sábado, 26 de diciembre de 2015

EL TEMPLO DE KRONOMORTH





I


Una noche en el bar de siempre, perdido entre nubes de humo y alcohol, me despertaron tocándome el hombro. Levanté mi cara de un pequeño charco de vómito que había sobre la mesa y alguien me lanzó un vaso de agua.

―¿Qué demonios hace? ―grité.

―No te quejes, muchacho ―dijo un hombre con voz profunda y rasposa―; me he mojado más que tú con la lluvia y no me ves sollozando por ello.

La tormenta del otro lado de la ventana parecía indicar el fin de la vida sobre la tierra. Las gotas de lluvia chocaban contra el vidrio haciendo eco en el interior de mi cráneo. La cabeza me estallaba. Abrí mis ojos poco a poco y entonces vi al sujeto que me había despertado: un gigantesco anciano cubierto con una túnica.

El hombre apoyó una gran jaula sobre la mesa, tenía forma cilíndrica con la parte de arriba redondeada, y adentro llevaba no menos de una docena de pájaros.

―¿Y usted quién es? ―le pregunté.

―Tengo muchos nombres; tú sabes bien quién soy.

El anciano era descomunal, tanto que al sentarse en el sillón frente al mío ocupó por sí solo el espacio para dos personas. Su túnica de lana estaba llena de agujeros de polillas, y usaba una larga barba corroída por la mugre del tiempo. El sujeto apoyó los codos sobre la mesa y pude ver sus enormes manos llenas de heridas infectas.

―Mire, si es una especie de monje preferiría que se retirase. Ningún hombre puede ayudarme con prédicas.

―Esa es la actitud que te trajo hasta aquí, muchacho; siempre hablando de la ayuda que necesitas como si el mundo te debiera algo.

El extraño se sacó la capucha, su lúgubre aspecto era el de alguien que bien podría tener mil años. Tenía los ojos blancos, pero tuve la sensación de que me estaba viendo con total claridad.

―Veo que usted no es más que otro de mis demonios ―le dije―; lo mataré con alcohol.

―¡No me subestimes, muchacho! ―dijo a la vez que se ponía de pie.

En ese momento un trueno resonó en todo el bar, y el anciano pareció más grande que antes.

Los pájaros de la jaula se alborotaron, chocándose contra las paredes de alambre y largando plumas hacia fuera. El anciano volvió a sentarse y les silbó, entonces las aves se calmaron de inmediato como si hubiesen sido presas de un encantamiento. Yo también quedé mudo, y él continuó hablando:

―No puedo ayudarte en este sitio; nadie puede. La solución a tus problemas te espera en el templo de Kronomorth.

―¿Y eso qué es?

―Es un templo dedicado a todos los dioses ―dijo el anciano―; buenos y malos, reales e inventados, dioses vivos y dioses muertos. Al menos eso es lo que creen algunos. Otros dicen que el lugar no está dedicado a nadie, o mejor dicho, que ha sido erigido para festejar la ausencia absoluta de deidades.

―¿Y por qué eso sería motivo de festejo?

―Porque entonces los humanos ocuparían el lugar de los dioses.

Hice una pausa para intentar digerir sus palabras. Miré a mí alrededor pero solo logré ver rostros borrosos en las demás personas. Las paredes y las mesas del bar se alejaron, perdiéndose en un vacío espaciotemporal. Me atacó de nuevo un profundo dolor de cabeza, y en el interior de mi mente escuché una y otra vez la misma frase: «La solución a tus problemas te espera en el templo de Kronomorth…, en el templo de Kronomorth…, en el templo de Kronomorth…». En ese momento el anciano se adelantó a mis preguntas y comenzó a hablar de aquel sitio:

―Fue construido hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo. Con el pasar de los eones los hombres lo han olvidado, y ya no existen mapas que señalen su ubicación, pero de vez en cuando alguien logra hallarlo. Algunos lo encuentran en un sueño, o se chocan con él de manera inevitable; para otros ese sitio puede llegar a estar tan lejos como el lado opuesto del mundo. En tu caso, para encontrarlo deberás hacer lo siguiente: mañana, cuando salgas de esa pocilga a la que llamas hogar, no tomes el camino empedrado de la izquierda para venir hacia aquí como lo haces siempre, ven por el de la derecha.

Hice caso omiso al hecho de que el sujeto supiera por dónde llego al bar y seguí la conversación:

―Siempre tomo el camino empedrado pues el otro es de tierra y se llena de barro en días lluviosos ―dije.

―Pues alguna vez deberías tomar el camino más difícil, ¿no lo crees, muchacho?

―Mi vida ya ha sido demasiado difícil como para complicarla más aún.

―¿Y quién dijo que la vida debe ser fácil? ―preguntó el anciano―. Además no me agrada que hables de tu vida como si fuese tan difícil y la de los demás fuese sencilla. Mejor deja de decir estupideces y presta atención: una vez que llegues a la esquina del bar no dobles hacia aquí, sigue derecho por la calle de tierra.

―Pero estará embarrada por la lluvia de esta noche ―dije.

―¡Lo harás aunque esté embarrada! ―dijo mientras otro trueno retumbaba en el bar―. Continuarás tomando la senda más difícil cada vez que tengas dos opciones, de ese modo llegarás al templo de Kronomorth.

―¿Y cómo sabré que se trata del templo correcto?

El enorme sujeto se inclinó sobre la mesa y me respondió con una amarillenta sonrisa de dientes largos:

―Cuando lo encuentres, lo sabrás.




II


Esa mañana desperte decidido a encontrar el templo de Kronomorth. Fui por el camino de tierra ensuciándome los pies hasta los tobillos. Continué eligiendo la opción más difícil cada vez que la calle se bifurcaba. Agua sobre barro, barro sobre tierra, tierra sobre piedras; siempre seguí el consejo del Encantador de pájaros.

Me fui alejando del pueblo hasta que ya no hubo edificaciones en kilómetros. En un momento llegué a una bifurcación en donde los dos caminos parecieron ser iguales, pero en uno de ellos había una serpiente de cascabel ubicada justo en medio de la calle; supe que debía tomar ese camino. Tomé una piedra para lanzársela a la víbora, pero ella pudo notar mis intenciones:

―¿Qué harás con esa piedra? ―me preguntó.

―No pretendía hacerte daño, solo quería ahuyentarte para poder pasar.

―¿Y por qué me atacas? Yo no te hecho nada. Puedes pasar si quieres, no te detendré.

Su lengua viperina entraba y salía de su boca con rapidez.

―No puedo confiar en ti ―le dije―; no te conozco.

―¿Y cuánto tiempo necesitas conocer a alguien para tenerle confianza?

No supe qué decir.

Nos quedamos ambos en silencio mirándonos. El sol se reflejaba en el vidrio de sus ojos, y del suelo se elevaba una cortina de calor que cubría todo su cuerpo. Minutos después decidió retirarse y pude continuar mi travesía; a veces la solución está en tener solo un poco de paciencia.

Mi peregrinación tomó más tiempo del que esperaba, y mi marcha comenzó a hacerse cada vez más lenta. Mis piernas se volvieron pesadas, como si no fuese yo quien se movía sino que estaba haciendo girar al planeta con mis pasos. En un momento me detuve casi por completo, y unas cucarachas aprovecharon mi falta de movimiento para trepar por mis piernas.

Las alimañas me atormentaron durante varios kilómetros, caminaban encima de mí y se turnaban para susurrarme ideas de suicidio al oído. No me decían que acabe con mi vida en forma definitiva, sino que cometa pequeños actos de muerte: «Recuéstate y descansa hasta que todo se resuelva», «Solo te esperan desgracias en el futuro», «Nadie notará la diferencia si no haces tus tareas», «Nadie notará la diferencia si te mueres».

