martes, 28 de abril de 2015

EL CIRCO DE LOS HERMANOS SIERPINSKI






I – EL CIRCO LLEGÓ


Sábado soleado en Parc du Prince; los citadinos estaban ansiosos por ver qué escondía aquella enorme carpa de lona a rayas. Una caravana de camiones había llegado hacía una semana, arrastrando acoplados repletos de personajes y animales de lo más insólitos. A partir de entonces, cada día que pasaba había un mayor número de curiosos que se sumaban para estirar sus cuellos intentando ver alguna previa de la noche de estreno.

El predio estaba lleno de globos y guirnaldas que adornaban el camino desde la calle hasta la entrada principal; decenas de sogas cruzadas sujetaban banderines de cada una de las diferentes funciones: las gemelas araña, la niña cíclope, el hombre más gordo del mundo…; todo era exuberante en aquel lugar, nada se hacía a medias en el circo de los hermanos Sierpinski.

Aquella tarde la espera de varias decenas de impacientes rindió sus frutos cuando un conjunto de seis enanos vestidos de arlequín caminó en fila hacia la entrada. Sus trajes eran a cuadros hechos de lentejuelas, y de las puntas de sus sombreros colgaban brillantes campanillas que sonaban a la vez a medida que marchaban. Cuatro de los enanos llevaban tambores, el quinto tenía una trompeta y el más pequeño de los seis, una tuba.

Los tamborileros comenzaron a golpear sus instrumentos a un ritmo frenético; se trataba de un compás que, de querer bailarlo, habría que hacerlo moviendo los pies como si el suelo estuviese cargado de corriente eléctrica.

Cada persona que pasaba por aquella avenida se detuvo a observar esa primera muestra de lo que el circo tenía que ofrecer. No importaba si estaban llegando tarde al trabajo o a una cita romántica con la pareja de alguien que estaba yendo a trabajar; nadie pudo seguir su camino frente a ese ritmo adictivo.

Minutos más tarde el trompetista se unió a la pequeña orquesta. Los curiosos comenzaron a chocarse entre sí para ver mejor al diminuto músico, cuyas mejillas estaban como dos manzanas coloradas a punto de estallar. Tocó una melodía potente que indicaba que un importante anuncio sería transmitido, y el público estaba cada vez más inquieto. Poco después se acomodó el instrumento musical el más bajo de los seis, el enano de la tuba. Todos abrieron sus ojos para mirar al sexto integrante respirar hondo para llenar sus pulmones; luego, con el pecho inflado, ubicó los labios sobre la boquilla y sopló con fuerza; pero para sorpresa de todos tan solo tocó una nota, una bien grave que puso fin a la orquesta. Claro que allí no había terminado la presentación; los enanos se desplazaron tres hacia cada lado para dar lugar a un hombre alto y delgado que llegó caminando en ese momento: el presentador.

El individuo usaba un traje blanco con rayas rojas y en su mano traía un sombrero de copa de los mismos colores. Cuando estuvo frente al público, hizo rodar la galera por su brazo y, en una muestra irrefutable de que la mano es más rápida que la vista, la colocó en su cabeza de un modo incomprensible para aquellos que lo observaban.

Ya había más de cien curiosos en la vereda cuando el presentador del circo mostró su amarillenta sonrisa de dientes largos y comenzó a girar un bastón negro terminado en una bola plateada. Pronto un payaso llegó corriendo trayendo consigo una gran caja de madera que apoyó en el suelo. El presentador subió a la caja y el payaso se retiró. Allí arriba empezó a moverse con intentos fallidos de elegancia mientras apuntaba al público con el bastón y decía su discurso con entusiasmo:

«Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

Conozcan a la mujer barbuda y a su hijo: el niño lobo.
Aquí verán a los payasos más graciosos del globo.

Pasen a ver, pasen a ver.
Vean al gran Farkas y a la mujer serpiente.
De la India llegó Rajesh, vino a jugar con sus mentes.

Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad».

Al terminar la presentación apuntó el camino hacia la ventanilla. A todos los allí presentes les resultó imposible no comprar una entrada para el espectáculo de la primera noche. Se vendieron cientos de entradas en pocos minutos, no solo compraron para ellos, sino para toda la familia. Algunas señoras gastaron todo el dinero que llevaban en la cartera para adquirir la mayor cantidad posible de entradas por miedo a que se agotaran; no querían dejar afuera a ningún sobrino.

En aquel sitio los artistas eran tan respetados como el más virtuoso pintor, y los fenómenos eran vistos como maravillas naturales. Sin embargo, no todo era glamoroso en ese mundo, también había mucho trabajo detrás de escena y, sobre todo, había muchos roces entre los diferentes miembros.

La diferencia en el público que atraía cada artista por las noches se compensaba con trabajo forzado durante el día. Las estrellas eran quienes daban las órdenes y los que poseían números poco atractivos debían acatarlas. En aquel entonces, uno de los más admirados era el trapecista Farkas, quien junto con sus compañeros, tenía un espectáculo que requería de mucho trabajo duro, pero de ninguna manera él se rebajaría a realizarlo.

Farkas no tenía ni un gramo de grasa corporal, era como una escultura de piedra. Cuando caminaba, lo hacía como si el mundo entero lo estuviese contemplando, y solía mirar a los demás con el rostro elevado e inclinado hacia atrás, con una leve y soberbia sonrisa. Era poseedor de un talento nato, y a los pocos meses de unirse al circo logró destacarse del resto de los trapecistas. Estaba ensayando movimientos como el giro de la tormenta, un triple salto mortal divergente con rotación levógira de tornado; ningún otro trapecista en mucho tiempo podía siquiera mencionar semejante salto sin vacilar.

