jueves, 27 de noviembre de 2014

SUEÑOS DE UN HOMBRE NORMAL





La primera vez que lo vi creí que era una persona normal. Se podía pasar horas hablando con él sin notar la menor extrañeza. Alguien me contó que fue el único de su familia en sobrevivir a un terrible accidente; jamás lo habría imaginado, pues siempre estaba sonriendo.

Un día interrumpió una conversación de lo más interesante con un gesto casual:

―Debo retirarme, mis pájaros no se entrenarán solos.

Por supuesto que lo tomé como una metáfora; aunque ahora que lo pienso, ¿a qué otra cosa se pudo haber estado refiriendo?

Como era un hombre muy agradable, un día se lo pregunté. Me dijo que estaba entrenando a una docena de aves para atarlas a una bicicleta y saltar desde un acantilado. Intenté entonces hacerlo regresar del umbral de su locura, pero mi soliloquio no cambió su parecer:

―Lo sé ―me dijo―, en el fondo lo sé, pero ¿qué otra opción tengo más que la de vivir en una fantasía?

El día llegó y entonces lo vi; surgió del horizonte con una rechinante bicicleta y no más de doce aves atadas al manubrio.

Comenzó a avanzar hacia el precipicio mientras yo lo seguía con la vista; pero en el instante final, cuando estaba a punto de saltar, no pude evitar cerrar los ojos. Al abrirlos no volví a ver a mi amigo, y entonces fui corriendo hasta el borde del acantilado; aunque ahora que lo pienso, ¿qué otra cosa esperaba hallar más que un cadáver aplastado contra la roca?

Entonces, riéndose de Galileo, lo vi elevarse junto a sus pájaros como en un sueño.

Y pensar que la primera vez que lo vi creí que era una persona normal…




domingo, 16 de noviembre de 2014

NOCHES DE PLACER





Podría intentar hacerte creer que soy la ejecutora de una justicia divina, un componente dedicado a repartir a cada quien su merecido. Podría, quizás, alegar demencia; decirte que mis actos son producto de un trauma en mi niñez, de un cambio de rumbo en la estructuración de mis neuronas. Podría…, pero no te engañaría.

Lo mío no es más que un vicio. Sé que tengo la capacidad de dejarlo en cualquier momento, pero lo disfruto. Es un placer, un fin en sí mismo. Lo mío no es heroico, solo soy un monstruo social que se aprovecha del caos que hay en este funesto espectáculo de marionetas llamado humanidad.

Cada viernes por la noche me pongo un provocador atuendo que destaque mi figura, me pinto una enorme sonrisa y salgo en busca de una nueva presa: el primer patético transeúnte infrahumano que me mire con lujuria. A veces me hago llamar Vicky; otras, simplemente me pongo el nombre que él quiera oír. Luego de inventar una cifra acorde a su automóvil, me dejo llevar como un trofeo voluptuoso.

Una vez que estamos a solas, lo primero que hago es encender el televisor y poner la película menos ortodoxa que encuentre. Algunos reaccionan de inmediato ante esa escena, quitándome el control remoto de un manotazo. Me excita esa reacción, me río de su rechazo ante aquello para lo que supuestamente me buscaron:

«¿Te gusta lo sucio, lo perverso?»

El tiempo en que sus labios tardan en comenzar a temblar ante esa pregunta me indica el tamaño de su monstruo interior. Pero mi monstruo es más grande.

Yo leo a la gente, como un terapeuta, aunque lo mío es más intuitivo. No me perfeccioné leyendo libros, sino con la experiencia. Si las imágenes del televisor son pasadas por alto, siempre acierto al escoger mis siguientes palabras:

«Dile a mami lo que te gusta»

El cambio en el tamaño de sus pupilas me indica el grado de no superación de su complejo de Edipo. Nunca fallo cuando realizo esa pregunta, es que no se la hago a todos, sino a aquellos perturbados corazones que se avivarán al escucharla.

Pero lo que más me divierte es meterme con aquello que aman por sobre todas las cosas:

«¡Oh, Dios mío!»

La manera mecánica en que recitan el segundo mandamiento me indica cuánta sangre han derramado para aprenderlo. Me doy cuenta entonces de que en realidad no lo comprenden, sino que lo saben de memoria.