Comencé a perder mis fuerzas y llegué a creer que jamás llegaría al templo de Kronomorth, incluso se me ocurrió que el anciano me había enviado a una búsqueda de algo que jamás existió, para que muriera en medio de la nada y así la humanidad se desharía de mí.

Las cucarachas llegaron a cubrir todo mi cuerpo, incluso el rostro, y no me permitían ver con claridad cuando caminaban sobre mis ojos. Por culpa de ellas choqué con algo, y al estirar las manos noté que se trataba de un muro de piedra. Parecía ser el fin de mí búsqueda, pues no tenía fuerzas para treparlo. Comencé a sacudirme para deshacerme de los insectos y logré ver entonces que la pared terminaba a tan solo unos pocos metros de donde yo estaba. Me deshice del enjambre que me rodeaba y caminé hasta el fin del muro con facilidad.

Horas más tarde observé que el cielo comenzaba a ponerse de color lila, y vi que en la cima de una colina había una construcción única e imponente, y supe que se trataba del templo de Kronomorth. Tenía forma cilíndrica, y estaba rodeado por columnas, y encima del edificio descansaba una enorme cúpula hemisférica. En ese momento recordé la inmensa jaula de pájaros que llevaba el sabio del bar y me di cuenta de que tenían la misma forma.

Avancé unos pocos kilómetros más mientras el sol se escondía tras la colina, y llegué entonces a otra bifurcación que resultó ser la última.

A la izquierda había un camino de pequeñas rocas de colores brillantes con una hilera de margaritas a cada lado. Parecía ser cuestión de unos pocos minutos llegar al lugar de mi salvación si seguía ese sendero. La ruta de la derecha, en cambio, solo parecía traer consigo promesas de dolor. Ríos de lava la cruzaban, y un bosque de árboles negros no me permitía ver si el trayecto era recto o sinuoso. Por supuesto seguí el camino de la derecha.

―¿A dónde te diriges, adefesio? ―dijo alguien a mis espaldas.

Al darme la vuelta vi que se trataba de un hombre delgado con el rostro cubierto por una grotesca máscara roja.

―Estoy yendo al templo de Kronomorth ―le dije.

―Por eso lo pregunto, adefesio, ¿acaso no ves que el otro camino es más corto?

―El Encantador de pájaros me dijo que siempre elija el camino difícil.

El sujeto de la máscara tomó un poco de la tierra negra del camino de la derecha y dibujó sobre su máscara una enorme sonrisa.

―¿“El Encantador de pájaros”? ―dijo― ¿Por qué lo llamas así? Sabes bien que ese no es su nombre.

―Me gusta llamarlo así ―le dije, y seguí mi camino mientras el sujeto de la máscara continuaba riéndose sujetándose del abdomen para exagerar el gesto.




III


El último escenario se veía terrible, pero el simple hecho de saber que mi meta estaba cerca hizo que no me pareciera tan difícil. A pesar de la negrura de los árboles, la luz solar se reflejaba entre las hojas, permitiéndome ver lo suficiente como para saltar con poco esfuerzo los ríos de lava.

Llegué al templo de Kronomorth justo cuando estaba anocheciendo. Subí por unas escaleras y noté que el camino que yo había tomado era el único con acceso a ellas. Me asomé al borde para mirar el camino de piedras coloridas bordeado por margaritas que me recomendó el sujeto de la máscara. Vi que ese camino no llegaba hasta las escaleras del templo, pues se replegaba sobre sí formando una cinta de Möbius sobre la que caminaban miles de personas suplicantes, semejando un boceto de Escher terminado por Durero.

Ingresé por la ciclópea entrada del edificio intentando no hacer ningún ruido, pues el silencio allí dentro era absoluto. Grandes cerámicas de granito con arabescos cubrían el suelo, y en las paredes había símbolos arcanos incomprensibles para mí.

Caminé por su interior hasta que me crucé con un monje con el rostro deforme. Su nariz parecía haberse derretido y estirado hacia un lado. Sus parpados estaban pegados casi por completo, y no usaba ropa a excepción de un pequeño taparrabos; tal vez para dejar a la vista su torso lleno de cicatrices.

―Disculpe, vengo de muy lejos, estoy buscando… ―dije hasta que el monje me interrumpió llevándose el dedo índice a los labios en un gesto de silencio.

El sujeto elevó el rostro para poder verme mejor. Me observó durante unos segundos como si estuviera leyéndome el alma, y me indicó el camino hacia unas escaleras descendentes. Intenté agradecerle, pero otra vez se llevó el índice a los labios para indicarme que no hablara.

Bajé por las escaleras y allí encontré un segundo monje igual al primero; juraría que se trataba de gemelos.

―Disculpe, he perdido el rumbo, quisiera saber… ―tampoco pude terminar mi pregunta pues él también me interrumpió señalando hacia una entrada.

Llegué entonces a un arco tallado en madera y hueso, sobre el que colgaba una pesada cortina de terciopelo color vino. Corrí la tela, pero allí tampoco estaba mi solución; a unos pocos metros había otro arco igual al primero.

Mi mente comenzó a hacerse todo tipo de preguntas: «¿Encontraré aquí a mi creador? Si es así, le exigiré explicaciones». Pero al abrir la segunda cortina solo encontré un tercer marco igual a los dos primeros.

«Tal vez aquí esté el culpable de mis fracasos. Cuando esté frente a él le diré que se disculpe». Crucé al otro lado, mas solo encontré un nuevo marco de madera y hueso.

«Puede que del otro lado haya un ángel protector, le demandaré que me acompañe por el resto de mis días». Nada aún, solo un quinto marco igual a los demás.

«Quizás no sea una deidad, sino un hombre sabio. Le demandaré ayuda y consejos para poner mi vida en orden». Sin novedades; tan solo un nuevo marco me esperaba a pocos metros.

Perdí la cuenta de la cantidad de cortinas que atravesé y de la cantidad de reclamos que tenía para quien me esperase del otro lado. Pensé que tal vez fuesen infinitas, y que seguiría atravesándolas hasta que al final moriría bajo el peso de ese templo.

Llegué a un nuevo arco idéntico a los otros pero por alguna razón tuve la sensación de que de que se trataba del último; no podría explicar por qué lo supe, pero así fue. Abrí entonces de un tirón la última cortina de terciopelo y del otro lado encontré la causa y la solución a todos mis problemas. La respuesta estaba allí, sobre la inexorable superficie de un espejo.



sábado, 5 de diciembre de 2015

CRÍMENES EN BLANCO Y NEGRO





Pronto dejarás de temer a los payasos.


I


«Por favor, envíame un audio ¿Sí?», escribió Karina.

Se habían conocido hacía dos semanas, chateaban durante horas y ella quería conocerlo mejor. Un audio habría sido lindo, ella conocería su voz, además habría sido una prueba de que él no estaba conversando mientras su esposa dormía a su lado. Transcurrieron unos segundos y él seguía en sin responder.

«¿Y una foto?», escribió ella, «Quiero saber cómo eres».

La joven dejó de respirar mientras fijaba la vista inmóvil en la pantalla. Los puntos suspensivos le indicaban que el nuevo amor de su vida estaba respondiendo a su pedido:

«En lugar de enviarte un audio o una foto, te propongo lo siguiente: encontrémonos esta noche».

Aquella invitación fue el mejor mensaje que pudo recibir, fue una verdadera prueba de interés; o al menos eso fue lo que Karina creyó en ese momento. La joven asistió esa noche al lugar y hora acordados sin dudarlo, y su cadáver amaneció en un callejón.

La policía analizó en forma minuciosa la habitación de la muchacha asesinada. El detective Francisco Romero fue asignado para hacerse cargo de la investigación. Habló unas palabras con los padres de la joven y luego ingresó a la alcoba a dar indicaciones a sus hombres; no quería perder detalle.