Farkas no lo sabía entonces, pero sobre el final de esa noche se convertiría en la figura estelar.




II – FARKAS Y OTRAS CRIATURAS DESPRECIABLES


Se han contado numerosas leyendas en el circo sobre los orígenes del gran Farkas; algunos decían que su padre era un demente que lo castigaba sujetándolo con una soga de los tobillos y colgándolo de cabeza del techo; una vez así, lo tomaba de los brazos y lo estiraba hasta casi llegar al punto de dislocarle los huesos. Otra historia que recorrió los rincones del circo indicaba que la madre del trapecista pasó unos meses en un campo de concentración, hasta que una noche escapó atravesando un desagüe mientras cargaba con él en su vientre. Pero Farkas nunca hablaba sobre cuestiones personales, es por eso que todo lo que se decía de su nacimiento y de su infancia no eran más que conjeturas que mutaron en mitos cada vez más increíbles.

Los pocos que se atrevieron a hacerle preguntas sobre su vida previa a la etapa circense no recibieron respuesta alguna; el legendario artista del trapecio era demasiado presuntuoso para hablar de igual a igual con el resto de sus compañeros, y las pocas veces que se dirigía a ellos sus palabras no eran amigables:

―¡Oye, tú!, ¡esperpento! ―le dijo al payaso Bongo― ¿Qué haces que no trabajas?

Bongo había pasado toda la mañana limpiando los desechos del elefante.

―Solo estaba tomando un descanso, señor Farkas. He estado trabajado durante todo el día.

El mundo siempre estuvo lleno de payasos, y Bongo estaba lejos de ser el más gracioso de ellos. Sus ojos mostraban la tristeza de mil despedidas, como si estuviera a la orilla de un mar de lágrimas. Además de su tristeza, era considerado el más tonto de los payasos, y sus compañeros también formularon muchas conjeturas en cuanto a lo que pudo sucederle de pequeño. Bongo solía ser enviado a realizar las tareas más execrables, y Farkas no tardó en aprovecharse de él:

―Los hermanos Sierpinski me han dicho que te vigilase ―dijo Farkas con su dura pronunciación de la erre–, y debo decirte que no requerí de mucho tiempo para notar que eres un holgazán. Estoy intentando adiestrar a ese elefante, pero tú vagancia no hace más que perjudicar mi arte.

El elefante anterior había muerto debido a los maltratos sufridos, y Farkas debía entrenar a uno nuevo para que éste lo elevara por los aires con su trompa. Su modo de adoctrinarlos lo habría convertido en el enemigo número uno de cualquier protectora de animales que lo descubriera.

Farkas miró a su alrededor en busca de otro artista de tercera clase, pues la tarea a realizar requería de dos hombres y él no deseaba ser uno de ellos; un artista con su renombre no podía arriesgar su salud física con tareas que no fuesen más que de entrenamiento. Fue entonces cuando vio al hombre de los pies gigantes a quien, aunque lo encontró ocupado, también le ordenó que dejara lo que estaba haciendo para seguir sus indicaciones:

―¡Oye, tú!, ¡adefesio! ―le gritó―. Trae los rollos de alambre de acero que están allí.

El hombre de los pies gigantes estaba peinando a los perros poodle malabaristas que acababa de bañar, pero hizo una pausa en sus tareas para obedecer al gran Farkas:

―Ya voy, señor; no me tardo.

Suena irónico, pero el hombre de los pies gigantes jamás logró saltar a la fama dentro del circo de los hermanos Sierpinski. Al igual que otros artistas que no llamaban la atención, debía ayudar en los actos de sus compañeros más talentosos. Con el tiempo había perdido todo su honor y solo le quedaba obedecer por miedo a ser aún más maltratado.

Una vez que llegó con el rollo de alambre, el trapecista les dijo a él y al payaso Bongo lo que debían hacer:

―No deben tener al elefante encadenado, idiotas; si lo tienen todo el día sujeto a un poste, cuando lo suelten se descontrolará. Háganle un corral con este alambre que compré para que se acostumbre a quedarse quieto incluso cuando sea liberado.

―Pero los elefantes son muy fuertes, señor ―dijo Bongo.

―«Pero los elefantes son muy fuertes, señor» ―lo imitó Farkas. Lo hizo bastante bien, a pesar de su duro acento― ¡Eso ya lo sé, payaso! Es por eso que traje este alambre de navaja. Es de acero, y si lo sujetan bien, el elefante no podrá atravesarlo. Hagan un cuadrado de cinco metros de lado y un metro de altura.

―Pero cuando él quiera atravesarlo se lastimará los pies, señor ―dijo Bongo.

―«Pero cuando él quiera atravesarlo se lastimará los pies, señor» ―lo imitó otra vez Farkas― ¡Eso ya lo sé, payaso! El elefante no verá al alambrado y al intentar salir del cuadrado se lastimará las patas. Luego de uno días, cuando el dolor lo venza, aprenderá a quedarse quieto y me permitirá realizar mi arte encima de él.

A pesar de los maltratos recibidos de manera constante, Bongo aún se atrevía a dar su opinión; no pasaba así con su compañero, quien no dijo palabra alguna y solo acató las órdenes del trapecista. Suena irónico, pero el hombre de los pies gigantes andaba de rodillas desde hacía mucho tiempo.

