domingo, 31 de enero de 2016

SIETE ALMAS





El viejo Russell comenzaba a impacientarse, estaba a la cabecera de la gran mesa de madera esperando a que llegara el séptimo hombre del equipo. La reunión era en su cabaña, ubicada en las afueras de la ciudad.

El anciano elevó el rostro y se pasó la mano por su tupida barba gris. Luego se sacó el reloj del bolsillo y vio que ya habían pasado treinta minutos desde la hora acordada. Por fin alguien abrió la puerta:

―Llegas tarde ―dijo Russell.

Billy entró cabizbajo, como siempre; muy cansado, también como siempre. Sentó su desgarbado cuerpo junto a los demás y ni siquiera se molestó en saludar.

―Bueno, señores… ―dijo Russell―; como ya saben, los he reunido para que mañana partamos en busca del Wingakaw. Nos quedaremos una noche en el bosque y al regresar les daré el dinero que les prometí. Si logramos cazarlo, vivo o muerto, les duplicaré la paga.

Los seis hombres se miraron satisfechos; la paga ya era buena de por sí, y duplicada sería más dinero que el que cualquiera de ellos hubiese visto jamás. Confiaban en él; el anciano tenía más que suficiente para pagarles pues había sido afortunado durante la fiebre del oro.

La cabaña parecía ser la de un cazador experimentado. Las paredes estaban adornadas con animales disecados. Allí había una cabeza de jabalí, una de jaguar y, por supuesto, una enorme cabeza de alce sobre la chimenea. Una esquina estaba ocupada por un oso grizzly de cuerpo completo en posición de ataque. En diagonal a éste había un marco con un espacio vacío, justo encima de una placa dorada en la que podía leerse la palabra «Wingakaw».

Los contratados esperaron más información de cómo sería la cacería, pero el anciano se fue a dormir a la habitación sin decir mucho más. Antes de acostarse les dio unas pocas sábanas y almohadones que no alcanzarían para los seis:

―Es todo lo que tengo ―dijo―. Arréglensela como puedan; esto no es un hotel.

Pronto los hermanos Pommer comenzaron a pelear por una sábana. Empezaron a tironearse de sus enormes orejas el uno al otro mientras forcejeaban por el lienzo como si fuese invaluable. Finalmente la tela se rompió al medio. Cada uno de ellos se quedó con su mitad y ambos rieron mostrando sus dentaduras escasas y amarillas. Los Pommer eran hermanos mellizos, y sus padres también habían sido hermanos.

―¿Qué crees tú que es ese tal Winkaman? ―preguntó el más tonto de los dos.

―Me suena a que es un pájaro ―dijo el más feo de los dos.

―¡Se llama Wingakaw, idiotas! ―dijo Ringo, un enorme cazador experto―. Algunos dicen que es una especie de monstruo; para mí que no es más que un oso, tal vez algo más grande que lo normal. De todas maneras no tendré ningún problema con él; soy el mejor cazador de osos que existe.

Un joven kiokee llamado Ojo de Águila se irguió en su silla y estuvo a punto de hablar. Su tribu veneraba al Wingakaw desde tiempos inmemoriales, y no le gustó que llamaran monstruo a la deidad ni que la confundieran con un oso. No obstante, permaneció callado.

―¿Y tú qué estás mirando, piel roja? ―preguntó Ringo.

El joven nativo bajó la mirada.

Ringo acomodó la punta de su bigote rubio con los dedos mientras amenazaba a todos con sus ojos penetrantes, luego se sacó el sombrero y lo lanzó al sillón, indicando que él dormiría allí aquella noche. Nadie se animó a contradecirlo en lo del sillón ni en lo que dijo sobre el Wingakaw; no tenía sentido discutir por esas cosas, además Ringo media más de dos metros.

Los hombres se acostaron y no volvieron a mencionar el motivo de la reunión. Estuvieron un rato sin poder dormir, no porque les preocupara lo que les esperaba en el medio del bosque, sino debido a los fuertes ronquidos del delgado Billy.

A la mañana siguiente los cazadores fueron llamados a la mesa. El más obeso de los contratados era cocinero y, aunque se dedicó más a comer que a preparar la comida, sirvió unos deliciosos huevos rancheros.