Todos los muebles y adornos de Karina eran en colores negro y rosado, era un ataque directo a las retinas de Romero. Miró los posters uno por uno; intentó leer el nombre que aparecía en uno en el que aparecía una banda musical noruega. Movió los labios pero no logró pronunciar nada que se asemejara al modo en que lo diría Karina. Vio otra lámina, una de una banda musical japonesa, y esa vez ni siquiera intentó pronunciar el nombre.

El detective estaba abrumado por los fuertes tonos de la habitación y, para enfocarse en el caso, hizo una pausa en la que encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Al recordar el motivo de la visita se hundió en la depresión que le causaban los crímenes como aquel. Apoyó su mano con fuerza en su rostro y la subió por su frente, estirando su arrugado ceño hacia arriba, llegando así hasta sus canos cabellos.

De pronto Romero abandonó la alcoba de Karina. Se dirigió al pasillo, fue casi corriendo mientras apoyaba sus manos en las paredes y alfombraba el suelo de portarretratos de Karina y su familia. Al llegar al baño se encerró de un portazo y enseguida vomitó en el lavamanos. Tal vez su malestar fue a causa del asesinato. Tal vez fue a causa de los fuertes tonos de la habitación de la joven. Tal vez fueron los años de adicción al alcohol, al tabaco y a las pastillas que compraba sin receta médica. O tal vez fue porque el mundo ya no es lugar para un hombre bueno.

El detective salió del baño con el rostro y el cabello empapados en agua y sudor. Zurita, un joven oficial que lo había seguido, se mostró preocupado:

―¿Se encuentra usted bien?

―Mejor que nunca ―dijo Romero― ¿Alguna pista?

El joven Zurita negó con la cabeza mientras apretaba los labios.

La pesquisa siguió por horas pero no se obtuvieron pruebas. La policía tampoco obtuvo información útil de los familiares y amigos de la víctima. Lo único que habían logrado hasta ese momento era una nueva fotografía para agregar al expediente de crímenes sin resolver de un supuesto mismo asesino. Así, la fotografía de Karina se unió a la de las otras cinco muchachas que también habían sido encontradas asfixiadas en un callejón, sosteniendo una rosa teñida de negro.


II


Desde que Judith tuvo uso de razón, su padre se comunicó con ella de dos maneras: con gestos y con gritos. Sucede que el hombre era mimo, pero también era un ebrio golpeador. Brindaba espectáculos de mímica en plazas y en pequeños bares para luego gastar en bebida los míseros billetes que ganaba. Al regresar a su casa no hacía otra cosa que sentarse en su sillón a ver televisión hasta que se quedaba dormido. La cantidad de minutos que le tomaba ponerse a roncar dependía de cuánto alcohol había ingerido aquella noche.

«¡Deja de quejarte, niña!, ¡así nunca serás una buena mimo!»

La pequeña Judith lo oyó gritar esa frase una y otra vez mientras la obligaba a practicar los rutinarios movimientos. La mímica no era lo suyo, pero él se negaba a aceptarlo.

Un día el hombre cerró las puertas de su hogar sin dejar salir a su hija, ni siquiera para que fuese a la escuela; estaba decidido a convertirla en una gran artista de la mímica. La hizo practicar las rutinas una y otra vez durante semanas, indicándole con un bastón la posición correcta de la cabeza, los brazos y las piernas. Al principio le marcaba la posición con el bastón, pero pronto comenzó a golpearla con él para que ella corrigiera su postura. Un día la niña comenzó a hacerle caso sin siquiera quejarse, había encontrado al fin el modo de quebrar la voluntad de la pequeña.


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Aquella noche el mimo salió al escenario a intentar entretener a los pocos clientes que bebían en ese infecto tugurio. Luego de la rutina hizo ademanes para que Judith lo acompañara. Todos los ojos se enfocaron en la niña desde el instante en el que se dio a conocer en el escenario.

El hombre estaba orgulloso, su hija se había convertido en una gran artista; a todos les resultó imposible quitar la vista de la pequeña mimo de labios cocidos.


III


Romero llevó a su casa la resma de hojas impresas con las conversaciones de Karina y sus amigos; eran la última esperanza de encontrar algún dato que lo guiase al Asesino de la rosa negra. Se sentó a leer en su antiguo escritorio de madera junto a su lámpara oxidada, una de esas que ya no se fabrican y que dan la sensación de que seguirán funcionando por siempre.

Se sirvió un vaso de coñac e inició la lectura. Se sintió perdido entre tantos emoticones y palabras abreviadas. No le parecía estar leyendo conversaciones, sino jeroglíficos modernos sin sentido, pero se necesitaba más que eso para detenerlo. De pronto leyó que Karina hablaba de haber conocido a alguien interesante en el sitio amigochat.com. La joven mencionó a un muchacho romántico, inteligente y con sus mismos gustos. El detective se sirvió un segundo vaso de coñac mientras reflexionaba y recordaba la habitación negra y rosa de la joven. Bebió medio vaso de un sorbo, y encendió su viejo ordenador decidido a ingresar a amigochat.com.

Había decenas de salas para elegir, pero primero debía crear un perfil adecuado. Marcar el casillero de género femenino, subir una foto bajada de internet y poner un nombre que incluya alguna parte del cuerpo serían cuestiones suficientes para atraer la atención de cientos de hombres en minutos. Todo aquello lo hizo pensar en la cantidad de veces que un hombre mayor y alcohólico ingresaría al día con un perfil falso para hablar con jovencitas ilusas.

Haciendo memoria de las víctimas se dio cuenta de que todas tenían ciertas características en común. No eran chicas populares y llenas de amigos; se trataba de muchachas más bien introvertidas. Consideró que un perfil atractivo desde lo físico no despertaría el interés de un asesino como aquel. Entonces lo decidió. No puso foto ni indicó su género. Para finalizar se llamó a sí mismo Niñapoetisa, y así comenzó a recorrer las salas de chats.

Entre los usuarios en línea encontró a muchos personajes con nombres extraños e incluso irreproducibles, pero hubo uno que llamó su atención: Mimo666.

Niñapoetisa no le habló, por supuesto, prefirió esperar a que Mimo666 diera el saludo inicial. Luego de media hora, dos vasos de goñac, y muchos saludos de otros potenciales degenerados, Mimo666 se presentó.

A Romero le temblaban las manos, tenía un sospechoso del otro lado de la pantalla; tan lejos y a la vez tan cerca.

Tuvieron una conversación de varias horas, tiempo en el que el detective abría una ventana tras otra con poemas y frases que le ayudaran a hacer ver a su personaje como una apasionada pero elegante muchacha deseosa de un cortejo.

«¿Quién es tu escritor preferido» preguntó en un momento Mimo666.

«Edgar Allan Poe» dijo Niñapoetisa, «me gusta la poesía oscura».

Mimo666 le pasó un poema que él mismo había escrito, un poema que revolvió las entrañas putrefactas de Romero:

«Te arrancaré la lengua, te cortaré los dedos,
y no podrás entonces dialogar de nuevo.

Echaré plomo derretido en tus oídos,
y no volverás jamás a discutir conmigo.

Serás como un mimo, que habla sin palabras,
que en sus actos deja las cosas claras.

Y cumplirás tus promesas, día tras día,
pues no podrás vender tus frases vacías».

―Te encontré, maldito ―pensó Romero en voz alta―; este poema solo pudo haber sido escrito por un loco.

Luego de que el ritual de letras se prolongara por uno minutos más, Mimo666 invitó a Niñapoetisa a una cita para la noche siguiente. Del otro lado de la conversación Romero escribió «Me encantaría :)», y envió el mensaje con un clic y una sonrisa triunfantes.


IV


―¿Algún rasgo particular sobre los ladrones? ―preguntó el oficial Zurita mientras tomaba nota.