Al momento de cruzarse conmigo, sus crueles destinos estarán escritos. No existen reacciones capaces de salvarlos del sufrimiento que les espera.

Te preguntarás para qué evalúo sus reacciones…; es simple, porque disfruto hacerlo, porque no conozco mayor goce que asesinar a un ejemplar perfecto, uno que falle en cada una de mis pruebas.

Podría intentar hacerte creer que soy la ejecutora de una justicia divina, o decirte que mis actos son producto de un trauma en mi niñez, de un cambio de rumbo en la estructuración de mis neuronas. Pero no intento engañarte; lo hago porque soy un monstruo social, lo hago por placer y nada más.





domingo, 9 de noviembre de 2014

ARREBATASTE MI VIDA





―Vos sos un cerdo, que solo quiere mi cuerpo.

―Claro que sí, tu cuerpo quiero, y el de nadie más.

Aquella fue la respuesta perfecta a las provocaciones de Amanda. Es que ella lo incitaba, lo desafiaba.

José Luis la deseaba como una fiera: de un modo puro. Así fue como logró sacarle por primera vez su máscara adulta, ella jamás había confiado tanto en alguien. Pero Amanda no nació desconfiada, sucede que perder a sus padres cuando aún era una niña hizo que por siempre se sintiera sola en el mundo.

―Mi monstruo supremo, mi abyecto paladín.

Él era mayor que ella, pero era de esos hombres que conservan eternamente un aspecto de muchacho de barrio, y sus brazos le inspiraban una seguridad paternal con mezcla de refugio salvaje.

―Vos me convertiste en el monstruo que soy, Amanda; vos me arruinaste. Ya nada me resulta interesante si no lo comparto con vos.

―Dame un beso, componente vil, personaje ruin y sutil.

Amanda adoraba describir a José Luis en forma exagerada y precipitada. Tenía alma de poetisa, pero cuando estaba a solas con él la pasión transmutaba sus palabras en disonantes e irónicos insultos. Él no los tomaba a mal, por el contrario, le devolvía el insulto provocándola aún más.

―¿Vil? Pero si vos sos una bruja, la noche en que te conocí me arrebataste el alma.

José Luis la abrazó y con caóticos besos comenzó a trastocarla como un jazz mientras las impetuosas caricias de Amanda lo arremetían como un tango. Entre los besos hubo una mordida, ella lo apartó y lo miró a los ojos sorprendida porque le había encantado sentir sus dientes clavados en su hombro. José Luis la empujó a la cama y su novia cayó acostada, pero en lugar de saltarle encima, se detuvo. La vehemencia de sus labios y las ansias de sus ojos lo habían petrificado.

Amanda no siempre tuvo esa mirada avasallante, nunca antes se había sentido tan cómoda en la intimidad. Su falta de entrega pudo deberse a que, luego de morir sus padres, vivió con su tía y su tío, quien no perdía oportunidad para tratarla de manera inapropiada; pero con José Luis era diferente, ella anhelaba sentir su tacto.

―¿Así me vas a dejar?, ¿deseándote con locura? ―preguntó ella―. Me parece perfecto, el día que te vayas te pido que le hagas honor a tu llegada; no te desprendas de mí desgarrándome lentamente, prefiero que te amputes de mi cuerpo como un miembro gangrenado.

Él la había atropellado, había irrumpido en su monótona vida con sus aires de rebeldía; pero a pesar de su aspecto, conservaba una cierta ingenuidad cuando intimaba con Amanda. Cuando estaban a solas lo dominaba un deseo nervioso que se materializaba en un tacto virginal sobre sus curvas.

José Luis tomó valor, se acercó a la cama y se puso sobre su amada; y entonces el mundo se derrumbó. Todo un mar de personas enmascaradas se había evaporado a sus alrededores dejando una ciudad desértica, siendo aquella habitación era el último oasis lleno de vida.

Por primera vez en veinte años Amanda se sintió completa, su vacío no había sido fácil de llenar, no después de haber visto a sus padres y a su hermano arrollados por aquel automóvil tras subirse a la vereda. Solo ella se salvó, y fue corriendo hacía cada uno de ellos para intentar la imposible tarea de contener a sus tres agonizantes familiares. Mientras tanto alguien llamó a la ambulancia; algún alma generosa, pues el conductor del automóvil se dio a la fuga y jamás se supo nada sobre él.