Así era la vida circense; cada artista ganaba su respeto en el espectáculo, y los que menos aplausos recibían eran considerados miembros de la casta más baja y despreciable. Así, Farkas fue a relajarse a su tráiler mientras el trabajo duro era realizado por “Esperpento” y “Adefesio” (también conocidos como el payaso Bongo y el hombre de los pies gigantes).




III – LA MISTERIOSA MUJER SERPIENTE


El sol se ocultó y el circo se llenó de luces y sonido; el anunciante salió entonces con el mismo traje a rayas para seguir atrayendo gente. Otra vez se movió con intentos de elegancia, agachándose y separando las piernas para luego pararse de repente, sacando pecho y levantando su sombrero de copa. Los curiosos se seguían sumando a las filas mientras él gritaba con entusiasmo:

«Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

Tenemos a la mujer fuerte y al hombre de pies gigantes.
Vean a nuestros leones, a nuestros tigres y elefantes.

Pasen a ver, pasen a ver.
Para la dama llegaron: perros poodle malabaristas.
Y para el señor: Frida, la contorsionista.

Pasen a ver, pasen a ver.
El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad».

Esa noche ingresaron más de dos mil personas al circo; las gradas estaban llenas. Mientras la gente se acomodaba, los payasos fueron abriendo el espectáculo. Los comediantes se turnaban para andar en el monociclo, y esa vez le tocó a Bongo. El hombre de los ojos de las mil despedidas estaba aún dando vueltas alrededor del escenario cuando el anunciador pidió silencio para presentar a la primera estrella de la noche:

«Damas, caballeros, niños y payasos…
Hagan silencio, por favor».

Luego de decirlo, se dio la vuelta para mirar a Bongo mostrándole su amarillenta sonrisa de dientes largos, entonces otros cuatro payasos ingresaron y golpearon con sus enormes zapatos al desdichado comediante. Se suponía que los golpes serían ficticios, pero tras años de hacer esa rutina, no perdían oportunidad de repartir algún puñetazo o puntapié doloroso en respuesta a otro anterior.

Una vez que los comediantes desaparecieron de la vista del público, ingresó la misteriosa mujer serpiente, no sin su introducción a cargo del presentador:

«De la jungla africana llegó el reptil más mortífero del continente.
Déjense ustedes seducir por… ¡la mujer serpiente!»

Apenas salió a escena, el público quedó hechizado por el tamaño y la belleza de aquella dama. Al pasar junto al anunciador pudo observarse que le llevaba más de una cabeza de altura, incluso con su galera puesta. Su piel de ónix negro absorbía toda la luz de los reflectores; tenía rasgos agresivos y un maquillaje de sombras plateadas que marcaba aún más sus facciones. Era delgada, pero aun así voluptuosa, llevaba una malla de látex pintado como la piel de un reptil, y recorrer sus piernas desnudas con la vista era un placer interminable.

Las luces se apagaron con excepción de un tenue reflector que la apuntaba. Una melodía hipnótica sonó y la mujer danzó en el lugar meneando sus caderas y acariciando su cuerpo. El volumen de la música iba aumentando a la vez que ella ejercía más presión en cada una de sus curvas.

Las damas en las gradas empezaron a sentirse incómodas, pues no era eso lo que ellas fueron a ver, y más de un hombre debió pedirle paciencia a los codazos de su esposa.

Unas serpientes comenzaron a moverse por las piernas de la misteriosa mujer como si hubiesen surgido de su cuerpo, como si vivieran en ella. Eran dos mambas negras, la especie más mortífera del continente africano. Recorrieron su cintura y abdomen, luego le pasaron por la espalda acariciándola mientras ella cerraba los ojos disfrutando del contacto. Ascendieron para rodearle el cuello y luego descendieron ajustadas entre sus senos con dirección a su vientre. Al final desaparecieron entre sus piernas como si las hubiese absorbido otra vez su piel de ónix.

La música se detuvo y el hombre de los pies gigantes salió al escenario con una caja, la dejó en el suelo se retiró habiendo pasado desapercibido por la mayoría de la gente a pesar de que lo hizo lentamente. Suena irónico, pero el hombre de los pies gigantes caminaba muy despacio debido a su deformidad. La mujer serpiente abrió la caja y sacó un pequeño ratón blanco sujetándolo de la cola. Luego de pronunciar un balbuceo incomprensible, se introdujo al animal en la boca. Sus labios se movieron en señal de satisfacción, como si estuviera saboreando una exquisitez; ante la mirada de todos, succionó la cola mostrando que había devorado su cuerpo entero. La gente aplaudió y la artista saludó a las gradas mientras una gota de sangre del roedor caía por la comisura de su boca.

La artista volvió a abrir la caja y sacó esa vez una enorme rata gris que chillaba con desesperación, la sujetó del cuello y la miró a los ojos. El animal se quedó quieto, hipnotizado, entonces ella le arrancó la cabeza de un mordisco. Los aplausos se hicieron más intensos esa vez; la dama se había ganado el honorable título de mujer serpiente.

Esa noche le tocó hacer el acto de apertura, por lo que no mostró lo mejor de su repertorio. Al igual que sus compañeros, la artista hacía sus trucos más impactantes solo en las noches en que le tocaba realizar el acto de cierre. Cada velada la agenda cambiaba porque el circo de los hermanos Sierpinski jamás brindaba dos funciones iguales. En ciertas ocasiones, el espectáculo era cerrado por el mago Rajesh; otras veces Frida la contorsionista brindaba una función indescriptible, pero los dueños del circo pensaron que aquella noche no era la indicada para ninguna de esas figuras.