El denunciante dudó por unos segundos y luego respondió casi pidiendo permiso:

―Sí…, los cuatro estaban vestidos de payasos.

―¿Payasos?

―Sí, payasos. Tenían ropa a rayas blancas y negras, sus rostros estaban maquillados y durante el asalto no dijeron ni una palabra. Ni siquiera puedo asegurar si eran hombres o mujeres.

El detective Romero estaba parado a unos metros tomando un café con licor. Al escuchar eso se acercó e intervino en la conversación:

―Esos no eran payasos; eran mimos.

El detective terminó su trago en un instante y se dirigió al oficial:

―Quiero que me acompañes a interrogar otra vez a la niña de los labios cocidos.

―Sobre eso le quería hablar, jefe ―dijo Zurita.

Ambos se fueron a un rincón y el oficial le contó lo que había sucedido con Judith.

―¿Cómo que se escapó? ―preguntó el detective.

―La dejé sola un momento y luego no pude encontrarla.

―¡Pero es una niña! ―dijo Romero―. Su padre está detenido, no podemos permitir que ande sola, sobre todo luego de lo que le pasó.

Un oficial se acercó para decirle a Romero que el comisario deseaba hablar con él en su despacho; otra vez estaba en discrepancia con sus métodos. No era el mejor momento para hablar con el detective, no estaba de humor, aunque a decir verdad Romero nunca estaba de buen humor.


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―¿Sabes cuántos casos has resuelto de los últimos veinte que se te asignaron? ―preguntó el comisario.

―No tengo idea ―dijo Romero― ¿Usted dónde lleva la cuenta?, ¿en su diario íntimo?

―Tres, Romero. Solo tres.

―¿De verdad? Esas son fantásticas noticias. Creí que me iba a decir que no resolví ninguno. Uno solo habría sido suficiente para que todo mi trabajo cobrara sentido. Me ha alegrado el día, jefe.

Los ojos del comisario se abrieron como si estuviesen a punto de incinerar al irreverente detective. Apoyó sus palmas en el escritorio, llenó de aire y sus pulmones y estaba punto de gritar cuando alguien golpeó la puerta del despacho; era el joven Zurita:

―Disculpen la interrupción ―dijo el oficial―, pero parece que El asesino de la rosa negra ha cobrado una nueva víctima.


V


Romero estaba dispuesto a asistir a la cita de Mimo666 y Niñapoetisa esa noche; el asesino había matado a siete muchachas en tres meses, y alguien debía poner fin al asunto, aunque fuese por un medio no ortodoxo.

Parado en un oscuro callejón encontró un joven obeso, vestido con ropa en blanco y negro.

―¡Arriba las manos! ―gritó Romero―. Soy oficial de la policía. Estás detenido por el asesinato de siete mujeres.

Mimo666 levantó sus manos a la vez que expresaba una inquietante sonrisa.

El detective esposó y revisó al sospechoso. No encontró armas, ni siquiera un puñal, pero de uno de sus bolsillos sacó una rosa negra. Llevó al sujeto a su automóvil y lo empujó al fondo del asiento de atrás.

A las pocas cuadras se inició la conversación; ambos tenían mucho que decirse:

―¿Niñapoetisa? ―preguntó el sospechoso― ¿Usted es Niñapoetisa? La esperaba mucho más atractiva, oficial.

El joven comenzó a reír mientras el enojo del detective se reflejaba en el espejo retrovisor.

―Ríete mientras puedas, mimo; estas serán tus últimas risas. A decir verdad, creí que el asesino de la rosa negra sería más inteligente.

―¿Así me llaman? Yo no seré inteligente, pero ustedes no son nada originales. De todas maneras no me interesa su opinión; el ascenso de los mimos ya ha comenzado. Boris Zhanitsyn estaría orgulloso de mi trabajo.

―¿Boris quién?

―Boris Zhanitsyn ―dijo el sospechoso―, el mejor mimo de todos los tiempos.

A Romero le resultó conocido ese nombre. Comenzó a rebuscar en su memoria hasta que lo recordó.

―¿Acaso estás hablando del cuento? Has derrapado, muchacho; Boris es un personaje inventado, no es real.

―Usted puede creer que Boris es ficticio; usted puede creer que logrará culparme por esas víctimas; usted puede creer lo que quiera, oficial; pero dígame una cosa… ¿qué escribirá en el informe?, ¿acaso pondrá que me atrapó Niñapoetisa?

El joven comenzó a reír otra vez ante el mutismo del detective.

―No tiene nada en mi contra, viejo; me liberarán por la mañana y a usted lo dejarán fuera del caso.

Romero detuvo el automóvil y obligó a bajar al joven:

―Camina ―dijo.

Ambos avanzaron hacia un callejón aún más oscuro que aquel en el que se habían visto por primera vez. El detective iba unos pasos atrás del sospechoso.

―Oiga…, espere…, ¿qué hacemos en este lugar? ―preguntó el muchacho.

Al darse la vuelta vio que el policía lo estaba apuntando justo al medio del rostro.

―¡Silencio! ―dijo Romero―; los mimos no hablan.

El rostro del joven se puso tan pálido que pareció que estaba usando maquillaje. Apenas tuvo tiempo de poner un gesto de horror justo antes de que el detective apretara el gatillo.


VI


Seis años transcurrieron desde que el padre de Judith fue detenido. Seis años transcurrieron desde que ella se fue a vivir con un viejo tío materno que viajaba mucho y casi no estaba en la casa. Seis años transcurrieron desde que se descosió los labios, pero las cicatrices aún estaban allí.

Por la mañana Judith se enteró de que a su padre lo habían asesinado en la cárcel; los mimos maltratadores de menores no son populares de ningún lado de las rejas.

La adolescente se encerró en su habitación, donde podía verse que no era una amante del orden. Tenía ropa sucia tirada en el suelo, su cama era un colchón afectado por la humedad, y había cajas sin desembalar en cada rincón. Judith deseaba un cambio en su vida, pero aquel cambio no estaría relacionado con el orden de su recamara.

Esa tarde solo tenía una idea en mente: tomarse fotografías. Sacó varias de sus ojos, eran verdes y de pestañas largas. Muchos dirían que tenía un exceso de rímel, pero a ella le gustaban de ese modo. Tomó varias fotos de su cabello, bien oscuro; al principio bien peinado y luego otras desarreglado. Se colocó unas medias a rayas blancas y negras, unas que la cubrían justo hasta sus rodillas inquietas. Se acostó en la cama bocarriba y se fotografió las piernas mientras las levantaba en diferentes poses provocativas. Luego se aproximó a un espejo de cuerpo completo y acomodó su escote. Levantó sus enormes senos para que se vieran más firmes y redondos, y se tomó una última fotografía. Tenía planeado publicarlas en internet, a todas con excepción de aquellas en las que se le notaban las cicatrices en los labios.

Judith se sentó en su escritorio y encendió su notebook. Junto a ella había una perfecta rosa roja ahogándose en tintura negra. Cliqueó en su ordenaron e ingreso a amigochat.com; esa noche se crearía una cuenta, esa noche conocería a su primera víctima.



FIN



Si te gustó esta historia, puedes acompañar a Romero y a Zurita en otro misterioso caso.

Teaser de UNA MUERTE PARA SABRINA, hecho por Alejandro Silver:






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jueves, 19 de noviembre de 2015

EL AMO, EL ESCLAVO Y LOS AMANTES





Desde que era niño, Bertrand perteneció al mundo de la actuación; al igual que todos nosotros. Siempre se esforzaba por hacer de la mejor manera el papel que le tocaba en cada obra y eso, para muchos, era suficiente para que se lo considere un buen actor.

En algo se destacaba: era polifacético. Era capaz de interpretar cualquier papel. A lo largo de los años le tocó interpretar todos los roles de la obra en la que trabajó. Hizo muchas veces de amo, de esclavo, y también de amante.

