como ellos; solo se les diferenciaba porque en su cuello se leía “H2”.

Minutos después se encendió la luz roja otra vez, y los sujetos se sentaron en el suelo a esperar el anuncio que se oía siempre luego de la señal. Entonces se oyó una voz por el altoparlante:

«F7 es el elegido»

Por supuesto que ellos no entendían esas palabras. Ni siquiera aquel que tenía “F7” en su cuello se había dado cuenta de que lo acaban de nombrar; pero una luz amarilla iluminó al indicado, y los demás comenzaron a gritar a coro y en tono gutural:

―¡Elegido!, ¡elegido!, ¡elegido!, …

La puerta se abrió y aquel que tenía “F7” en el cuello salió de la habitación.

Los otros individuos se quedaron dando vueltas, buscando algo que no iban a encontrar, hasta que por fin la luz roja volvió a encenderse y enseguida aparecieron diez platos rebosantes de carne cruda por la ventanilla de la puerta; uno tras otro.

Los diez saltaron encima de los platos y comenzaron a clavar sus colmillos en la carne mientras la sangre chorreaba por sus manos. Lamían sus dedos al comer, dedos de uñas lastimadas, infectas de una mugre que les decoloraba la piel.

Tal vez acabarían los platos como siempre, sin sospechar nada, o tal vez alguno de ellos notaría que en uno de los trozos aún se leía “F7”.



martes, 17 de octubre de 2017

LOS ANTEOJOS MÁGICOS





Ocultismo, nigromancia, demonología...; era uno de esos sitios donde uno siente que no será el mismo tras cruzar la puerta.

Sergio tomó aire e ingresó. El lugar estaba a oscuras, y al principio creyó que no había nadie. Luego notó que, rodeada de estantes abarrotados de pócimas y viejos libros, estaba sentada una anciana:

―Buenas tardes, Sergio ―dijo la señora―; tengo justo lo que necesitas.

―¿Cómo sabe mi nombre?

―Soy bruja ―dijo ella.

La señora se puso de pie y él pudo verla con claridad. La piel de la anciana parecía hecha de cera, de cera derretida; una piel que intentaba cubrir con escasos cabellos que se habían vuelto blancos con el correr de los inviernos.

La anciana recorrió uno de los estantes con su mano huesuda, pasando junto a varios objetos cubiertos de polvo, hasta que tomó unos anteojos.

―Con estos anteojos mágicos tu éxito con el sexo opuesto será superior al que podrías imaginar. Pronto te verás rodeado de mujeres hermosas.

Sergio no creyó que aquello fuera cierto, pero pensó que no perdía nada por probar, además ella no le pidió mucho dinero por el artefacto.

―Una cosa más ―continuó la vendedora―: jamás te los saques frente a las mujeres que conquistas, o las perderás de manera inmediata.

Al llegar a su casa se probó los anteojos frente al espejo y se vio diferente. No solo parecía más inteligente, su rostro era más bello e incluso se veía más musculoso. Salió entonces a la calle con la intención de devorarse al mundo.

Miró a cada mujer que pasaba, y ellas lo miraban de vuelta; las saludaba, y ellas lo saludaban; Sergio estaba en el centro del universo. De pronto vio a una muchacha que llamó en verdad su atención...

Una joven pelirroja miraba la vidriera de un negocio y giraba la cabeza con disimulo para observarlo. Sergio se perdió en su figura y a ella se le escapó una sonrisa. Fueron los labios más bellos que él había visto. La joven bajó la mirada con timidez, pero enseguida la levantó mientras él se le acercaba.

―¿Te conozco? ―preguntó la joven.

Sergio hizo el chiste tonto de que era probable que lo estuviera confundiendo con un actor de cine, y pronto la conversación fluyó llena de risas. Minutos más tarde la invitó a tomar un café con total naturalidad.

Al día siguiente volverían a verse, y Sergio se preparó frente al espejo para la cita. Se preparó como cualquier día, con la excepción de que se colocó, con sumo cuidado, sus anteojos nuevos.

Cenaron, bailaron y caminaron por el parque; y no hubo un instante en el que él se quitara su accesorio mágico. Cuando se hizo tarde, la invitó a pasar la noche en su departamento.

Sergio se sacó toda la ropa, pero aun así se dejó las gafas.

―No te molesta que me deje los anteojos puestos, ¿verdad?