Amanda se quedó sola. Finalmente halló a alguien tan solo como ella y lograron estar solos pero juntos en un mundo donde todos están solos y apartados.


Por la madrugada se encontraron en el ojo de la tormenta de pasión desatada hacía unos instantes. José Luis estaba en un sillón junto a la ventana mientras Amanda recuperaba el aliento sentada en el suelo sobre un almohadón.

―¿Dónde te escondiste todo este tiempo? Sos el hombre perfecto.

―No soy perfecto. Por cada virtud tengo mil defectos.

―Sos cariñoso, sexy y apasionado, yo disfruto de cada instante que pasamos juntos y sé que vos también; además tenés un buen trabajo, no tenés vicios… bueno, excepto el de fumar el único cigarrillo que compartimos por las noches.

José Luis le dio una profunda pitada al cigarrillo y luego se lo pasó a ella.

―Amanda…, yo soy un desastre.

―¡Eso no es verdad! Algún día escribiré un manual sobre el hombre perfecto; será fácil, simplemente será cuestión de describirte.

Las paredes de la habitación estaban repletas de libros. Allí había cientos de textos de autoayuda, ensayos de psicología y una extensa colección de filosofía; desde Hume hasta Descartes, desde Heráclito hasta Parménides.

―No se puede poner todo en un libro. Que me disculpe Descartes, pero hay cosas que solo se aprenden mediante la experiencia –dijo José Luis.

―¿Ah, sí?, ¿qué cosas por ejemplo?

José Luis hizo una pausa mientras su visión se perdía en el vacío del mundo desértico al otro lado de la ventana.


―Hay algo que no te conté porque me aterra hacerlo. Jamás se lo dije a nadie pero hoy voy a quitarme la última máscara que me queda.

―Podés decirme lo que quieras, no te juzgaré. Hay cosas de mi pasado que también te quiero contar, sobre mi familia, sobre mis temores… José Luis, quiero que sepas todo sobre mis muertos.

Su largo cabello había perdido su forma y a pesar de ello, o quizás precisamente por ello, José Luis jamás la había visto más bella. Amanda le pasó el cigarrillo nuevamente y él lo sujetó con una mano temblorosa al mismo tiempo que su aspecto jovial se transmutaba en un gesto tóxico y culposo.

―Antes yo bebía, y mucho. Un día, manejando borracho, perdí el control del auto y me subí a la vereda. Atropellé a una familia y ni siquiera me detuve para ver qué ocurrió con ellos; estaba aterrado y no pude evitar darme a la fuga. Ocurrió hace veinte años y aún lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Nunca me lo perdonaré.

José Luis le dio la pitada final al cigarrillo y luego, por no tener un cenicero cerca, lo apagó directamente en el corazón de Amanda.



FIN


domingo, 2 de noviembre de 2014

EL ENCANTADOR DE PÁJAROS





El padre Marcos se acababa de aproximar a la barra cuando escuchó un grito profundo y rasposo:

―¡Pero miren a quién vengo a encontrar en este antro infernal!

Se dio la vuelta y lo vio: un gigantesco anciano cubierto con una túnica.

Por mucho que lo intentaba, a Marcos le costaba encontrar un momento a solas. No llevaba su sotana puesta, pero de todos modos su profesión lo obligaba a escuchar al prójimo. Se levantó y se acercó a estrecharle la mano al misterioso sujeto.

―Hola ―dijo Marcos casi de mala gana― ¿Nos conocemos? Discúlpeme pero no recuerdo su nombre.

―Te conozco, Marcos. ¿Mi nombre? Tengo muchos nombres, tú sabes bien quién soy.

El enorme individuo le apretó la mano con tanta fuerza que Marcos tuvo la sensación de que, si lo deseaba, podría haberlo dejado sin falanges enteras.

Luego del saludo lo invitó a su mesa que, por alguna extraña razón, estaba mucho más sucia que el resto. Se sentó y el sujeto se quedó mirándolo con una sonrisa amarillenta de dientes largos, enmarcada por una barba corroída por la mugre del tiempo. El eclesiástico no pudo soportar la perturbación que le provocaba aquel silencio y se apuró por iniciar una conversación:

―De acuerdo…, y dígame…, ¿se puede saber qué tan grande es su culpa que lo obliga a estar en este sitio hasta estas horas? Ya salió el sol.