Los siguientes en salir al escenario fueron la mujer barbuda y el niño lobo. El muchacho también hacía el truco de comer pequeños animales, pero mientras que para la mujer serpiente hacerlo era un placer, él solo lo hacía por dinero, y entonces dejó de hacerlo. La realidad era que el joven había nacido con hipertricosis, un síndrome congénito destacado por la existencia de un excesivo vello facial y corporal, más allá de eso, no tenía nada que llamara la atención, por lo que debió aprender a hacer malabares y trucos de magia para que su fama no decayera como la del payaso Bongo o la del hombre de los pies gigantes.

Una salida que encontró el niño fue unir su acto al de la mujer barbuda, inventando que se trataba de su madre. Ellos dos, con ayuda del presentador, crearon una historia perfecta para conmocionar al público.




IV – POLIMORFOS


Las luces se apagaron y una luna llena de papel maché bajó colgada del centro de la carpa. Debajo, un reflector iluminó a la mujer barbuda que estaba acostada con las piernas abiertas y cubierta con una sábana blanca. La mujer emitió unos alaridos que retumbaron en cada rincón de las gradas, logrando que el público pusiera gestos de dolor con cada grito. En medio de los quejidos, el presentador habló desde la oscuridad:

«Una noche de luna llena, la mujer barbuda rezó,
mas no fue un dios amigable quien esa vez la escuchó.
¿Cómo hallarle pareja a quien el mundo detesta?
Solo una opción había, y fue enviada, una bestia.
Nueve lunas más tarde la criatura nació, y fue llamada…
¡El niño lobo!»

Las sábanas blancas comenzaron a moverse y surgió de ellas un joven con el rostro peludo que se arrancó la camisa y le aulló a la luna de papel: «¡Uuuuuuuh! ¡uh! ¡uh! ¡uuuh!». No tenía grandes colmillos ni orejas en punta, tampoco enormes garras de uñas filosas, sin embargo, la ilusión creada logró que todos los presentes jurasen haber visto un verdadero monstruo.

Para mantener el interés en el público, un payaso le alcanzó unas clavas de malabarismo. El niño no era más que un malabarista promedio, pero su aspecto hacía al espectáculo mucho más entretenido que si lo hiciera alguien sin hipertricosis.

Antes de que el número se volviera soso, la mujer barbuda le entregó unas anillas empapadas en combustible y, mientras él hacía malabares con ellas, las incendió.

En un momento el niño lobo pasó una de las anillas por su pecho peludo en forma disimulada, prendiéndolo fuego. El payaso junto a él hizo ademanes de desesperación mientras un segundo payaso llegaba corriendo con un balde de agua. Sin embargo, justo cuando estaba por lanzárselo, tropezó y mojó a la mujer barbuda en lugar de lanzárselo al joven. Pronto llegó un tercer payaso con otro balde, logrando sacar del apuro al muchacho.

El público rio y aplaudió al pequeño fenómeno, que se retiró con los pelos del pecho chamuscados, debiendo esperar al menos dos semanas para repetir ese acto.

La próxima artista en salir a escena sería la mujer fuerte y, tras ella, llegaría el turno de los trapecistas. Farkas estaba en su carro poniendose su traje de lycra celeste cuando alguien golpeó la puerta. Se asomó con el rostro elevado e inclinado hacia atrás como era su costumbre, pero no vio a nadie allí afuera; luego bajó la mirada y vio al más pequeño de los enanos músicos:

―¿Qué haces aquí, enano? Me estaba preparando; en veinte minutos debo salir al escenario.

―Discúlpeme, señor Farkas ―dijo el enano―; los hermanos Sierpinski me ordenaron llamarlo; dijeron que es urgente.

Farkas se dirigió al más grande de los carros a hablar con los dueños del circo. Tras golpear la puerta, una voz sensual contestó del otro lado: la de Lara Sierpinski.

―Un momento, por favor.

El trapecista oyó entonces una de las tantas discusiones que tenían a diario los dos hermanos debido a su manera de tratar a los artistas. Laurent Sierpinski era serio y hablaba con respeto, pero su hermana solía provocar a los hombres, en especial a los trapecistas; y verla lanzándose a los brazos de un hombre musculoso era algo que él no toleraba.

Lara intentó abrir la puerta pero Laurent la cerró de nuevo.

―¿Qué haces? ―dijo él―. Te dije que yo hablaría con Farkas.

―¡Por favor! ―dijo ella―, permíteme hablarle…, me portaré bien.

―¡Olvídalo! ¿Recuerdas lo que ocurrió la última vez que ingresó aquí un trapecista? ¡Te acostaste con él!

―Eso no te incumbe ―dijo Lara― ¡Eres un entrometido! Nadie te llamó; tú fuiste quien apareció justo en el mejor momento.

Farkas seguía afuera esperando a que terminaran los gritos hasta que por fin le abrieron la puerta. Fue Laurent quien se asomó, llevaba puesto su habitual traje blanco y corbata negra, y le dio la mano mientras se acomodaba el cabello con la otra:

―Buenas noches, Farkas. Pase, por favor. Deberá disculparme, pero estaba teniendo una discusión con mi hermana; le prometo que no nos interrumpirá.

Laurent se sentó detrás de un escritorio que consistía en un viejo cartel apoyado sobre un barril con la cara de Medusa. El trapecista se sentó del otro lado en un pequeño taburete.

―Tengo tan solo unos minutos, señor Sierpinski ―dijo Farkas con sus duras erres―, pronto comenzará mi acto, ¿acaso algo grave ha ocurrido?