Entre medio de groserías y ruidos de baja educación, los contratados desayunaron. La mesa quedó toda sucia; toda a excepción de los cubiertos, ya que la mayoría comió con las manos. Luego, con los estómagos llenos, los hombres comenzaron a preocuparse de nuevo por el Wingakaw:

―Yo escuché que los kiokees lo veneran como un dios ―dijo Billy―, ¿es cierto eso?

Los cinco giraron sus cabezas hacia el joven Ojo de Águila, pero antes de que éste pudiera decir algo, Russell salió de su habitación y los interrumpió:

―Es hora de partir ―dijo―; no les pago por conversar.

Partieron a pie, caminando en fila con el viejo Russell a la cabeza, y poco a poco fueron adentrándose en lo más profundo del bosque. Las despiadadas secuoyas hacían ver diminutos a los cazadores, y los búhos y las serpientes los miraban como quien mira a un condenado a muerte dirigiéndose a la horca.

El obeso cocinero comenzó a mostrar sus inseguridades a medida que avanzaban, y también a medida que se le iban acabando los caramelos de arándano:

―¿Qué haremos si ese Wingakaw resulta ser en verdad un monstruo?

―Correremos –dijo Billy.

―Es fácil para ti decirlo; eres delgado. Yo corro muy despacio.

―Yo también, pero al momento en que el Wingakaw haya terminado de devorarte, estaré a varias millas de distancia.

Todos rieron; todos excepto Russell, quien seguía a paso firme al frente del grupo.

Llegaron a un pequeño claro de suelo plano, ideal para asentar campamento. Los hermanos Pommer fueron en busca de ramas para hacer una fogata mientras los demás armaban las tiendas. Todos trabajaron para tener el campamento listo antes de que oscureciera; todos excepto Billy, quien fingió estar clavando un poste en el suelo y, cuando nadie lo vio, fue a esconderse detrás de un árbol para descansar.

Armaron tres tiendas. El viejo Russell fue a dormir a la más grande. Fue el primero en acostarse, mientras los demás se quedaron sentados alrededor de la fogata.

El cocinero sacó seis latas de frijoles ante la mirada hambrienta de sus compañeros:

―¿Qué están mirando? ―dijo―. Estas son para mí.

Los seis rieron.

Abrieron las latas y las pusieron cerca del fuego. La noche estaba fresca y las estrellas dibujaban constelaciones nítidas sobre el cielo. Incluso Ringo dejó a un lado su actitud y esbozó una sonrisa mientras bebía de su petaca llena de Whisky mezclado con pimienta y aguarrás. De pronto un ruido puso fin al buen ambiente que se había creado. Imposible determinar de qué se trataba, alrededor del campamento no se podía ver nada; los árboles junto con los arbustos formaban una cortina negra tras la cual podrían pasearse espíritus y monstruos con total impunidad. Se hizo un silencio, y los hombres cruzaron miradas hasta que el más tonto de los mellizos Pommer intentó reanudar la conversación:

―¿Cómo haremos para encontrar al Winkaman?

Ojo de Águila decidió dar algo más de la información que había guardado hasta entonces:

―El Wingakaw aparecerá pronto. El hecho de que lo nombremos lo hará manifestarse. A él, al igual que a todos los dioses, le gusta que le teman y lo veneren.

―¿Un dios? ―preguntó Ringo― ¿De qué hablas, idiota?

―Un dios… o un demonio ―dijo el nativo americano―, como usted prefiera considerarlo. Bueno o malo, es el espíritu que gobierna el bosque.

―Solo hay un dios, piel roja: mi dios. Solo él gobierna en este bosque por encima de mí. Te lo demostraré cuando cace a tu Wingakaw sin ayuda de nadie.

―Los hombres blancos se creen todopoderosos ―dijo Ojo de Águila―, creen conocerlo todo sobre este mundo. El hombre no es más que una pequeña parte de la naturaleza; no tenemos la capacidad de comprenderla ni de controlarla. No importa qué tan buen cazador sea, usted no puede cazar al Wingakaw; nadie puede.

Ringo sujetó el mango de su enorme cuchillo y lo sacó levemente de la vaina, pero antes de que pudiera hacer algo más, Russell gritó desde la tienda:

―¡Vayan a dormir!, mañana debemos levantarnos temprano.

