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CAPÍTULO 2
Oscar se quedó contemplando la puerta durante unos segundos. Era maciza, sin grabados, y parecía ser de una antigüedad insondable. No tenía perilla, y debió sacar la de la puerta del dormitorio para poder abrirla. Forzó un poco la oxidada cerradura hasta que por fin logró entrar.
Del otro lado de la puerta había una pequeña habitación a oscuras. Ingresó despacio, y de pronto cuatro velas se encendieron solas, una en cada esquina. Oscar pudo ver entonces que, en el medio de la habitación, había un pedestal, y sobre él, había un libro.
Miró hacia todos lados, incrédulo de lo que estaba sucediendo. Luego se acercó con pasos lentos, mientras las sombras provocadas por el fuego de las velas dibujaban grotescas figuras en las paredes. Se acercó al texto, y sopló con fuerza para eliminar el polvo que había sobre la tapa. Imaginó que leería algún nombre, pero la tapa era de cuero liso. Lo abrió, y un fuerte hedor se desprendió de sus hojas amarillas.
El tomo estaba escrito con pluma, y lo adornaban enigmáticas imágenes pintadas a mano. Oscar volvió a la primera página y leyó la siguiente frase:
«El pasado nos acompaña a todos lados. No necesitamos pensar en él ni guardar recuerdos materiales. Siempre formará parte de nosotros, incluso cuando ya lo hayamos olvidado».
Siguió abriendo páginas al azar y vio que el tomo hablaba sobre el tiempo y los recuerdos, hasta que de pronto halló un bestiario de criaturas mitológicas, con dibujos demoníacos que parecían ser del medioevo.
Casi sobre el final del libro encontró un capítulo llamado “Días del pasado”. Hablaba también del tiempo y de los recuerdos, pero nombraba un encantamiento para poder viajar y revivir ciertos momentos:
«En un lugar cerrado, oculto y solitario, sujetando este libro puedes viajar en el tiempo. Podrás revivir cualquier día del pasado, mas días del futuro irás perdiendo».
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo mientras avanzaba en la lectura:
«Cuando revivas el día no podrás cambiar lo sucedido, volverás a tu vida tal y como era, pues el pasado ya está escrito».
Aquella frase no le gustó en absoluto, puesto que le habría querido cambiar algunas cosas que evitaran que su vida fuese la que era, pero la idea de revivir ciertas experiencias lo seguía entusiasmando:
«La cantidad de días perdidos aumenta en forma exponencial. Así, para el primer viaje, perderás solo uno. Para el segundo, un par, y cuatro para el tercero. Para un cuarto y para un quinto, ocho y luego dieciséis, y así hasta que te quedes sin más días que perder».
Oscar, que habría dado cualquier cosa por revivir algunos momentos de su juventud, consideró que perder un día de su presente era un costo demasiado bajo. De hecho, había días en los que habría preferido no vivir y con gusto habría dejado que siguieran de largo.
Era domingo, llegando a la medianoche, y los lunes de oficina parametrizando divergencias le resultaban insoportables. Se imaginaba allí, metido en un pequeño cubículo durante ocho horas, mirando el reloj no menos de doscientas veces. Pensó entonces que perder un día como aquel a cambio de revivir algún momento de gloria era una situación de doble ganancia. El libro ya lo había conquistado:
«El tiempo es un continuo sin fin ni comienzo, el hombre pone fechas intentando contenerlo. Piensa un día y di lo que sientas, el libro te llevará a ese preciso momento».
Y así fue. Oscar apoyó las manos en el antiguo tomo y, con un poco de escepticismo, nombró aquel día soleado, treinta y cinco años atrás, cuando se jugaba la final de fútbol.
Pronto las amarillentas hojas del libro comenzaron a moverse a toda velocidad, hacia adelante y hacia atrás. Un instante después Oscar había desaparecido de la habitación.
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