―Lamento informarle que algo les acaba de suceder a los perros poodle malabaristas; uno de los tigres de Bengala se soltó y los devoró. Ahora no tenemos acto de cierre, así que haremos lo siguiente: Rajesh entrará a continuación y ustedes los trapecistas pasarán al final.

Farkas creció en el pequeño taburete.

―El problema… ―continuó Laurent―, es que deberán agregar algo al repertorio de esta noche; así como está, no es tan impresionante. Dígame, ¿cómo va el entrenamiento del elefante?

―Recién hoy comencé, señor Sierpinski. Deberá esperar al menos dos semanas.

―¿Y qué le parece si hoy realiza el giro de la tormenta?

El movimiento al que Laurent se refería era nada menos que el triple salto mortal divergente con rotación levógira de tornado.

―¡No! ―dijo Farkas con ojos bien abiertos―. Aún no me animo a realizarlo.

―Le estoy dando la oportunidad de convertirse en una verdadera estrella, Farkas. Le di el trabajo porque usted me dijo que estaba practicando ese movimiento y que pronto lo tendría listo para el público. No me decepcione o le encontraré un reemplazo mañana mismo.

El trapecista lo pensó por un instante y aceptó realizar el salto:

―De acuerdo…, iré a terminar de prepararme.

Luego se paró y se dirigió a la salida del tráiler; estaba abriendo la puerta cuando alguien lo interrumpió con voz sensual:

―Sé que lo lograrás y será conmovedor, Farkas.

El trapecista miró hacia atrás y vio a Lara sentada sobre el escritorio; había puesto su corbata negra hacia atrás y abierto su traje blanco. Dos enormes senos asomaban de la camisa y, con un movimiento de cabeza, el cabello corto y bien peinado de Laurent se convirtió en una sexy melena llena de rulos.

―Farkas… ―dijo Lara― ¿Tienes un momento para que pueda desearte suerte antes de que salgas a escena?

Entonces su rostro se volvió otra vez varonil:

―¿Qué haces, Lara? ―dijo Laurent―. Te dije que yo hablaría con él.

Aquel ser intentaba abrochar su camisa y peinar sus rulos mientras Farkas no sabía si mirar o salir corriendo de allí. Los cambios de un género al otro que realizaba el dueño del circo eran impresionantes, pero no cualquiera desea observar un par de senos desinflarse y llenarse de vello para luego volver a aumentar de tamaño. El trapecista comenzó a salir del tráiler caminando poco a poco hacía atrás. De pronto Lara tomó el control del cuerpo de los hermanos y se abrió el pantalón para mostrar lo que escondía allí; pero Farkas, sin decir palabra, cerró la puerta justo antes de averiguarlo.




V – EL GIRO DE LA TORMENTA


Había llegado el turno de los trapecistas. Cada uno de los cuatro ingresaría por una entrada distinta. Farkas estaba tras uno de los telones, y el encargado de abrir su camino al escenario era el payaso Bongo.

―¡Oye, tú!, ¡esperpento! ―dijo Farkas― ¿Has ajustado bien la red de seguridad?

El grandioso artista nunca se caía, pero siempre hizo caso al famoso dicho circense: «Trapecista precavido sirve para otro acto».

―Sí, señor Farkas, está bien ajustada ―dijo el payaso de los ojos de mil despedidas.

Los seis enanos vestidos de arlequín salieron a escena. Tras el inicio de tambores se unió el trompetista y, al final, puso otra vez cierre a la melodía el más pequeño de los enanos soplando una solitaria nota en la tuba.

El trapecista se estaba poniendo talco en las manos cuando el escenario se puso a oscuras. Se asomó a través del telón y vio una luz que apuntó al centro de la carpa. Allí, con los brazos extendidos, estaba el presentador del traje a rayas:

«Ha llegado ya la hora del cierre de la velada.
Lo que han visto hasta el momento, créanme, no ha sido nada.
Esta actuación es en verdad sorprendente:
un hombre, que por aplausos, desafía a la muerte.
Señoras y señores, con ustedes…
¡El gran Farkas y sus trapecistas!»

Los cuatro trapecistas aparecieron corriendo y el público estalló en aplausos. No los conocían, pero luego de lo maravillados que estaban tras los actos anteriores, imaginaron que el último sería el mejor.

Farkas recorrió los cuatro postes que sostenían la red para asegurarse de que estuviera bien ajustada («Trapecista precavido…»).

Los cuatro artistas, dos de cada sexo, iniciaron su acto con una rutina clásica. El gran Farkas se balanceaba en un trapecio colgado de las rodillas y con la cabeza hacia abajo, mientras una de sus compañeras tomaba impulso a varios metros de distancia. La mujer saltó hacia él dando una vuelta en el aire. Farkas tenía las manos cruzadas en su pecho y, por un instante, dio la sensación de que no la iba a sujetar, dejándola caer al vacío. Pero entonces abrió sus fuertes brazos y la atrapó para llevarla a salvo a uno de los postes.

El otro trapecista subió y se balanceó de cabeza, pues esa vez sería Farkas quien daría el salto. No lo hizo dando tan solo una vuelta en el aire como lo hacían sus compañeras, Farkas dio nada menos que tres vueltas antes de aferrarse a su compañero; estaba claro quién era la estrella del grupo.