Ringo se fue a su tienda mientras giraba la cabeza para no perder de vista a Ojo de Águila. Se fue con los mellizos, pues no quería dormir junto al sudoroso cocinero ni escuchar los ronquidos de Billy.

La primera hora de guardia le tocaría al joven nativo. Antes de ir a acostarse, Billy y el cocinero le preguntaron para qué había ido, siendo que según él nadie podía cazar al Wingakaw:

―Vine porque recibiremos algo de dinero aunque no lo cacemos ―dijo―. Mi único objetivo es regresar con vida.

Así, los cazadores durmieron mientras Ojo de Águila se quedó sentado frente al fuego, atento a cada pequeño ruido del bosque.

A las cero horas se oyó un fuerte rugido, y los hombres despertaron. No se trataba de un oso, tampoco era un lobo; era algo diferente a todo lo que habían escuchado en sus vidas.

Ringo tomó su escopeta de doble cañón y fue el único en salir. Los demás solo se limitaron a mirar desde las tiendas mientras sujetaban sus armas petrificados:

―¡Aquí me tienes, Wingakaw! ―gritó Ringo―. No te tengo miedo, idiota.

De repente la fogata se apagó y la oscuridad fue absoluta. Se escuchó entonces un ruido veloz, como un soplido. Un instante después el fuego volvió a encenderse por sí solo y todos vieron que a Ringo le faltaba el brazo derecho. La escopeta estaba doblada y tirada en el suelo. A su lado, el hercúleo brazo del cazador yacía mientras la sangre le salía a chorros.

Ringo levantó la mirada y de las sombras apareció una enorme figura. Varias extremidades surgieron de aquello que tenía enfrente. No eran miembros humanos, no eran miembros animales; eran algo desconocido para él.

El experto cazador de osos jamás se había rendido ante nadie, y no lo haría ni siquiera frente al Winkagaw. Con la mano que le quedaba sacó su cuchillo y se lo clavó enseguida a su enemigo, pero éste no era de carne y hueso; el abdomen de la criatura era una masa negra y viscosa que apresó el filo del arma hasta devorarla. Una especie de tentáculo surgió de la espalda del Wingakaw y sujetó a Ringo del cuello, ahorcándolo y elevándolo varios centímetros del suelo. La tez rosada del cazador se puso roja, luego se puso azul, y luego el hombre cayó inerte junto a su brazo derecho.

Al ver la facilidad con la que la criatura se deshizo de quien parecía ser el más gallardo de los siete hombres, los seis restantes comenzaron a correr por la oscuridad del bosque.

Segundos después de iniciada la huida, uno de ellos se había rezagado: el obeso cocinero. Los otros cinco oyeron de pronto un grito desgarrador y, al mirar hacia atrás, vieron como el Wingakaw hundía las fauces en el abultado vientre del desdichado, haciendo que saltaran trozos de tripa hacia afuera.

Siguieron corriendo aprovechando los pocos segundos que le tomó a la bestia devorar al cocinero, hasta que se encontraron con dos grandes rocas.

Russell estaba agitado debido a su avanzada edad, y decidió detener a lo que quedaba de su equipo:

―Paremos aquí ―dijo―; debemos reagruparnos. Si seguimos corriendo nos matará uno por uno, además nos les pago para huir.

Se puso detrás de una roca junto con los mellizos, y Ojo de Aguila se ubicó detrás de la otra junto con Billy.

El Wingakaw se acercó despacio, su respiración afanosa se oía cada vez más cerca, y sus pasos comenzaban a hacer temblar el suelo bajo los pies de los hombres.

―Apuesto a que todos te consideran un perdedor ―le dijo Russell al más tonto de los mellizos―. Esta es tu oportunidad para demostrar lo contrario. Mátalo y triplicaré tu paga.

El más tonto de los Pommer odiaba la palabra “perdedor”. Al escucharla, su miedo desapareció, y enseguida salió del escondite gritando insultos irreproducibles mientras sacudía un machete.

―Tu hermano sí que es valiente ―le dijo Russell al otro mellizo.

El más feo de los Pommer salió también a enfrentar al Wingakaw, mientras gritaba los mismos improperios que su hermano. Segundos después las dos cabezas orejudas de los mellizos rodaron por el suelo.

