―¡Pero miren a quién vengo a encontrar en este antro infernal!
Se dio la vuelta y lo vio: un gigantesco anciano cubierto con una túnica.
Por mucho que lo intentaba, a Marcos le costaba encontrar un momento a solas. No llevaba su sotana puesta, pero de todos modos su profesión lo obligaba a escuchar al prójimo. Se levantó y se acercó a estrecharle la mano al misterioso sujeto.
―Hola ―dijo Marcos casi de mala gana― ¿Nos conocemos? Discúlpeme pero no recuerdo su nombre.
―Te conozco, Marcos. ¿Mi nombre? Tengo muchos nombres, tú sabes bien quién soy.
El enorme individuo le apretó la mano con tanta fuerza que Marcos tuvo la sensación de que, si lo deseaba, podría haberlo dejado sin falanges enteras.
Luego del saludo lo invitó a su mesa que, por alguna extraña razón, estaba mucho más sucia que el resto. Se sentó y el sujeto se quedó mirándolo con una sonrisa amarillenta de dientes largos, enmarcada por una barba corroída por la mugre del tiempo. El eclesiástico no pudo soportar la perturbación que le provocaba aquel silencio y se apuró por iniciar una conversación:
―De acuerdo…, y dígame…, ¿se puede saber qué tan grande es su culpa que lo obliga a estar en este sitio hasta estas horas? Ya salió el sol.
―Eso no te importa, no estoy buscando los consejos de un sacerdote. Hablemos mejor de la razón por la que tú estás aquí, hagamos de cuenta de que no la sé; quiero escuchar tu versión.
Marcos se sorprendió ante aquellas expresiones, pero por algún motivo le contó su verdad:
―La razón es simple: ya no tengo fe en lo que hago. Hace años que quiero abandonar la lucha porque siento que ha perdido el sentido. No puedo seguir dando sermones sobre la igualdad de los hombres cuando veo tanta injusticia en el mundo.
El anciano comenzó a reír, luego la risa se transformó en carraspeo y el carraspeo en expectoración.
―¿Y quién dijo que la vida es justa? Además, los hombres no son todos iguales, al menos no lo son en un sentido muy importante: existen religiosos y existen ateos. Esa es una de las pruebas más difíciles de refutar sobre la existencia de Dios.
―¿Se supone que eso probaría su existencia o su no existencia? ―preguntó Marcos.
―Te contaré una historia...
«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, solo existían dos pueblos. Durante siglos perdieron el contacto entre sí, porque cada uno ocupaba una isla. Al principio se comunicaban navegando, pero debido a sus costumbres impuras, involucionaron hasta que las embarcaciones que construían ya no servían para cruzar el profundo mar que los separaba.
Los oriundos de la isla del sur solían recibir en su costa restos de herramientas hechas por el hombre que, aunque eran igual de básicas que las que ellos fabricaban, no las reconocían como propias. Así supieron que no estaban solos en ese océano infinito. La curiosidad, poderoso motor, los hizo construir la más grande embarcación que habían hecho hasta el momento. Entonces se dirigieron al norte, en busca de sus hermanos perdidos.
El rey del sur decidió unirse a la travesía, ya que la misma sed de poder que lo convirtió en rey lo hacía desear ser el primero en saludar y en establecer el comercio con el nuevo mundo.
Todos esperaban el encuentro de sus líderes y fue una gran sorpresa ver que el rey del norte era un joven albino; por otro lado, el rey del sur tenía el cabello negro y la piel oscura, al igual que los demás habitantes de ambas islas.
El rey albino del norte notó el asombro del sureño:
―Entiendo la sorpresa de saludar a un hombre-dios, veo que no tienen elegidos en sus tierras y por eso debieron optar por una persona común y corriente para que los gobernara.
El oscuro rey austral quedó estupefacto ante las creencias del residente del norte, y entonces le dijo el motivo de su desconcierto:
―Si se refiere a los albinos, sí, los tenemos. Sucede que nosotros creemos que están malditos, y por eso los quemamos apenas nacen».
Marcos se quedó estupefacto y, luego de un instante, se persignó. El anciano lo observó con una sarcástica sonrisa.
―Dijiste que perdiste tu fe, Marcos ¿Por qué te persignas? No te preocupes, hazlo tranquilo, te sorprendería saber cuántos sumos pontífices eran agnósticos.
―Discúlpeme, pero creo que usted no entiende. No sé qué tiene que ver esa historia con mi problema, ¡yo perdí el objetivo de mi vida!
―Ese sí es un problema ―dijo el temible sujeto―, aunque el objetivo no es difícil de reencontrar.
―¿Y cuál es ese para usted?
―El objetivo de la vida es tener siempre un nuevo objetivo.
El anciano se quitó la capucha y el clérigo pudo observar su rostro; su lúgubre aspecto era el de alguien que bien podría tener mil años. Sus escasos cabellos eran tan amarillentos como su barba y sus ojos estaban por completo blancos.
Marcos se quedó inmóvil por unos segundos sin saber qué hacer, luego no pudo con su curiosidad y movió la mano frente al rostro del individuo.
―¿Qué demonios estás haciendo? ―lo sermoneó el anciano―. Deja de comportarte como un estúpido y permíteme contarte otra historia...
«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, el infierno al fin se colmó. Algunos demonios fueron entonces enviados a la superficie a convivir con las personas y, para hacer las cosas más interesantes, los antiguos dioses los dotaron de forma humana.
A algunos se les dio un cuerpo masculino y a otros uno femenino, pero solo se trataba de máscaras, pues todos ellos habían sido hermafroditas en un principio.