Luego comenzaron a efectuar movimientos más complejos. Los artistas masculinos sujetaron a sus compañeras y, luego de balancearse hasta alcanzar la sincronización, se lanzaron uno al otro a las trapecistas para atajarlas a la vez, mostrando el poderío de los bíceps de los dos hombres y la habilidad de las damas. Una de las mujeres saltó hacia Farkas y él la sujetó con una mano, luego hizo lo mismo la otra. El gran trapecista tomó impulso y lanzó a sus dos compañeras a su compañero, quien las atajó sin dificultad.

Hasta ese momento todo habría sido ideal para un acto intermedio, pero un espectáculo de cierre necesitaba algo más sorprendente. Había llegado la hora de que Farkas ejecutase aquel truco que lo elevaría por encima del resto de los artistas: el giro de la tormenta.

Los seis enanos músicos salieron otra vez a escena y se realizó un juego de luces apuntando al gran trapecista. El anunciador apareció mientras los tambores sonaban y dio la introducción al momento cumbre de la velada:

«Damas, caballeros, niños y enanos…
Hagan silencio, por favor».

Y el silencio fue absoluto.

«Lo que están a punto de observar se grabará en sus memorias;
un suceso ocurrido pocas veces en la historia.
En nueve de ellas el artista falleció en el intento,
y el movimiento fue prohibido, para evitar sufrimientos.
Un salto que solo Farkas se atreve a intentar…
¡El giro de la tormenta!»

No era cierta la cantidad de trapecistas difuntos ni mucho menos que el movimiento estuviera prohibido, el anunciador improvisaba frases como esas cada noche y siempre cambiaba la versión de los hechos. De todos modos, la posibilidad de romperse la columna al realizar ese giro era considerable.

Las dos mujeres trapecistas se retiraron y Farkas quedó solo con su compañero, quien estaba listo para atraparlo luego de la hazaña.

La estrella levantó sus manos y la gente gritó su nombre: «¡Farkas!, ¡Farkas!, ¡Farkas!...». Le encantaba ser el centro de atención y deseaba serlo cada noche a partir de entonces.

Farkas se colgó de su trapecio y se balanceó cada vez con más fuerza. Los tambores sonaron a un ritmo frenético mientras él iba y venía. El balanceo aumentó y, cuando la música se detuvo, el gran artista saltó al grito de un “¡Oooooh!” por parte de todo el público. Se elevó hasta el punto más alto de la enorme carpa. Nadie lograba elevarse tanto como él; nadie en el mundo. Una vez en el aire ejecutó de manera impecable el triple salto mortal divergente con rotación levógira de tornado, y los ojos de las damas, caballeros, niños y enanos brillaron de la emoción. Luego de un momento que se sintió eterno, cayó con un tiempo sincronizado a la perfección para sujetarse de los brazos de su compañero y de los aplausos del público.

Toda la gente se puso de pie para aplaudir a la gran estrella mientras seguía tomado de las manos del otro trapecista. Entonces le hizo un gesto a su compañero para que lo dejara caer a la red y así poder saludar a las gradas desde el suelo. Pero Farkas cayó sin saber que el payaso Bongo había sustituido la red de seguridad por una que él mismo había diseñado, usando el filoso alambre de navaja que debió utilizar en el corral del elefante.

Dicen que el gran trapecista mantuvo su leve y soberbia sonrisa incluso cuando ya no se conservaba en una pieza.

Al día siguiente el anunciador no nombró al famoso Farkas entre los artistas, y las gradas se volvieron a llenar de curiosos dispuestos a pagar lo que sea por saber quién sería la próxima estrella.



FIN





Si te gustó esta historia, puedes asistir a la segunda función.

Teaser de la segunda parte, hecho por Alejandro Silver:




Haz clic para leer la segunda parte:




miércoles, 8 de abril de 2015

EL ENEMIGO DEL HOMBRE





Un niño calvo, de aspecto famélico y alas corroídas pasea junto a su madre. Van esquivando la escoria de una ciudad que perdió su nombre:

―¿Cuándo llegará mi momento, madre? ―preguntó el príncipe de la decadencia―. Deseo traerles pestes y hambruna. Quiero ver a los hombres revolcándose en el lodo luego de vaciar sus ríos. Ansío el momento en que me proclamen rey de sus dolencias.

Ella le acarició la cabeza con su mano de dedos largos y uñas afiladas:

―Lo lamento, hijo; hemos llegado tarde.



miércoles, 1 de abril de 2015

LA PIEDRA DE LA VIDA






El gran mago Crátilo llegó a tierras que pocos hombres se han atrevido a visitar. Atravesó valles con escasos alimentos, bebiendo pocos sorbos de agua al día. Una vida de lectura no preparó su físico para aquella travesía, pero aun así escaló colinas empinadas utilizando sus manos desnudas. Aquel objeto lo movilizó como nada lo había hecho, y no existía obstáculo capaz de detenerlo. A pesar de su vejez, Crátilo o “el gran mago de los vientos”, como le gustaba ser llamado, continuaba aferrándose a la búsqueda con botas gastadas y trepando con sus uñas lastimadas por la roca. Estaba eufórico, anestesiado por la adrenalina. Lobos y buitres quisieron devorarlo sin éxito, pues no existía animal salvaje que pudiera hacer frente a sus hechizos. Sin embargo, él no podía controlar el clima, y su túnica de lana gris era demasiado abrigada para el calor del día y no abrigaba lo suficiente para el frío de la noche. Las llagas en la piel le dolían a todas horas, y un fuerte broncoespamo casi acaba con él. Soportó todo tipo de inconvenientes en su odisea sin que éstos quebrantaran su voluntad ni sus ansias por llegar al sitio que buscó durante treinta años.