Como amo castigaba y recompensaba a su esclava desplegando toda su imaginación. Lo hacía con cuidado de no lastimarla, además de asegurarse de que ella lo disfrutara tanto o más que él. Como esclavo hacía lo que su ama le ordenaba sin emitir queja alguna, entregando su voluntad por completo.

Muchos dicen que lo que mejor hacía era el papel de amante. Cuando le tocaba ese rol daba los besos más apasionados; siempre cuidando de que su público tuviera la mejor vista. Sin embargo, sin importar lo que ocurriese en el escenario, cuando se cerraba el telón todo se volvía oscuro. A la mañana siguiente solía revisar el periódico para ver si aparecía su nombre en él, lo que le brindaba una pequeña alegría. Luego del desayuno Bertrand se maquillaba frente a su espejo iluminado, y ya nada de lo que había ocurrido la noche anterior importaba, y estaba listo para una nueva aventura dejando todo su pasado atrás.

Una noche ocurrió algo que quedó grabado en su memoria para siempre. El director del teatro apareció de entre las sombras, vestido de smoking y con la cara cubierta con una máscara roja con una sonrisa pintada. Los actores se acercaron a él y éste les extendió su galera como hacía siempre. Bertrand metió la mano y tomó un papel, y al desenvolverlo leyó: «Amante». A esa altura le daba igual el papel que le tocara, pero cuando vio a su compañera se sorprendió. Todos los reflectores la apuntaron. Estaba vestida con un traje blanco de lycra ajustado, y se estaba limpiando el maquillaje de otra obra en la que había participado:

―Me llamo Marie ―dijo ella―. Seré tu pareja esta noche.

Bertrand balbuceó algo incomprensible.

Esa noche no le importó cuánto público había. Los palcos tal vez estuvieron vacíos, o quizás con solo un espectador sentado en el medio; tal vez estuvieron llenos, imposible determinarlo, las luces seguían apuntando solo a su compañera de acto.

Al principio él debió improvisar, porque muchas veces en el teatro se debe improvisar. Su papel le indicaba que debía conquistarla, y comenzó a hablar con una voz que poco a poco se hizo menos temblorosa y más segura:

―Debes dejar atrás las relaciones que te hacen mal ―dijo él―, esas en las que uno quiere más que el otro. Cuando eso sucede, el más querido controla la situación, y es quien decide cuando la pareja se termina.

Marie escuchó atenta y, sin pronunciar palabra, hizo un leve gesto indicándole a Bertrand que siguiera con su discurso.

―Necesitas a alguien que esté cuando tu mundo se derrumbe, para que te diga: «Yo estoy contigo, Marie». Alguien que, cuando se preocupe por una tontería, también te espere ahí para escucharte decirle: «Tranquilo, Bertrand; todo va a estar bien».

Marie sonrió y Bertrand le dio todos los besos que había aprendido en obras anteriores, incluyendo aquellos en los que había sido amo o esclavo. La sujetó por momentos de las muñecas, y en ocasiones cerró los ojos elevando el rostro hacia atrás para dejar que ella mordiera su cuello.

El acto estaba a punto de terminar y el director del teatro le indicó que dijera algo para hiciera sonreír a su pareja para el cierre.

―No se me ocurre qué más decirte ―dijo él―, ¿puedes fingir una sonrisa?

―Nada de lo que hice esta noche ha sido fingido, Bertrand. Di algo verdadero para que esto siga siendo así y el cierre sea perfecto.

―¿Algo como qué?

―Si me dices cualquier cosa linda sonreiré ―dijo Marie―. Di lo que sea, lo más lindo que se te ocurra.

―Es que no se me ocurre nada más lindo que tu sonrisa.

Bertrand bajó la mirada, pero luego, gracias a su experiencia como Esclavo, venció su vergüenza y alzó la vista hacia ella otra vez. Ella sonrió y él sintió que el teatro se llenó de aplausos sin importar la cantidad de público que hubiese en las butacas.

Se besaron una vez más y sobre el final, gracias a su experiencia como Amo, él mordió el labio inferior de su amada con la presión justa mientras el telón se cerraba.

―Creo que lo hicimos bien ―dijo Bertrand― ¿Tú qué opinas?

―Estoy segura de que así fue ―dijo ella―. Tengo la sensación de que nos harán interpretar el papel de amantes durante mucho tiempo.

A la mañana siguiente la radio, el diario y la televisión, solo hablaban de ellos. Cada canción que Bertrand escuchó ese día se dirigía a él y a su coestrella. Estaba ansioso por regresar al teatro y que le dieran otra vez el papel de amante.

El director del teatro le acercó su galera, y su sonrisa pintada parecía estar más grande que nunca. Bertrand tomó un papel y leyó: «Amo».

―Debe haber un error, creí que mi historia con Marie duraría más tiempo.

El hombre de la máscara no contestó.

El actor salió a buscar a quien había sido su coprotagonista la noche anterior y notó también su desconcierto.

―A mí me tocó ser amante otra vez ―dijo Marie―, pero no contigo.

―¿Y qué harás? ―preguntó Bertrand.

―Supongo que debería olvidarme de ti, al menos por esta noche. El guión dice que debo besarlo y acariciarlo. Tal vez lo haga pensando en ti, o tal vez no.

Ella se alejó mientras él se llenaba de amargura.

Durante el acto Bertrand vio a su ex pareja besarse con otro, pero no podía distinguir si ella estaba feliz. Parecía estarlo, pero él no podía tolerar que estuviese con alguien más.

―Eso no es felicidad ―se dijo a sí mismo―. Quiero que sea feliz, pero solo puede serlo junto a mí.

Su esclava se presentó:

―Buenas noches ―dijo―, mi nombre es…

―¡Silencio, perra! ―dijo Bertrand.

Luego de decir eso le puso una máscara de látex negra; una ciega, para que ella no pudiera ver sus lágrimas. Lo hizo para humillarla, lo hizo para deshumanizarla. No quería una mujer, quería un objeto. Desde que perdió a su amada, las mujeres no eran más que cosas para él.

La ató y la azotó con furia. Castigó a la desdichada que le tocó actuar junto a él esa noche sin preocuparse por los límites. Fue duro, y descargó toda su ira sobre la espalda y las nalgas de su nueva pareja.

A Bertrand le temblaban las manos, tenía aún muchos más golpes que dar, pero el público comenzó a asustarse por tanta violencia.

Se retiró del escenario sin siquiera saludar, dejando a su compañera atada, lastimada y humillada a la vista de todos.

Una nueva velada era una nueva posibilidad. Bertrand abrió el papel que retiró de la galera esa noche y leyó: «Amante». Saltó de alegría y luego fue en busca de Marie, esperando que ella fuera su pareja otra vez, pero cuando la encontró se dio cuenta de que no sería así:

―Hoy me tocó ser esclava ―dijo ella.

Un hombre musculoso la sujetó del brazo y la llevó con él. Bertrand se quedó a un costado viendo toda la escena, sintiendo ganas de asesinar al amo de Marie. El amo la trató con desdén mientras ella se arrodillaba ante él. No podía creer que ella se entregara de esa manera ante un hombre al que le era indiferente, sabiendo que él era incapaz de lastimarla.

Mientras observaba impotente la escena, una voz suave sonó junto a su oído:

―Hola, Bertrand; seré tu pareja esta noche. Mi nombre es…

Él no pudo escuchar el nombre; un fuerte silbido taladraba su oído en ese momento.

―No creo poder actuar bien esta noche ―dijo él―. No podré concentrarme, eres muy bella pero en este momento no puedo estar con nadie. No eres tú, soy yo.

Era cierto lo que decía; era él. Pero era él por Marie, porque Bertrand no era él sin ella.