―Para nada ―dijo ella―; me encanta cómo te quedan.

Sergio tuvo el mejor sexo de su vida; jamás había estado con una mujer comparable en sus aptitudes amatorias. Ni siquiera sus mejores amantes, aquellas a las que consideraba pesos pesados en conocimientos anatómicos, habrían sido rivales para aquella muchacha.

A la mañana siguiente la despertó con una taza de café en cada mano.

Durante el desayuno no se sacaron la mirada de encima, y de pronto ella tomó coraje para decirle lo que ya era evidente:

―Sé que todo ha pasado demasiado rápido, pero creo que este es el inicio de algo especial.

Entonces él ya no pudo seguir guardando el secreto:

―Siento lo mismo, y es por eso que debo dejar de ocultarte quien soy.

Sergio cerró los ojos y se quitó los lentes. Al abrirlos vio nublado, hasta que poco a poco volvió a ver con claridad el rostro de su amante. Su piel parecía hecha de cera, de cera derretida; una piel que intentaba cubrir con escasos cabellos que se habían vuelto blancos con el correr de los inviernos.



viernes, 22 de septiembre de 2017

CORRUPTO




El amanecer me encontró con los ojos abiertos; hacía mucho tiempo que no dormía. Un viento cálido avivó la putrefacción que me rodeaba, pero yo ya no olía nada.

No tenía hambre, comía para saciar una ansiedad que se había convertido en una oquedad insondable. Comía y vomitaba, y otra vez comía lo que acababa de vomitar. Así, cada día estaba más ligero, y me convertí en una marioneta de alambre llena de miedos.

Oí un ruido a mi lado; era el ataúd de mi dueño. El susto hizo que intentara alejarme, pero entonces la cadena sujeta a mi tobillo me recordó que estaba allí para siempre.

Algo escaló mi garganta provocándome una convulsión. Era sangre; un coágulo negro que se había pegado a las paredes de mi laringe. Escupí el coágulo en mis manos, que temblaban, descamadas hasta el punto en que las uñas comenzaban a desprenderse de mis dedos.

El sol iluminó la cadena que, aun oxidada, se reflejó en mi mirada cegándome un instante. Al recuperar la vista miré el grillete en mi tobillo y me di cuenta de que ya no estaba ajustado; el peso que había perdido hizo que me quedara suelto, y comencé entonces a liberarme.

El metal desgarró la piel de mi tobillo y hasta un trozo del hueso de mi talón, pero yo no sentía dolor físico. Por fin pude pasar el grillete a través mi pie, y fui libre.

Ya no estaba encadenado, pero en el fondo sabía que no podría alejarme de allí; aún sentía que todo lo malo que me había pasado era por mi culpa, y que continuaba siendo esclavo del ser que descansaba en el ataúd.

Miré alrededor y encontré un trozo de madera. No habría tenido la fuerza necesaria para partirlo al medio, pero estaba en tal estado de descomposición que me fue fácil quebrarlo, dejando en una de las mitades una punta con filo.

La tapa del ataúd era imposible de levantar para alguien en mi patético estado, por lo que debí golpear para que él lo hiciera; y entonces la abrió:

―¿Qué quieres, esperpento?, ¿no ves que es de día?

―Esto se ha terminado ―le dije.

Me miró con un leve aire de sorpresa, no como si le importara, sino más bien anonadado de que con mi voz, cada día más débil, pudiera emitir palabras que no respondieran a algo que él había preguntado.

―¡Esto se ha terminado! ―dije en tono más fuerte.

―Te oí la primera vez, esperpento ―dijo él―. Vuelve a tu rincón y déjame seguir durmiendo entonces.

―No…, no entendiste. Esto se ha terminado… ¡para ti!

Levanté la estaca y la clavé con todas mis fuerzas en el centro de su pecho, y él emitió un grito de dolor que hizo eco en cada rincón del castillo.

En un instante, el ser que me dominaba había perdido todo su poder:

―¡Espera! ―dijo―. No me mates. Quítame la estaca, por favor. No fue mi intención esclavizarte; no lo pude evitar; es por culpa de mi alma.

El nudo en mi pecho se desató, y una paz interior me acogió como una madre. Necesitaba oír esas palabras, oírlas de su parte, y dejar de sentirme como el único culpable de mis desgracias.