Solo quedaban tres hombres, y ya habían perdido toda esperanza.

―¿Qué están esperando? ―preguntó Russell―. Cacen a esa bestia y los haré ricos.

Los dos hombres lo miraron desconcertados ante la oferta.

―No tienes suficiente dinero ―dijo Billy―. Yo me largo, viejo.

Billy huyó y Ojo de Águila fue detrás de él.

―¡Regresen! ¡Cobardes! ―el anciano gritó, pero los dos hombres ya habían desaparecido en la oscuridad del bosque.

Corrieron sin siquiera mirar atrás para saber qué fue del destino del viejo Russell. Siguieron durante varios minutos hasta que se cruzaron con una casilla de madera que estaba desocupada.

―Entremos aquí ―dijo Billy quedándose sin aire―; ya no puedo seguir corriendo.

Ojo de Águila ingresó y se sentó en el suelo; la luz de la luna que entraba por la ventana le iluminó el rostro. Ambos mantuvieron silencio hasta que se oyó un nuevo rugido, entonces el joven nativo comenzó a rezar:

«¡Oh, gran espíritu! No soy más que uno de tus hijos, soy pequeño y débil, soy carne y hueso».

―¡Cállate! ―dijo Billy―. Va a oírte.

―El Wingakaw ya sabe que estamos aquí, señor Billy.

―¿Y crees que si le rezas va a perdonarte?

―No, señor Billy; el Wingakaw nos matará a todos. Le rezo porque lo adoro sin importar sus decisiones; él es un dios, y yo no soy quién para juzgarlo.

―Tú sabías que ibas a morir, ¿verdad? ¿Para qué viniste?

Ojo de Águila suspiró y luego decidió contarle la verdad al único de sus compañeros que quedaba aún con vida:

―Mi padre es el jefe de los kiokees. Yo me iba a casar con la hija del jefe de los imokais, para así poner fin a la vieja enemistad que hay entre nuestros pueblos. Juntos íbamos a gobernar la región desde el río Tombo hasta el lago Tihuapec. Un día mi prometida me vio en la cama con otra mujer: una muchacha blanca hija de un comerciante. El casamiento se canceló y los imokais juraron enemistad eterna hacia los kiokees. Ahora solo mi muerte podrá compensar la vergüenza que he traído a mi familia.

Un nuevo rugido se oyó, mucho más cercano esa vez. De pronto unas enormes garras arrancaron sin esfuerzo el techo de la casilla. Los dos hombres miraron hacia arriba y vieron a la bestia abrir sus fauces. Tenía tres hileras de colmillos filosos como espadas, y una lengua bífida que se sacudía lanzando saliva espumosa. Varios tentáculos surgieron de la criatura, y sujetaron a Billy de los brazos y piernas. Los esfuerzos del hombre fueron en vano, y los tentáculos lo estiraron hasta que sus cuatro extremidades se desprendieron de su cuerpo. Las paredes de la pequeña casilla se pintaron de rojo, y un chorro de sangre dibujó una línea en el rostro de Ojo de Águila.

El joven nativo decidió no ofrecer resistencia alguna ante el cruel dios. Dejó caer su hacha emplumada al suelo y luego extendió los brazos mientras continuaba recitando plegarias:

«¡Oh, gran espíritu! No soy más que uno de tus hijos, soy pequeño y débil, soy carne y hueso, soy carne y hueso…»

Luego de devorar la carne y el hueso de su fiel seguidor, el Wingakaw regresó al campamento. Allí estaba Russell, aún vivo, juntando sus pertenencias.

El anciano pudo notar la presencia de la bestia en la oscuridad. No sabía en dónde estaba, pero podía oír una respiración bestial entre las secuoyas.

―¿Qué haces aquí? ―preguntó el hombre―; ya tienes tus almas.

Era cierto, Russell había cumplido con la promesa como lo hacía cada año, entregándole seis almas en el corazón del bosque. Los ojos del anciano comenzaron a ponerse vidriosos a causa del miedo, hasta que al fin solo hubo silencio. Russell supo entonces que estaba solo y que el Wingakaw lo había vuelto a perdonar.



lunes, 25 de enero de 2016

DE HÉROES Y VILLANOS





Encerrado. Aislado del mundo. Condenado sin haber cometido ningún crimen. Mi padre jamás me permitió salir de nuestro hogar y tampoco me dio motivos.