―Inténtalo ―dijo su nueva pareja―; eres buen actor.

Bertrand dio el mismo discurso que el que le dijo a Marie. No lo sintió esa vez, pero de todas maneras lo dijo mejor, pues ya tenía experiencia.

―Debes dejar atrás las relaciones tóxicas, esas en que uno quiere más que el otro. Pues el más querido controla la situación, y es quien decide cuando la pareja llega a su fin. Necesitas a alguien que esté cuando tu mundo se derrumbe, alguien que te diga «Yo estoy aquí contigo». Y luego, cuando él se preocupe por una nimiedad, también estés ahí para decirle «Tranquilo, Bertrand; todo va a estar bien».

El público aplaudió más que la primera vez que Bertrand pronunció esas palabras, pero él no escuchó los aplausos, él solo podía ver a un montón de mimos chocando sus manos sin causar sonido, riendo carcajadas mudas, y cuyas emociones no eran más que otra actuación.

Las noches pasaron y Bertrand y Marie no volvían a actuar juntos, hasta que por fin el destino los volvió a unir. Tomaron juntos los últimos dos papeles que quedaban en la galera del director del teatro y los leyeron:

―Esclavo ―dijo él.

―Ama ―dijo ella.

Él la miró contento, pues les había tocado actuar juntos otra vez, pero ella no sonrió ante su entusiasmo. Bertrand llevaba tiempo necesitando sus besos y sus caricias, pero Marie no le dio nada de eso. Lo golpeó con un bastón hasta casi dejarlo inconsciente, y cuando intentó levantarse ella lastimó su espalda con un látigo hasta que unas gotas de sangre brotaron de su piel.

―¿Por qué me castigas así? ―dijo él― ¿Acaso no ves que te amo?

Ella siguió azotándolo mientras esas palabras se perdían en los pasillos del teatro. Él extendió su mano intentando acariciarla, pero Marie se la pisó con su bota de cuero. clavándole el fino taco entre sus tendones. Bertrand alzó la mirada y pudo notar que, mientras ella le clavaba el fino taco en los tendones, sentía tanto dolor como él.

El tiempo pasó y pasaron las temporadas, y a Bertrand y a su amada les tocó interpretar todos los papeles. Él besó otros labios y ella acarició otros brazos; ambos se hicieron daño en muchas ocasiones pues seguían sin que les tocara ser amantes a la vez.

Y así siguen hasta hoy, con espaldas lastimadas, subiendo noche tras noche las escaleras del teatro, esperando que alguna vez puedan volver a actuar juntos y a ninguno le toque el papel de amo ni el papel de esclavo.



domingo, 25 de octubre de 2015

AMIGO MONSTRUO





―Hola ―dijo la niña― ¿Por qué te escondes tras ese arbusto?

El monstruo tembló ante la pregunta. Había estado observándola durante varios minutos mientras ella jugaba a las muñecas sobre el césped. Creía que nadie descubriría su camuflaje, creía ser un asesino invisible a los ojos humanos. En ese momento su camaleónica piel comenzó a ponerse de todos colores: violeta, amarillo, azul…, había perdido el color verde y marrón del arbusto.

―Solo te estaba observando jugar ―dijo él―. Te pido disculpas si te asusté.

Era cierto; solo la estaba observando jugar. En un momento pensó en atacarla, devorarla como solía hacer con los humanos, pero había algo distinto en ella.

―Sal de ahí, por favor. Quiero conocerte.

¿Cómo decirle que no a esa enorme sonrisa? ¿Cómo decirle que no a esas dos colitas de cabello rubio o a ese pequeño vestido floreado? ¿Cómo decirle que no a la criatura más hermosa que había visto en su vida?

El monstruo salió de su escondite. Intentó cubrir sus colmillos con los labios haciendo un gesto ridículo, puso sus tentáculos detrás de la espalda, entrecerró las garras para que no se le vean las uñas y hasta puso su cola de dragón tras una de sus patas.

―¿Estás nervioso? ―preguntó ella.

―No ―dijo él mientras una gota de sudor recorría su rostro deforme.

―Pareces nervioso.

―Pues no lo estoy.

―De acuerdo. Pero lo pareces.

―Tal vez un poquito.

―¿Y por qué?

―Porque no nos conocemos. Quiero caerte bien. Cuando uno no conoce al otro, quiere mostrarse del mejor modo posible; no quiere que el otro piense mal de uno.

La niña asintió.

―¿Quieres que seamos amigos? ―preguntó ella.

El monstruo sonrió mostrando sus largos colmillos, luego recordó que los estaba ocultando y se tapó la boca con uno de sus tentáculos. Luego recordó que también estaba ocultando sus tentáculos, entonces lo volvió a ocultar y respondió con un «Sí» que le salió con voz ronca, con voz de monstruo. Luego quiso responder de nuevo con una voz más dulce, entonces tosió y le salió la respuesta en un tono tan agudo que hizo que la niña se riera a carcajadas. Luego de reír, la niña gritó con alegría:

―¡Entonces lo seremos!

Él quiso reír junto con ella, pero se puso serio y decidió confesar:

―Antes debería decirte una cosa: nosotros dos no somos iguales. He estado intentando mostrarme de un modo que no soy. Oculté mi verdadero yo. No sé si podremos ser amigos siendo que uno es el alimento natural del otro.

En ese momento unos tentáculos gigantescos salieron de la espalda de la niña. No eran como los de él, eran en verdad enormes, estaban cubiertos de un fluído oscuro y tenían aguijones que se veían muy venenosos.

―No te preocupes ―dijo ella―, somos amigos; jamás te haría daño.



martes, 20 de octubre de 2015

TU NEGRO CORAZÓN





Me convertí en aire para atravesar tus labios. Planeé por tus bronquios con alas de cartílago, acercándome a tus pulmones con cada respiro. Pronto fui expulsado por humo gris contaminante, fracasando en mi primer intento de ingresar en ti.

Me atreví de nuevo; navegué por tus venas en una balsa de hueso. Al rato me perdí y encallé en un tramo seco, donde los glóbulos se acumulaban como arena. Abandoné mi balsa pero no mi búsqueda; estaba dispuesto a encontrar tu corazón.

Me arrastré por tus intestinos podridos, ascendiendo despacio, soportando toda tu mierda. Logré llegar a tu estómago y nadé. Estaba lleno de un caldo tóxico, y mientras nadaba iba chocando con masas pesadas que no distinguía en la oscuridad. Un haz de luz atravesó una úlcera y vi que esas masas eran restos de personas; eran los cadáveres de otros como yo.

Atravesé esa úlcera, esa por la que tanto me culpaste, y salí entonces de tu bolsa infecta. Abrí tu diafragma polvoriento como si fuese el telón de un viejo teatro. Una vez en tu pecho busqué desesperado, mirando a todos lados, pero no pude hallar tu corazón.

Me sentí perdido, como el soldado de plomo de una guerra sin sentido. Regar flores de plástico había sido mi estilo.

Te odié, por haberme mentido, por haber jugado conmigo. Odié a quienes me aconsejaron mal, por haber sido insistentes. Odié a quienes me aconsejaron bien, por no haberme convencido. Desprecié al mundo entero por fallarme de nuevo y me desprecié a mí; sobre todo a mí.

Decidí no involucrarme otra vez en algo así, decidí que jamás intentaría ingresar en el cuerpo de alguien, en tocar sus entrañas, en llegar a su alma; y en ese momento encontré tu corazón.

El asqueroso órgano parecía haber estado a la vista todo el tiempo, parecía tan expuesto. Era negro, seco y arrugado, ubicado en el centro de tu pecho. Me acerqué a él y lo toqué con las puntas de mis dedos. Latía despacio, consumiendo la energía a su alrededor sin dar nada a cambio. Entonces me di cuenta de que, para poder verlo, mi corazón también necesitó estar muerto.



viernes, 2 de octubre de 2015

ASTAROTH





«¿Se siente usted ansioso? ¿Tiene un vacío en su vida que no logra llenar? ¿Siente que está a punto de alcanzar la felicidad pero jamás lo logra?»