―Lo lamento ―continuó―. Mi alma está viciada, corrupta; infecta de enfermedades que no tienen cura. Por eso preciso alimentarme de tu sangre, drenarte gota a gota, hasta que no te quede nada.

Sujeté la estaca y la retorcí sobre la herida, y pronto soltó un último aliento. Su rostro no cambió; mantuvo el gesto de difunto que tuvo siempre.

Sonreí luego de mucho tiempo; los labios me dolieron al hacerlo, a falta de costumbre. Me alejé del cadáver y subí las escaleras, que se volvieron menos húmedas con cada escalón.

Llegué a un salón lleno de lujos, y logré abrir el portón a pesar de su tamaño; había comenzado a recuperar mis fuerzas.

Corrí por un bosque entre hermosas criaturas que me miraban cada vez vemos asustadas. Al principio las aves se alejaban ante mis pasos, luego mi respiración dejó de oírse como la de un engendro del averno y me sentí parte de la belleza que me rodeaba.

Pronto comencé a caminar mejor, a pararme más erguido, y hasta disfruté del aroma de las flores.

Llegué de pronto al final del bosque, y me quedé escondido entre las plantas para observar un pequeño poblado. El sitio me recordó al lugar en donde yo había nacido, y por un momento sospeché que se trataba del mismo pueblo.

Miré la gente pasar; personas llenas de vida. Me habría gustado estar con ellas para compartir su alegría, quererlas y que me quieran, pero existe un problema: mi alma ahora está viciada, corrupta; infecta de enfermedades que no tienen cura. Por eso preciso alimentarme de la sangre de alguien más, drenarlo gota a gota, hasta que no le quede nada.



lunes, 11 de septiembre de 2017

GÚLNAROK




Escrito con la colaboración de C.G.Demian



Me encanta la oscuridad, pues amplía mi visión.
La luz tiende a cegarnos, sin dejarnos ver lo obvio.



I


Hubo un tiempo en que hubo paz para Gabriel, una luz en su presente y proyectos en su futuro; pero poco a poco El Gúlnarok tomó el control.

La primera vez que apareció fue en el verano del sesenta y tres, cuando tenía siete años de edad. Su tía Angélica, prima de su madre, fue a visitar a su familia luego de años sin verse. Su madre habría querido sorprender con una onerosa vajilla a la mujer de traje color rosado y sombrero con plumas, pero por no tener ni dos platos iguales, sirvió la cena en la cocina y luego llevo los platos llenos a la mesa.

Angélica se había casado con un hombre rico que vivía en el campo,de todas maneras, no era necesario tener demasiado dinero para parecer rico frente a la miseria en la que vivía la familia de Gabriel.

Durante la comida, ella habló sobre una venta y un juicio. Nadie en la mesa comprendió;no supo explicarse; la verdad es que solo había ido a la ciudad a comprar ropa y accesorios.

La madre de Gabriel ya no soportaba a su prima, quizás porque ella no se había casado con un hombre rico, y apenas Angélica se levantó para ir al baño, lo dijo sin vueltas:

―Cuando éramos jóvenes, mi prima no tenía ni qué ponerse; más de una vez le di ropa usada mía sin que me diera las gracias. De todas maneras, sigue teniendo mal gusto.

La madre de Gabriel solía usar pañuelos en la cabeza y un delantal lleno de huellas dactilares de harina; así y todo, sonaba como una experta a la hora de juzgar a los demás.

Por la noche, el joven se levantó y se cruzó con Angélica. Hablaron durante horas en la cocina. La mujer le contó que su casa era muy grande y estaba en medio del campo. Le dijo que tenía muchos animales y que sus primos, a quienes él no conocía, eran gemelos y tenían dos años más que él. Se quedaron hablando hasta muy tarde y a la mañana siguiente el niño solo pensaba en ir a conocer su hogar.

Al día siguiente la tía propuso llevar al pequeño a pasar el verano con ella; y ese fue uno de los momentos más felices de su vida.

No pudiendo ir de vacaciones a ningún lado, para los padres fue un alivio que él pasara el receso escolar con sus tíos.

Días después partieron juntos en tren; ella, tan elegante como siempre; él, no tanto.

Compraron boletos de primera clase y Gabriel no podía controlar su excitación. Recorrió el tren completo con la mirada, la gente le sonreía al pasar en respuesta a la alegría que le desbordaba.