Todo lo que sé de los hombres es gracias a las historias, a las historias que él me contaba; historias de héroes y villanos.

Mi padre se hacía cargo de todos los quehaceres de la casa, y a mí me sorprendía su habilidad a pesar de que le faltaba un brazo. Admiraba además su rapidez en la lectura, rapidez que siempre adjudiqué a su ojo de más.

Todas las noches mi padre me deseaba dulces sueños dándome un beso en la frente. Ese era el único momento en que podía hacerlo, cuando yo estaba acostado, puesto que apenas me llegaba a la cintura.

Una noche la curiosidad me obligó a escapar. Salté por la ventana y me alejé corriendo. Atravesé un bosque oscuro, raspándome con las ramas de los árboles, lastimando mis pies desnudos con espinas y rocas. De pronto llegué a una ciudad, una de esas ciudades sobre las que mi padre tanto me hablaba; una ciudad de héroes y villanos. Enseguida me di cuenta de que ese no era sitio para mí, y regresé a mi prisión arrepentido:

―Prometo no volver a huir, padre.

―No te preocupes ―dijo él―. Lo importante es que estás a salvo.

―Ahora entiendo, padre; ahora entiendo todo. Tú me estabas protegiendo.

―Así es, hijo. Te encerré porque te amo, y debo protegerte de ellos porque eres un enorme cíclope de tres brazos.



domingo, 17 de enero de 2016

EL CORCEL NEGRO





Todo comenzó un sábado por la mañana. Yo dormí hasta tarde pues no era día de escuela. La casa estaba en silencio, fui hasta la cocina pero no vi a nadie allí. Me asomé a la puerta; hacía frío. Me puse la campera con capucha y salí a ver qué había ocurrido. Afuera vi que toda mi familia estaba en el corral, rodeando un caballo negro.

El animal me sorprendió por su belleza, jamás vi criatura más majestuosa. Su pelo, de un color negro azabache, era brilloso; parecía lustrado. Su crin y su cola eran largas, y tenían el cuidadas de manos expertas. Todos intentaban acercarse para acariciar al corcel, pero él no se dejaba. Mi padre quiso sujetarlo pero él se paró sobre sus patas traseras y relinchó asustado.

Cuando llegue al corral el caballo me miró y pareció tranquilizarse, fue como si algo nos hubiera conectado desde un principio.

―Apareció esta mañana ―dijo mi hermanita―. No sabemos de quién es.

Le pusimos agua y comida, y fuimos a almorzar nosotros también.

―¿Y quién se atreverá a montarlo primero? ―preguntó mi padre mientras se servía otro vaso de vino.

Yo tuve ganas de ser el primero, hacía mucho tiempo que no lo hacía, pero Juan, mi hermano mayor, pidió hacerlo. Al ir todos de nuevo al corral, lo encontramos más calmo. Lo preparamos, se veía estupendo con la montura de cuero, era el caballo más bello que vi en mi vida. 

Cuando mi hermano intentó subir, el corcel se movió hacia un costado y lo tiró al suelo llenándolo de tierra. Todos rieron, y no volvió a intentarlo.

―Yo quiero montarlo ―dije.

―Tu hermano no pudo ―dijo mi padre― ¿Estás seguro?

Respondí en silencio, con un gesto de seguridad.

No tuvo ningún problema conmigo; dimos unas vueltas lentas en el corral y enseguida salimos a recorrer el campo.

Comenzamos a andar cada vez más rápido. El viento me echó la capucha hacia atrás y el aire fresco en el rostro me dio la sensación de que aquel hermoso corcel sería mío para siempre. Pero de pronto frenó y volteó hacia mí. Lo noté nervioso, y cuando intenté acariciarlo dio un salto lanzándome al suelo. Caí sobre mi brazo y escuché un chasquido. Mi padre me llevó al hospital y horas más tarde regresé con un yeso hasta el codo.

Esa tarde mi padre averiguó en el pueblo si alguien había perdido un caballo negro, pero no obtuvo información al respecto.