Las palabras en el anuncio del periódico parecían haber estado escritas para él. Daniel anotó la dirección del lugar y ese lunes al salir de la oficina pasó por allí de camino a su casa.

Ocultismo, nigromancia, demonología...; era uno de esos lugares donde uno siente que no será el mismo tras cruzar la puerta.

Al ingresar vio un anciano con un rostro no apto para menores.

―Buenos días ―dijo Daniel.

El empleado no contestó, solo se limitó a apretar los labios arrugándolos, para luego carraspear mientras miraba fijo al cliente.

Daniel no pudo esperar más el saludo, debía volver pronto a su vida de momentos efímeros, frases célebres descontextualizadas, grotescos microrrelatos pseudofilosóficos y memes de internet.

―Estoy buscando algo diferente a cualquier cosa que me pueda imaginar. Busco la solución a los problemas que tengo y a los que aún no tengo también. Quiero llegar al final del camino sin la necesidad de dar un solo paso. Anhelo obtener el primer puesto de una carrera que jamás corrí. Deseo tenerlo todo sin necesidad de hacer nada.

El anciano hizo una sonrisa leve y la arrugada piel de su cuello se izó unos cuantos centímetros.

―Tome ―dijo al fin mientras le entregaba un libro negro sin nombre.

Daniel lo tomó tratando de no hacer contacto con las pútridas uñas del empleado.

―¿Es bueno?

―Los objetos no son buenos ni malos, todo depende de lo que uno esté buscando.

―¿Cuánto le debo?

―Úselo hasta el viernes y vuelva.

Daniel llevó el libro y esa misma noche lo abrió a la hora en que los fantasmas comienzan su guardia.

Fue volteando sus páginas mirando las extravagantes imágenes de baja calidad artística. Vio que había cientos de conjuros para elegir. De pronto dio con una figura que llamó su atención. Se trataba de Astaroth, “el gran duque del infierno”. El pérfido demonio de alas corroídas lo invitaba a sucumbir ante la lujuria y la pereza. Su aspecto bestial parecía indicar que gozaba de una adoración de antigüedad insondable, aunque los regocijos del dinero y de la carne son atemporales.

El pacto era simple: llevar un feto demoníaco en su vientre a cambio de una vida de placeres frívolos. Pero cargar con un ser mefistofélico en el interior no es tarea fácil; los dolores físicos a los que se sometería serían tan grandes como los beneficios que éste le daría.

Esa noche Daniel colocó las velas según el pentagrama indicado en el conjuro, y firmó el acuerdo utilizando todos y cada uno de sus fluidos corporales.


Al día siguiente, al llegar a la oficina, todas las mujeres con las que se cruzó lo miraron; Daniel tenía algo especial. No era algo en su rostro ni en su cabello, era algo más. Llevaba puesto uno de sus trajes más insulsos y arrastraba los pies ocasionando molestos ruidos en la alfombra de nylon. No obstante, ningún miembro del género femenino (ni tampoco algunos del género masculino) pudo esquivar su mirada.

A medida que avanzaba los paneles blancos de los cubículos de la oficina reflejaban sombras de sonrisas enormes y ojos burlescos. De pronto notó esas imágenes, y la sombra de una mano salió del panel para arrastrarse por la alfombra. Los largos dedos de la figura se aproximaron a los pies de Daniel y éste se detuvo asustado. En ese momento lo chocó una compañera de trabajo que venía cargando una pila de papeles. Cuando volvió a mirar, las sombras se habían difuminado.

―Perdón, Daniel ―dijo Florencia― ¿Cómo estás?

Recogieron agachados las hojas que se habían caído mientras ella se sonrojaba ante cada roce de piernas. Florencia era muy bella, ocupaba el cubículo F7 y era la encargada de parametrizar las divergencias. Solo habían hablado unas pocas veces, pero ese encuentro pareció ser el inicio de algo intenso.

Cuando terminaron de juntar los papeles ella continuó su camino y le regaló una última sonrisa. En ese momento un dolor lo atacó. Algo en sus entrañas ocasionaba presión, latiendo en lo más profundo de su ser. Saludó con una sonrisa fingida y se retiró por el pasillo hacía el baño, pero al ingresar con intenciones de vomitar, los golpes que parecían ser puntapiés en su estómago cesaron.


El miércoles por la mañana, en la oficina, Daniel recibió un correo electrónico con la respuesta de un sorteo en el que había participado unos días atrás. Al ingresar leyó: «¡Usted ha ganado un televisor de 60 pulgadas!» Primero sospechó de su suerte, pero lo que parecía ser un puño atravesando su intestino delgado hizo que se olvidara por completo del asunto.

Fue corriendo al baño y allí empujó la puerta. Antes de que ésta se cerrara, vomitó un líquido verde oscuro en el suelo. No había nadie allí por suerte. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban colorados y húmedos, y que sus párpados habían oscurecido. Concentró la mirada en un punto del reflejo y su cabeza comenzó a dividirse en dos hasta que llegó a ver un rostro de dos narices y tres ojos. El ojo del centro se llenó de sangre, y un poderoso haz de luz brotó de él y lo golpeó, dejándolo inconsciente.

Despertó recostado sobre el escritorio sin saber qué había sucedido. De pronto escuchó una música de glam rock que lo obligó a mirar por la entrada de su cubículo. Nadie más se asomó al pasillo, era como si solo él escuchara la melodía. No la oía con claridad, parecía provenir de adentro de un frasco cerrado o como si la estuviese escuchando sumergido en el agua.

Entre los paneles blancos, la sensual secretaría del gerente iba recorriendo el pasillo hacia él. Las luces de tubos fosforescentes se apagaban y encendían; solo la que estaba justo encima de ella iluminaba sus rizos dorados, siguiéndola como lo hacían los ojos de Daniel. Llevaba un vestido rojo hasta las rodillas que, de tan ajustado, era como si lo hubieran pintando sobre su voluptuosa figura. Sus piernas se movían balanceando su cuerpo, sin embargo, los finos tacos de sus zapatos se apoyaban en perfecta línea recta. Se acercó a Daniel para darle un sobre de papel madera y luego se retiró guiñándole un ojo en un gesto que duró una eternidad. Él vio como sus pestañas bajaban una a una, arqueándose y rebotando al ascender de nuevo.

El sobre tenía un pequeño papel dentro que decía: «Te espero en la fotocopiadora en 5». Daniel estuvo allí a los dos minutos y medio. La bella señorita estaba junto a la puerta, y luego de que él ingresara la cerró con llave. La secretaria se sentó en la fotocopiadora y levantó su vestido rojo, dejando a la vista unos carnosos muslos. La fotocopiadora estaba encendida y, mientras él la penetraba con fuerza, sacó suficientes copias del acto como para empapelar el templo de Afrodita.

Pronto se corrió la voz de que Daniel era una especie de máquina sexual. Era cierto; el pacto con Astaroth lo había convertido en un demonio con las mujeres.


El jueves Daniel tuvo una punzada en la boca del estómago mientras bebía su café en el trabajo. Daniel estaba tenido una gran semana, pero comenzó a pensar si podría seguir tolerando tanto sufrimiento.

Tiró el vaso del café en el cesto y fue como si ese fuera el interruptor de la corriente de todo el piso. Las luces rojas de emergencia iluminaron el lugar y una sexy compañera de trabajo con quien jamás había hablado ingresó en su cubículo. Quedó petrificado, contemplándola desde la silla con el rostro a pocos centímetros del busto de la muchacha. Ella llevaba la camisa con los botones superiores abiertos, mostrando el amplio escote como una invitación al paraíso ida y vuelta. La joven empleada se acercó a su oído y describió con un susurro una escena que Daniel solo había visto en sábados solitarios frente al ordenador.