Al principio el tren estaba lleno, luego de un rato se fue vaciando a la vez que lo hacía el exterior. Las edificaciones comenzaron a escasear hasta que llegó un punto en el que no había más que campo a su alrededor, y Gabriel y su tía quedaron solos en el vagón junto con un hombre barbudo que los miraba desde lejos.

El niño se quedó dormido en el regazo de Angélica; había pasado la noche anterior sin dormir debido al entusiasmo. Cuando llegaron a la estación ella lo despertó abriendo un poco la persiana del tren para que entrara la luz y moviéndolo con el hombro con suavidad. La luz iluminó su rostro a la vez que escuchó la delicada voz de su tía:

―Despierta, Gabi; hemos llegado.


II


En la estación tomaron un taxi hasta la casa, y Gabriel quedó impactado ante la enorme arboleda que se puso frente a él. Un aroma campestre llenó sus pulmones. Acostumbrado a la vida citadina llena de contaminación y comida frita, el niño comenzó a toser; pero pronto respiró con normalidad.

Corriendo hacia él llegaron dos muchachos pelirrojos con el rostro lleno de pecas; eran sus primos. Eran idénticos, y Gabriel se sintió aún más extraño cuando comenzaron a inspeccionarlo de arriba abajo. Sus narices respingadas le dieron la sensación de unos cerdos oliéndolo con desprecio. No estaba errado; pronto los gemelos, aburridos de torturar a sus patos, conejos y vacas, lo convirtieron en su nueva víctima.

Una tarde, cuando estaba oscureciendo, los tres jóvenes fueron a un cobertizo en desuso:

―Aquí es donde mi papá esconde su gran secreto ―dijo uno de los gemelos.

El lugar tenía unas paredes de ladrillo llena de agujeros, un techo de chapa oxidada, y un piso de cemento cubierto de tierra. Estaba repleto de maquinaria de campo antigua y cajones de madera.

―¿Aquí? ―preguntó Gabriel―, pero si está todo sucio…

―Aquí no, idiota ―dijo el otro gemelo―; debajo.

Los hermanos se pararon junto a una compuerta sobre el suelo y la abrieron. No se podía ver nada, pero Gabriel tuvo la sensación de que el subsuelo era gigantesco, e imaginó que todo un mundo de cosas cabría allí.

―¿Y cuál es el secreto?

―Bajemos y lo verás. Tú baja primero, Gabriel.

El niño se quedó pensativo en el lugar.

―¿Acaso tienes miedo? Yo sabía que eras un maricón.

―¡No es cierto! ―dijo Gabriel. Y bajó las escaleras.

Luego de descender, los gemelos cerraron la puerta dejándolo en una oscuridad absoluta. Gabriel subió de nuevo las escaleras y golpeó la puerta en la que se habían parado los dos muchachos. Gritó y sollozó, pero los gemelos pelirrojos no hacían más que reírse de su pequeño primo; y entonces el Gúlnarok apareció.

Dicen que la oscuridad es la ausencia de luz, pero en aquel sótano, la luz se convirtió en ausencia de oscuridad. Todo comenzó a iluminarse, como si algo barriera las tinieblas de las paredes, del suelo y del techo. Gabriel vio que en un rincón se acumulaba toda la negrura a su alrededor. Un ser alargado y de muchas extremidades comenzó a rodear al niño que temblaba enmudecido.

―¡Oye! ―gritó uno de los gemelos― ¿Qué pasa que no hablas?, ¿las ratas te comieron la lengua?

―¡Eres tan maricón que ya ni te defiendes! ―dijo el otro muchacho.

Gabriel no contestaba.

―¿Se habrá muerto asfixiado?

―No, estúpido, tiene mucho aire ahí dentro.

―Eso dijiste cuando matamos a la gallina, bobo.

―Pero a la gallina la dejamos un día entero, además el baúl es mucho más chico que el sótano.

―Pero Gabriel es mucho más grande que la gallina. Además, no sabemos cuánto tardó la gallina en morir, quizás murió a los pocos minutos…

Un ruido interrumpió la conversación de los gemelos.

―¿Qué fue eso?, ¿le abrimos?

No hubo necesidad de hacerlo, algo levantó la puerta del sótano rompiendo la traba y tirando a los dos hermanos hacia atrás. Pronto las tinieblas llenaron el cobertizo y los gritos de los muchachos pelirrojos se escucharon en el vacío del campo. Al día siguiente Gabriel estaba de regreso en su casa y jamás volvió a saber nada sobre su tía.