Los días pasaron y nadie volvió a acercarse de nuevo al corcel. Yo era el único que lo miraba desde lejos, sentado en la rama de un viejo árbol junto al alambrado del corral.

Comencé a notar que el caballo no comía ni bebía agua, si bien se veía saludable. Fui entonces a decírselo a mi padre:

―Eso es imposible ―dijo él―. Yo lo veo bien, debe estar comiendo cuando tú no lo ves.

Se veía joven aún, y mi padre pensó que si se lo domara, el animal podría ser de utilidad, pues se lo veía fuerte. Mandamos entonces a llamar a un domador considerado como uno de los mejores de la región.

El domador se acercó al corcel negro y ambos se miraron en forma desafiante:

―Este no será un caballo fácil ―dijo el hombre.

Mis hermanos fueron a la escuela, pero yo me quedé mirándolos, sentado sobre la rama del viejo árbol, tras mentir que me dolía mucho el brazo. Media hora después de comenzar la doma el caballo parecía estar más calmo. El hombre se acercó para acariciarlo y darle una zanahoria como premio por su buen desempeño, pero el corcel le mordió la mano.

El domador gritaba de dolor, la sangre caía sobre la tierra seca, y dos dedos le colgaban a punto de desprenderse.

Mi padre subió al hombre a su camioneta y lo llevó al hospital; nunca supe si el domador perdió o no los dedos.

Cuando mi padre volvió estaba decidido a vender el caballo. Yo no quería que lo hiciera ya que él suele vender los animales cuando ya están viejos, y un día me enteré de que cuando los vende es para que los envíen al matadero. Además siempre se gasta el dinero en vino para él, y no me pareció justo para el caballo. Le pedí que no lo vendiera, pero no me hizo caso, y esa noche lo encerró en el establo para que de ahí se lo llevara el comprador a la mañana siguiente.

Esa noche, cuando todos dormían, fui al establo a verlo. Pensé que del mismo modo en que el corcel había llegado hasta nuestro campo, podría encontrar el camino de regreso si lo dejaba libre. Destrabé entonces la puerta de su corral y le hablé mientras lo acariciaba:

―Eres libre, amigo. Estoy seguro de que tu dueño te debe estar buscando. Te perdono por lo de mi brazo, entiendo que estabas asustado. No creo que seas malo.

En ese momento comenzó a llover y escuché un trueno que sonó como una explosión.

Alguien ingresó al establo y yo me escondí detrás de la puerta abierta del corral. Pensé que era mi padre, y sabía que se enojaría si me veía liberando al caballo, pero había ingresado otra persona. Se trataba de un hombre alto, con una túnica que no me permitió verle el rostro. El sujeto se acercó al corcel y lo acarició:

―Así que aquí te habías escondido, muchacho…

Miré por un agujero que tenía una de las maderas de la puerta, y vi cuando el hombre se echó la capucha de la túnica hacia atrás para que su montura lo pudiera ver. Estaba tan cerca de mí…, solo nos separaba la puerta de la casilla del corcel, y pude verlo con total claridad.

El misterioso individuo no tenía piel, su rostro era una calavera. Tenía el cráneo repleto de gusanos que entraban y salían por cada orificio. Enormes ciempiés recorrían su frente, devorando restos de putrefactos de cuero cabelludo. En un momento giró hacía donde yo estaba y se quedó inmóvil; juraría que nos vimos a los ojos, o mejor dicho, que sus cuencas vacías de profundidad insondable me miraron al ojo que asomaba por el agujero del tablón.

Yo temblaba de miedo, pero luego de unos segundos el extraño miró de nuevo al corcel, lo sujetó de la crin y subió de un salto:

―¡Vamos, muchacho! ―le dijo―. Nos están esperando.

Cuando salí del establo ambos habían desaparecido en la oscuridad de la noche.

A la mañana siguiente mi padre me preguntó en dónde estaba el corcel. No podía decirle lo que había ocurrido en verdad, pues no me habría creído. Le mentí; le dije que fui a verlo y al abrir la puerta escapó y no lo pude atrapar.

Mi padre cerró los puños encolerizado, pero no llegó a decir nada, pues en ese momento comenzó a llover, y escuchamos un trueno que sonó como una explosión.