Todo habría sido más fácil de no haberse enemistado con Edmunda o “la bruja suprema del bosque”, como le gustaba ser llamada. Hubo una época en la que ella y Crátilo trabajaron juntos hombro con hombro, sombrero con sombrero, báculo con báculo. Diseñaron pócimas e intercambiaron ingredientes, pero ambos sabían que el día que encontrasen la piedra de la vida, su poder no sería suficiente más que para uno de los dos. Cuanto más cerca se sentían del objetivo, la codicia los hacía imaginar nuevos modos de deshacerse uno del otro. La codicia de los magos no es la misma con la que lidia el común de los mortales, sus anhelos de poder son decenas de veces más altos. Sus mentes cargadas de conocimiento hasta rayar los límites de la locura, y el saberse superiores a la mayoría de los humanos, los vuelven soberbios e imposibles de doblegar.

En una oportunidad ambos dieron con unas pistas que se escondieron mutuamente, cuando aquello salió a la luz, discutieron hasta el punto de jurarse la muerte en el caso de que sus sendas se volvieran a cruzar.

Durante tres décadas el hechicero continuó buscando la piedra, perdido entre leyendas orales e indicios espurios. Nada de eso le hizo perder la ilusión, y llegó el día en que dio por fin con un rastro fidedigno. En una antigua y olvidada biblioteca, Crátilo había hallado un libro sin nombre. El tomo era de antigüedad insondable, y estaba forrado en cuero de algún animal maldito y extinguido. En una de las páginas que no habían sido destruidas por la humedad, había un mapa con símbolos que solo una docena de personas habría reconocido. El mapa era imposible de entender sin leer todo el libro, por lo que el mago debió traducirlo de la primera a la última de las páginas que aún conservaba, pasando noches enteras sin dormir y aislado del resto del mundo.

Antes de obsesionarse con la piedra de la vida Crátilo era otro hombre. Solía abandonar su cabaña para ir al pueblo varias veces a la semana, donde tenía tratos amables con muchos lugareños. Allí intercambiaba sus pócimas por los mejores alimentos, ya que todos en la comarca le tenían un gran aprecio y pagaban muy bien por sus productos. Sorprendió a todos las últimas veces que fue visto; Crátilo había cambiado luego de haber iniciado la búsqueda por aquel objeto mágico que le prometía una existencia eterna. En poco tiempo el hechicero se había convertido en un eremita malhumorado y doliente. Tres décadas antes habría recorrido el camino en busca de la piedra de la vida en mucho menos tiempo, pero los años mal vividos lo volvieron un anciano decrépito que se jugaría la vida en esa aventura.

Sus ojeras habían oscurecido, creciendo hasta el punto de perderse entre los largos pelos de su barba. Una semana a la intemperie, vagando entre polvo y roca, le había resecado por completo los labios. Sin embargo, cada instante de sufrimiento fue recompensado cuando llegó a la cima y una cueva familiar apareció frente a él. Se trataba de una cueva parecida a cualquier otra, pero él la identificó de inmediato como única en el mundo. Había pasado suficientes horas contemplando aquel antiguo grabado a la luz de las velas como para aprender cada detalle. Por fuera no parecía única, pero en su interior tenía una luminosa cascada que formaba un pequeño lago de aguas cristalinas.

Entre sibilancias y catarros, Crátilo se ayudó con su báculo usándolo como bastón para continuar caminando. Aquel cayado no parecía ser más que una rama retorcida, pero albergaba un gran poder, no en manos de cualquiera, por supuesto, solo cuando era portada por un hechicero como él se convertía en un arma mortífera. No pensaba detenerse a descansar, si bien tenía una edad avanzada, incluso para un mago, su inquebrantable actitud superaba todos los daños del tiempo.

De repente un lazo de fuego lo sujetó del tobillo. Al caer se lastimó el rostro casi al punto de perder el conocimiento. Sangre caía de su labio reseco manchando su barba blanca, mas los años lo habían preparado para soportar grandes niveles de dolor.

Tomó su sombrero antes de darse la vuelta; no estaba ansioso por mirar a su atacante, pues sabía bien quien tenía detrás. Su némesis también había hallado el legendario lugar.

Aquella anciana vestida con ropajes negros encimados era nada menos que Edmunda, la bruja suprema del bosque. Su rostro estaba cubierto por cabellos anaranjados y opacos, entre los que podía verse una piel demacrada y unos ojos cargados de odio.

―¿A dónde crees que vas, anciano miserable? ―dijo la bruja.

―¿Acaso me has estado siguiendo, esperpento? Si no fuese por mí jamás habrías hallado el sitio, ¿verdad?

―¡Ingrato! Yo fui la que te informó de la piedra de la vida, vengo buscándola desde antes de que tú supieras de su existencia.

Crátilo la apuntó con su báculo y unas chispas comenzaron a salir de él. De pronto, una descarga eléctrica emergió del arma, golpeando a la bruja y haciéndola volar varios metros hacia atrás.

La bruja se levantó con dificultad, mostrando unos cabellos aún más crespos que antes. Mirando al cielo lanzó un chillido que hizo volar a cientos de pájaros que habían estado posados en los árboles a su alrededor. Los dientes podridos de la anciana chorrearon una saliva burbujeante, la que acumuló para formar una escupida que dio contra el suelo. En el lugar del impacto se formó un pequeño hoyo que pronto comenzó a agrandarse en un círculo perfecto. La tierra alrededor era devorada por el agujero hasta que éste alcanzó un radio suficiente como para que un humano quepa en él. La hechicera, sin dejar de mirar a su enemigo con desprecio, comenzó a balbucear una y otra vez: «melquíad des sahen vipérea crotalus, melquíad des sahen vipérea crotalus, melquíad des sahen vipérea crotalus…».