III


Su madre debió ir a buscar al niño y casi no hablaron durante el trayecto en tren. Pero en un momento, justo cuando el vagón estaba lleno, ella no lo soportó:

―¡Me has avergonzado, Gabriel! Golpear de ese modo a esos pobres niños.

―Ellos me maltrataron desde el primer día, además son más grandes que yo, te juro que yo no fui.

―Pues Angélica dijo que fuiste tú.

―Es que no le expliqué porque no me iba a entender. Fue algo que había en el sótano, no sé bien cómo sucedió.

―Pues yo sí lo sé, sucede que no volverás a ir allí jamás.

El niño miró a su alrededor; algunos pasajeros se habían volteado con disimulo para verlos, por lo que prefirió guardar el secreto. Debía aceptar los hechos; había lastimado a sus dos primos, aunque lo hizo con ayuda de aquella sombra que vio cuando estaba encerrado.

Días después, justo cuando estaba comenzando a olvidar al ser que conoció en el sótano, volvió a encontrarlo; esa vez, en un sueño:

«¡Esos malditos! Lo hemos hecho bien, pero habrá otros; este es un mundo oscuro plagado de enemigos. Pero no debes preocuparte, el Gúlnarok está aquí. El Gúlnarok está en tu interior, y saldrá a la luz cuando lo necesites».

Gabriel despertó agitado y empapado en sudor. Pensó que su mente le había jugado una broma, esa horrenda voz que le habló no tenía rostro, no tenía forma. En su sueño solo se vio a sí mismo envuelto en una oscura humareda, pero desde un principio supo que era la misma criatura que vio en el sótano la que le habló.

La noche siguiente, al acostarse, no logró conciliar el sueño con facilidad. Cada vez que estaba a punto de dormirse sentía que las sombras de la habitación se acercaban a su cama, como si decenas de largas patas arácnidas bajaran desde el techo, sorteando las paredes y los muebles, hasta arrastrarse por el suelo. Tras prender la lámpara de su mesa de luz, pudo descansar unas pocas horas.

Los años pasaron y Gabriel no volvió a tener noticias del Gúlnarok, claro que dormía con la luz prendida y evitaba quedarse a oscuras. Sus costumbres lo alejaron de ciertas actividades sociales como ir al cine o quedarse hasta tarde en la casa de un compañero de escuela, y así Gabriel se convirtió en un joven tímido y solitario.

En una oportunidad, su maestra dio para leer un libro de cuentos de terror de varios autores. El joven intentó leerlos, pero cada situación lo envolvía, era demasiado para él. Comenzó con un cuento de Lovecraft que dejó a la mitad porque no soportó la densidad de la atmósfera, quiso seguir con uno de Poe, pero pronto comenzó a sentir las mismas fobias del protagonista. Días después no había terminado ni un solo relato y ya había llegado el momento de la lección:

―A ver, Joaquín, dime tu opinión sobre el libro. ¿Has leído algún cuento?

Joaquín se puso de pie y comenzó a revolear los ojos esperando que algún compañero le proporcionara un dato útil.

―Leí uno sobre… un monstruo… ―dijo mientras ojeaba el libro―. No recuerdo el nombre.

―¿Acaso leíste La llamada de Cthulhu?

―Ese leí; sí.

―Dinos de qué se trata –dijo la maestra.

―Es sobre un llamado telefónico… Aquel que lo recibe, se muere.

―Siéntate, Joaquín ―dijo la maestra mientras anotaba otro desaprobado en la libreta del joven―. Dime tú, Gabi, ¿qué cuentos has leído?

Gabi se puso de pie y comenzó a temblar. Era un excelente alumno, y aquella había sido la primera vez que no había terminado una tarea escolar.

―No leí ninguno. Es que…, no sé…, no los pude terminar.

Joaquín comenzó a reír:

―¡Seguro que le dieron miedo!

Gabriel se ruborizó. Era cierto, le habían dado miedo. En cada acción vil que leía se veía así mismo realizándola, cada monstruo en las historias no era más que una máscara distinta para un mismo Gúlnarok.

La maestra perdonó al joven por su falta de lectura.De todas maneras, no era eso lo que preocupaba a Gabriel; él se quedó pensando en qué haría el Gúlnarok ante la risa burlona de Joaquín.