Los demonios vivieron vidas ordinarias, pero sus sentimientos no lo eran; ellos no sentían afecto por nadie, por el contrario, buscaban herir a quienes se enamoraban de ellos.
Por supuesto que no formaban parejas entre ellos, pues sabían bien quién era humano y quién no. Su perversa naturaleza los obligaba a arruinar vidas humanas una tras otra.
No todos los demonios lastimaban a sus parejas en forma inmediata, claro; tampoco era una cuestión de dañar a la mayor cantidad de personas posibles, de hecho algunos llegaban a pasar años o incluso décadas planeando el momento para cumplir su funesto objetivo. Lo importante era lesionar en el instante preciso.
No había manera de saber si se estaba en pareja con uno de ellos, porque sus actuaciones eran perfectas. A pesar de ello, muchas personas decían poder reconocerlos, decían notar algo en su sonrisa o en el brillo de sus ojos, pero la verdad es que se trataba de uno de esos asuntos en los que solo es cuestión de creer o no creer.
¿Qué hacían esos demonios una vez que lastimaban a su pareja? Pues no se detenían allí; comenzaban a llorar, a pedir perdón y a suplicar, aunque por dentro reían con crueldad. Con sus escenas muchas veces recuperaban la confianza de los pobres ilusos a los que tenían embelesados; luego, después de un tiempo indeterminado, volvían a arruinarles la vida solo por diversión.
Cuando los humanos y los dioses intentaron deshacerse de aquellos demonios, les resultó imposible. Con el tiempo se fueron reproduciendo y cada día son más.
Te sorprendería saber qué porcentaje de la población mundial ocupan en la actualidad».
―¿Por qué termina esa historia en presente?, ¿se supone que es cierta acaso? ―preguntó Marcos―. Además aún no entiendo la relación entre lo que me cuenta y la pérdida del sentido de mi lucha.
―Una lucha ganada no es lucha; una lucha pareja la pelea cualquiera; lo difícil es luchar por una causa perdida.
―Pero si está perdida, ¿qué sentido tiene?
―Hay que luchar para que la derrota no sea absoluta.
El misterioso individuo hizo una pausa para acomodarse su mugrosa túnica y, por un instante, el harapo desvistió parte de su brazo. En ese momento Marcos pudo ver algunas de las numerosas y profundas cicatrices que cubrían su piel.
―Te contaré la última historia de hoy –dijo con una voz aún más ronca que antes.
«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, existió un hombre que criaba pájaros. Su casa estaba repleta de jaulas, tenía miles de ellas, llenas de aves de todos los colores y tamaños. Un día se sentó en un pequeño banco frente a las jaulas de los pájaros adultos que tenía con fines reproductivos, y los contempló durante horas. Estuvo allí pensativo, casi sin mover un músculo, los miró a cada uno de ellos mientras reflexionaba sobre el hecho de que ya nunca podrían volver a volar, porque estaban confinados a sus jaulas para siempre. Pensó que les creaba falsas expectativas al dejarles sus inútiles extremidades emplumadas y decidió entonces cortárselas a todos, para que no vivieran una mentira, para que no creyeran una ilusión.
El pajarero tomó entonces una pinza y les cortó sus alas, una por una, tomándose todo el tiempo del mundo. Las aves chillaban con desesperación, pero él trabajaba a oídos sordos, poseído por su tarea. A las aves más grandes le costaba trabajo cortárselas, debía apretar con fuerza la base de sus alas con la pinza y comenzar a retorcerlas para arrancarlas de sus cuerpos.
A medida que se las iba cortando, iba cauterizando las heridas con un fierro caliente, no tanto para evitar que los pájaros murieran desangrados, sino para asegurarse de que nada les vuelva a crecer de allí jamás».
El rostro del párroco se transmutó en ese momento y comenzó a persignarse.
―Ahórratelo, Marcos ―lo interrumpió el terrible anciano–; aún no he terminado.
«Los pájaros tomaron entonces consciencia de su prisión, vislumbraron su propia finitud. Al saber que todo estaba perdido, de algún modo incognoscible para la mente humana, se pusieron de acuerdo para atacar a su amo. Ellos ya no tenían motivos para vivir, ya sean reales o no, y por lo tanto odiaron a su carcelero. Comenzaron a agitar sus jaulas y estas, al chocar unas con otras, caían al suelo y se abrían. El pajarero quedó estupefacto porque sus aves nunca se habían comportado de ese modo. Le picotearon primero las piernas hasta que se cayó al suelo y entonces le saltaron encima. Lo atacaron hasta que sus picos se destruyeron de tanto colisionar contra su carne y contra sus huesos».
El eclesiástico se persignó de manera compulsiva.
―Ya ves, Marcos; todos los asuntos del hombre son una negociación entre la fe y la razón.
―¡Pero yo no puedo seguir predicando porque ya no creo en nada, porque he perdido la fe! ―dijo con los ojos llenos lágrimas.
―Ten fe en ti mismo; predica tu propio mensaje.
El clérigo intentó sacar su billetera para pagar la bebida, pero le resultó imposible debido a que sus manos le temblaban demasiado.
―Guarda tus monedas, esta vez pagaré yo ―dijo el anciano mientras se ponía de nuevo la capucha.
Marcos se retiró y se dirigió al templo.
En la ceremonia de esa mañana habló con una sinceridad como jamás lo había hecho, y todos los que asistieron aseguraron que aquella fue la mejor que condujo en su vida.
Marcos continuó visitando el bar durante años, todos los domingos antes de cada ceremonia. No iba a beber, tampoco quería oír más historias del sujeto que conoció en aquella oportunidad; solo deseaba saludarlo, pero jamás se volvieron a encontrar.