Decenas de serpientes de cascabel comenzaron a salir del pozo, y a medida que se desanudaban, se arrastraban hacia el impávido hechicero.

―Vieja asquerosa ―dijo él― ¿Crees que tus alimañas podrán detener al gran mago de los vientos?

El gran mago sopló con fuerza, ocasionando que los reptiles salieran disparados por los aires.

La bruja no supo qué decir, había notado que su rival se había vuelto mucho más poderoso de lo que ella recordaba.

―Ya estoy harto de ti, adefesio ―continuo él―. Eres una vieja tan horrenda como inútil.

El mago sujetó con firmeza su báculo y golpeó la base contra el suelo a la vez que pronunciaba el conjuro: «¡Irom suná!», provocando una explosión sorda que dejó inconsciente a Edmunda.

Con su rival fuera de combate, Crátilo pudo entrar en la caverna en busca de aquello a lo que le había dedicado tres décadas de su vida. Una vez dentro, llegó al centro del pequeño lago donde encontró lo que le había ocasionado diez mil noches de vigilia: La piedra de la vida. Se trataba de una roca de forma y dimensión similares a las de un cráneo humano, apoyada sobre una estalagmita que formaba un pedestal natural.

A medida que el mago se acercaba a la piedra, una fosforescencia verde en su interior brillaba con mayor intensidad. Su poder era hipnótico, y el anciano la sujetó con ambas manos, admirándola sin advertir las modificaciones que le estaba ocasionando a su cuerpo.

Logró de pronto despertar de la admiración al notar que sus manos habían cambiado, y la sorpresa hizo que la piedra cayera de sus dedos. Crátilo continuó mirando sus brazos, que habían vuelto a ser musculosos y joviales. Sus manos ya no estaban llenas de arrugas y sus uñas habían perdido el color verdoso que suelen tener los magos debido al contacto con sustancias tóxicas. El hechicero se palpó el rostro y sintió que éste también había sido modificado. Al mirar hacia abajo, entre las olas ocasionadas por la piedra al caer, alcanzó a ver en su reflejo una imagen que se había perdido en lo más recóndito de su memoria. Ya no tenía su característica barba blanca; se había vuelto corta y oscura. Ya no tenía arrugas en el rostro; Crátilo era un hombre joven otra vez.

Una risa socarrona interrumpió su fascinación:

―Eres un estúpido ―dijo Edmunda―. No debiste sujetarla con ambas manos y durante tanto tiempo, su poder no es fácil de controlar. Te he dicho cientos de veces que tu imprudencia te costaría caro algún día.

Crátilo se dio entonces la vuelta hacia ella y le gritó con voz varonil:

―¡Aléjate, vieja bruja!

El joven mago apuntó a su rival con el báculo y pronunció un nuevo conjuro: «Mengi nitxul».

A diferencia de la enorme llamarada que esperaba lanzar, de su arma salió una bola de fuego no más grande que un puño y a una velocidad risible. Al alcanzar a Edmunda, ésta la frenó con la palma de su mano y la extinguió con un chasquido de dedos.

―¡Hombre necio! A tu edad no eras más que un aprendiz de mago. ¿Acaso no lo ves, imbécil?, te llevo un siglo de ventaja. Ahora entrégame la piedra antes de que te convierta en una rata.

Debajo de sus sucios cabellos, los ojos de la bruja brillaban con rencor, y Crátilo, que había vuelto a tener los poderes de cuando era un joven acólito, no tuvo opción más que la de recoger la piedra para entregársela a su rival.

El mago levantó el objeto encantado con la punta de sus dedos, ya que sostenerlo con ambas palmas lo habría llevado en cuestión de segundos a sus primeros años de vida, o incluso a una época anterior a la de su nacimiento. Recogiéndola con el menor contacto posible, la piedra lo rejuveneció unos pocos años más, convirtiéndolo en un muchacho. Mientras tanto, la bruja se acercaba anhelante, abriendo un bolso de cuero para que su rival pusiera allí el elemento mágico.

Para sorpresa de la anciana, cuando Crátilo alcanzó los primeros años de la edad de la rebeldía, lanzó la piedra varios metros hacia arriba, casi hasta chocar con la parte superior de la cueva:

―¡Ahí tiene su piedra, vieja fea!

―¡No! ―gritó Edmunda― ¡Niño malvado!

La bruja corrió y se lanzó para atrapar el objeto justo a tiempo antes de que se destruyera contra el suelo. Luego de pararse con la roca en la mano, se dirigió a su enemigo con una voz mucho más dulce de la que habría esperado:

―¡Eres un tonto, Crátilo! ¡Te odio! ¡Pudiste haberla destruido! ¡Eres un…!

La bruja quedó muda de repente y dejó caer la piedra. Comenzó a mirarse a sí misma y notó que había rejuveneciendo al igual que el hechicero. Su cabello, antes anaranjado y opaco, era de un rojo vivo; sus ojos, casi blancos, habían recuperado el color verde que le habían robado los inviernos; y los mismos senos que antes colgaban disparejos, se veían firmes bajo los harapos de bruja.

Los dos jóvenes magos se acercaron sin dejar de contemplarse ni por un instante, luego se tomaron de la mano y abandonaron juntos la caverna. Al irse olvidaron llevar consigo la piedra de la vida, que aún sigue allí, paciente, esperando al siguiente Crátilo y a la siguiente Edmunda.