Durante el recreo, Gabriel observó a Joaquín desde lejos, sentado bajo una palmera. Cuando lo vio dirigirse al baño, lo siguió. Allí se puso detrás de él, y las sombras del lugar comenzaron a acercarse. Cuando Joaquín se dio la vuelta, todas las lámparas del baño explotaron a la vez.

No se veía nada, solo una pequeña silueta que comenzó a crecer con proporciones inhumanas

―Me encanta la oscuridad ―dijo la silueta―, pues amplía mi visión. La luz tiende a cegarnos, sin dejarnos ver lo obvio.

Un golpe en el rostro dejó inconsciente a Joaquín. Lo encontraron horas más tarde, pero jamás se atrevió a explicar lo ocurrido. El informe dice que fue un caso de presión ocular. Gabriel no tuvo más dificultades en leer libros a partir de entonces. Joaquín tampoco, con la excepción de que el siguiente libro que leyó estaba escrito en braille.


IV


Una leyenda negra sobre el Gúlnarok se fue extendiendo, primero por el colegio y más tarde por toda la ciudad. Se hablaba de una sombra maligna que perseguía a un niño y que traía la muerte con ella. Era común descubrir a niños agazapados tras un pupitre, tiritando como hojas azotadas por el viento. Cuando eran descubiertos por algún profesor, el alumno solo conseguía responder entre balbuceos que había visto a la sombra negra como la boca de un lobo. Los adultos no les creían, pensaban que los niños habían dejado volar su imaginación abonada por el miedo y la oscuridad. Se habían asustado por el movimiento de una cortina o por el balancear de una lámpara de techo, pero si realmente hubieran encontrado a la sombra ya no estarían con vida.

Luego los mayores comenzaron a creerles. Algunos muchachos aparecieron con los ojos reventados, aplastados con sus propios pulgares. Otros no tuvieron tanta suerte, y sus cabezas fueron enterradas en un agujero excavado en el suelo con una fuerza sobrehumana y posteriormente rellenado, dejando a los niños sin aire que respirar. La oscuridad tenía muchos modos de matar, después de todo. De camino al colegio, Juan Ciechi, un alumno de tercero, atravesó la avenida más concurrida de la ciudad en hora punta, con un trapo cubriéndole los ojos. Alguien le había pegado el trapo con una especie de resina para que no pudiera arrancárselo.

Las muertes se sucedieron una tras otra, hasta la llegada del solsticio de invierno. La noche más larga del año trajo consigo un miedo cerval a la ciudad. Gabriel, más fuerte que nunca, recorrió las calles sembrando la destrucción envuelto por aquella oscuridad duradera.

Un grupo de adolescentes, creyéndose todavía inmortales a esa edad, decidieron enfrentarse a Gabriel y al Gúlnarok, pero no tardaron en descubrir que su inmortalidad era tan solo una máscara para el miedo. A uno de ellos le arrancó los ojos con unos ganchos para carne. El segundo murió con una capucha en su cabeza, degollado como si se tratase de una reedición de la revolución francesa. El tercero parecía haber sido rociado con ácido en la cara. Él mismo saltó desde un puente mientras corría sin visión como un pollo sin cabeza por el asfalto. Solo el cuarto consiguió huir, pero lo hizo cuando ya había perdido su ojo derecho, atravesado por un dardo.

El superviviente consiguió llegar hasta un bar donde había mucha gente reunida frente al televisor. Llegó gritando con el ojo todavía colgando delante de su nariz. La concurrencia lo miró horrorizado. Su cara, teñida de sangre, le daba el aspecto de un demonio salido de las entrañas de la tierra. Una mujer se desmayó al no poder soportar el horror mientras el niño contaba su terrible historia.

Se organizaron partidas de caza. Nadie estaba seguro de lo que iban buscando, pero todos tenían la certeza de que lo reconocerían en cuanto lo vieran. La búsqueda no tuvo que prolongarse demasiado, pues a media noche Gabriel se sentía tan fuerte como un dios, y fue voluntariamente al encuentro de aquellos pusilánimes que habían decidido enfrentarlo.

Ninguno de los cazadores había imaginado que tendría que combatir con un niño; tal vez un compañero de su hijo. Sintieron miedo al pensar que sus vástagos habían estado tan expuestos a la muerte, sin que ellos hubieran podido imaginarlo. Aquello los llenó de odio, y con una mirada cómplice y furtiva se pusieron de acuerdo para acabar con aquella criatura del averno.