Esa misma noche ella fue a su casa junto con su mejor amiga. Al principio él tuvo miedo de no lograr complacer a las dos morenas paradas en el umbral de su puerta, pero pronto fueron ellas las que no lograron seguirle el ritmo. A mitad de la velada el televisor se encendió sin que nadie hiciera nada, y pasó una melodía psicodélica con imágenes de colores que iluminaron la habitación. En el torso de Daniel se dibujaron rostros amorfos mientras él reía fuera de control.

Luego de que todos se vistieran volvió a ser el mismo hombre amable de siempre, y las dos jóvenes se retiraron agotadas tras el encuentro. Antes de abrirles la puerta hizo un comentario parte en broma parte en serio:

―La próxima vez vengan con otra amiga.

Ellas hicieron una sonrisa cansada y se retiraron aún sin poder recuperar el aliento.

Minutos más tarde Daniel corrió al baño para terminar pasando la noche entera vomitando, casi sin poder disfrutar del recuerdo de lo que acababa de suceder en su departamento.


El viernes, antes de ir a trabajar, fue al médico; aunque sabía que ningún remedio podría detener su sufrimiento. Nada salió en las radiografías, y cuando le preguntaban qué era lo que sentía, sus descripciones no parecían provenir de una mente sana.

Una espiral de lava burbujeante ascendiendo por su vientre. Una serpiente de mil cabezas mordiendo sus intestinos y dejando dos mil pequeños huecos sangrantes. Un líquido corrosivo fluyendo por sus tripas, causando quemaduras que se elevan hasta las puertas de un dios demasiado ocupado para socorrerlo.

Una vez en la oficina, luego de otro fuerte dolor estomacal, fue al baño y se quedó allí durante horas hasta que un compañero fue a buscarlo.

―¡Dani!, ¿estás bien? El gerente te anda buscando. ¿Será que por fin te darán ese ascenso?

Daniel vomitó sangre en ese momento y supo que tenía que tomar una decisión respecto a sus placeres y a sus dolores. Esa misma tarde se dirigió al lugar en donde había conseguido el libro con el que hizo el pacto con Astaroth:

―Buenas tardes ―dijo Daniel. Su rostro estaba pálido con excepción de una aureola negra en los ojos. Sudaba profusamente y apenas podía mantenerse erguido frente al mostrador.

El empleado no contestó, solo se limitó a apretar los labios arrugándolos para luego carraspear como hacía siempre.

―Ahora recuerdo que usted no es un gran hablador ―dijo Daniel―. El demonio está creciendo en mi interior, y he pasado los días de prueba. Ahora sé bien qué es lo que quiero respecto a todo el asunto; ya he tomado la decisión.

Sacó el libro sin nombre de su portafolios y lo apoyó sobre el mostrador. Un dolor como nunca antes había sentido lo atacó en el centro del estómago. Las gotas de sudor caían de su frente mojando la tapa negra del libro.

―¿Ya ha tomado la decisión? ―preguntó el empleado― ¿Quién dijo que la decisión es suya?

Un instante después dos garras atravesaron el abdomen de Daniel, abriéndolo al medio mientras él gritaba y se desangraba. Pronto un pequeño rostro se asomó por el agujero; la decisión sobre su vida ya había sido tomada.



viernes, 28 de agosto de 2015

NOMOFOBIA





Salí de su casa temblando, las piernas me fallaban, y un nudo en el pecho no me permitía respirar ni pensar con claridad. La había perdido. O tal vez no, tal vez aún tenía una oportunidad con ella. Después de todo sentí un brillo en sus ojos cuando se despidió, sentí que aún podía ver a la persona detrás de ese frío envase de vidrio que acostumbra separarnos, vidrio que se volvía más grueso en los momentos en que mi ansiedad y verborragia salían a la luz.

Caminé perdido en el laberinto de mi mente, cruzándome con los recuerdos de ella en cada rincón. A mi alrededor sonaban celulares que nunca eran el mío, y revisé si acaso había perdido la señal. Un sonido de celular familiar me hizo buscar el mío de inmediato. No era ella, era un mensaje de otra persona; no registré de quién, no tenía importancia. Odié a quien me escribió en ese momento.

Tiempo después volvió a sonar mi teléfono. Se trataba de la batería; se estaba agotando. ¿Qué iba a hacer en caso de no llegar a cargarlo? ¿Y si ella me escribía y no me llegaba el mensaje? ¿Y si ella me llamaba y la atendía el contestador? Di vueltas en el lugar y salí corriendo hacia una dirección cualquiera hasta que choqué con un grupo de mujeres:

―Ayúdenme, por favor ―les dije―. Necesito cargar con urgencia mi teléfono celular.

Ellas me notaron demasiado desesperado y me dieron la espalda.

En ese momento vi a un amigo, y le pedí que me prestara su cargador. Me dijo que su teléfono estaba con poca batería también y que, al igual que yo, estaba a la espera de un llamado determinante.

Fui a casa de mis padres, que estaba más cerca que la mía, pero sus cargadores no eran compatibles con mi teléfono pues sus celulares eran de una generación anterior.

Comencé a hiperventilarme, y la ansiedad se transformó en pánico. ¿Qué ocurriría si jamás en mi vida lograba cargar la batería de mi teléfono? ¿Qué pasaría si ella me llamaba y, al no poder comunicarse, creía que era yo el que no quería hablarle?

Me senté en un banco de una plaza a pensar durante un momento, y un hombre de traje y corbata se acercó a preguntarme por qué estaba tan nervioso. Su impavidez me sorprendió, por un momento quise ser como ese hombre; tan opuesto a mí, bien peinado, bien trazado, en paz consigo mismo y con el mundo a su alrededor. Le conté lo que me ocurría y me dijo que mi problema no era ella sino yo, y que luego de muchos años de diálogos casuales, yo lo descubriría. Entonces decidí que no quería ser como él, pues mi problema era inmediato y real, y se solucionaría con un simple llamado por parte de ella.

Una mujer parada en una esquina me llamó. Luego de largar una gran bocanada de humo de cigarrillo me ofreció sus servicios:

―Hola, amor. ¿Estás buscando cargar tu celular?

Le entregué mi equipo sin vacilar y ella lo enchufó por diez minutos.

―Se acabó el tiempo ―me dijo―. Son cien, amor.

Al ver el indicador de batería noté que el teléfono seguía igual de cargado que antes, que no había ni aumentado ni disminuido la batería. Entonces supe que pagarle a esa mujer no fue más que una solución pasajera, y que estaba en la misma situación que antes pero con menos dinero.

Mientras seguía corriendo hacia mi casa iba mirando el móvil para ver si recibía algún mensaje de mi amada, pero el casillero seguía vacío. Revisaba dejando intervalos de tiempo cada vez menores; creo que al final lo hacía cada diez segundos, agotando la batería de un modo aún más rápido.

A pesar de lo mucho que corrí, cuando llegué por fin a mi hogar el teléfono estaba a punto de apagarse. Busqué el cargador en el cajón de la mesa junto a mi cama y desesperado lo enchufé a la pared pensando que yo moriría si mi equipo se apagaba antes de que lograra ponerlo a cargar. Pero entonces, justo cuando iba a conectar el móvil, éste dio un sonido de alerta final y su pantalla se puso negra. Miré el teléfono en mi mano izquierda y el cargador en la derecha, luego verifiqué que mis signos vitales aún estaban allí. Seguía vivo, lo que parecía que me iba a matar no lo hizo. Entonces apoyé el celular desconectado en mi mesa de luz y recargué mis energías en un sueño reparador.