Gabriel y su fiel Gúlnarok comenzaron tomando ventaja. Un par de hombres se dispararon en la cara a sí mismos nada más comenzar el altercado. Al ver aquello, otros tantos huyeron calle abajo pensando que así podrían evitar la ira del señor de la Oscuridad. Cambiaron de idea cuando un cable de acero les seccionó la cabeza. Estaba tendido entre los dos extremos de un callejón, pero la oscuridad les impidió verlo.

―Relatos Oscuros ―dijo Gabriel―, así son nuestros Relatos Oscuros ―lo dijo con una voz tan grave que parecía imposible que perteneciera a un niño.

Una risa macabra que no provenía de ninguna parte siguió a las palabras del muchacho. Los adultos se sentían impotentes ante su poder, y el miedo les hizo encoger. Uno tras otro fueron cayendo sin visión y sin vida al frío asfalto tan negro como el reino de las tinieblas. Parecía que la ciudad entera iba a sucumbir ante el empuje de aquel monstruo y su sombra.

Entonces ocurrió lo inesperado. Más tarde, muchos se atribuyeron la hazaña, pero lo cierto es que fue Hipólito López quien encendió las luces de su Ford Mondeo y privó al Gúlnarok de su poder. Al ver como la luz lo afectaba, los policías que estaban allí lo iluminaron con sus linternas, hasta que el engendro desapareció dejando que Gabriel enfrentara solo a un ejército de adultos armados hasta los dientes.

El muchacho comprendió que no tenía ninguna oportunidad y cayó de rodillas, rindiéndose sin condiciones. Varios hombres se le echaron encima y lo encadenaron de pies y manos, terminando así lo que más tarde sería conocida como La Noche Oscura.


V


Gabriel estuvo años a cargo de diferentes doctores que no hacían más que sedarlo cada vez que se comportaba de manera extraña. Las medicinas para la esquizofrenia lo mantenían en un estado de paz que él llegó a apreciar, pero no lograron matar al Gúlnarok.

Luego de la cantidad de asesinatos, jamás lo dejarían libre, pero la verdad es que él tampoco quería salir de aquel hospital; sabía que allí era el único sitio en donde podía tener a la bestia bajo control.

Luego de varios tratamientos, los psiquiatras lograron una forma de neutralizar la oscura personalidad de Gabriel sin necesidad de darle tantos medicamentos: lo internaron en una habitación solitaria iluminada con diez lámparas de luz clara.

Su acolchada habitación no tenía un centímetro de sombra, y el Gúlnarok durmió por años.

Gabriel se pasaba el día leyendo poesía e historias románticas, de hecho, leía cualquier cosa que no tuviera el más mínimo resquicio de terror entre sus líneas. No quería brindarle a la monstruosa criatura ningún incentivo para que volviera a emerger. Pero fue solo cuestión de tiempo para que tanta energía latente estallase de una vez.

Una noche, dos enfermeros se acercaron por el pasillo:

―Esta noche le daré una lección a ese loquito ―dijo el más corpulento.

Había pedido el traslado hacía mucho tiempo, esperando la oportunidad de vengar la muerte de su hermano en el último acto violento de Gabriel. Y esperó una noche de fin de semana largo en la que el hospital estaba con muy poco personal.

El enorme enfermero abrió la ventanilla de la celda de Gabriel y se asomó:

―Hola, enfermito. Tú asesinaste a mi hermano en La Noche Oscura. Lo encontraron con una capucha en la cabeza, degollado. Eres un torturador y un asesino. Yo te quitaré lo loco a golpes.

Gabriel seguía sentado en el suelo en un rincón, con la cabeza baja, leyendo como si nada hubiese ocurrido.

El enfermero sacó un bastón de su cintura e ingresó a la habitación. Pronto debió cubrirse el rostro con la mano porque la luz lo estaba cegando.

―¿Por qué hay tanta luz acá? ―gritó el enfermero obeso― ¿Puedes apagar algunas?

El más pequeño de los enfermeros salió de nuevo al pasillo y bajó cinco perillas; apagando todas las luces en el interior de la habitación. Varias sombras comenzaron a danzar en el suelo, rodeando a Gabriel, y de pronto éste alzó la mirada:

―Me encanta la oscuridad… ―dijo al fin.



FIN