―Eso no te importa, no estoy buscando los consejos de un sacerdote. Hablemos mejor de la razón por la que tú estás aquí, hagamos de cuenta de que no la sé; quiero escuchar tu versión.

Marcos se sorprendió ante aquellas expresiones, pero por algún motivo le contó su verdad:

―La razón es simple: ya no tengo fe en lo que hago. Hace años que quiero abandonar la lucha porque siento que ha perdido el sentido. No puedo seguir dando sermones sobre la igualdad de los hombres cuando veo tanta injusticia en el mundo.

El anciano comenzó a reír, luego la risa se transformó en carraspeo y el carraspeo en expectoración.

―¿Y quién dijo que la vida es justa? Además, los hombres no son todos iguales, al menos no lo son en un sentido muy importante: existen religiosos y existen ateos. Esa es una de las pruebas más difíciles de refutar sobre la existencia de Dios.

―¿Se supone que eso probaría su existencia o su no existencia? ―preguntó Marcos.

―Te contaré una historia...


«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, solo existían dos pueblos. Durante siglos perdieron el contacto entre sí, porque cada uno ocupaba una isla. Al principio se comunicaban navegando, pero debido a sus costumbres impuras, involucionaron hasta que las embarcaciones que construían ya no servían para cruzar el profundo mar que los separaba.

Los oriundos de la isla del sur solían recibir en su costa restos de herramientas hechas por el hombre que, aunque eran igual de básicas que las que ellos fabricaban, no las reconocían como propias. Así supieron que no estaban solos en ese océano infinito. La curiosidad, poderoso motor, los hizo construir la más grande embarcación que habían hecho hasta el momento. Entonces se dirigieron al norte, en busca de sus hermanos perdidos.

El rey del sur decidió unirse a la travesía, ya que la misma sed de poder que lo convirtió en rey lo hacía desear ser el primero en saludar y en establecer el comercio con el nuevo mundo.

Todos esperaban el encuentro de sus líderes y fue una gran sorpresa ver que el rey del norte era un joven albino; por otro lado, el rey del sur tenía el cabello negro y la piel oscura, al igual que los demás habitantes de ambas islas.

El rey albino del norte notó el asombro del sureño:

Entiendo la sorpresa de saludar a un hombre-dios, veo que no tienen elegidos en sus tierras y por eso debieron optar por una persona común y corriente para que los gobernara.

El oscuro rey austral quedó estupefacto ante las creencias del residente del norte, y entonces le dijo el motivo de su desconcierto:

Si se refiere a los albinos, sí, los tenemos. Sucede que nosotros creemos que están malditos, y por eso los quemamos apenas nacen».


Marcos se quedó estupefacto y, luego de un instante, se persignó. El anciano lo observó con una sarcástica sonrisa.

―Dijiste que perdiste tu fe, Marcos ¿Por qué te persignas? No te preocupes, hazlo tranquilo, te sorprendería saber cuántos sumos pontífices eran agnósticos.

―Discúlpeme, pero creo que usted no entiende. No sé qué tiene que ver esa historia con mi problema, ¡yo perdí el objetivo de mi vida!

―Ese sí es un problema ―dijo el temible sujeto―, aunque el objetivo no es difícil de reencontrar.

―¿Y cuál es ese para usted?

―El objetivo de la vida es tener siempre un nuevo objetivo.

El anciano se quitó la capucha y el clérigo pudo observar su rostro; su lúgubre aspecto era el de alguien que bien podría tener mil años. Sus escasos cabellos eran tan amarillentos como su barba y sus ojos estaban por completo blancos.

Marcos se quedó inmóvil por unos segundos sin saber qué hacer, luego no pudo con su curiosidad y movió la mano frente al rostro del individuo.

―¿Qué demonios estás haciendo? ―lo sermoneó el anciano―. Deja de comportarte como un estúpido y permíteme contarte otra historia...


«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, el infierno al fin se colmó. Algunos demonios fueron entonces enviados a la superficie a convivir con las personas y, para hacer las cosas más interesantes, los antiguos dioses los dotaron de forma humana.

A algunos se les dio un cuerpo masculino y a otros uno femenino, pero solo se trataba de máscaras, pues todos ellos habían sido hermafroditas en un principio.

Los demonios vivieron vidas ordinarias, pero sus sentimientos no lo eran; ellos no sentían afecto por nadie, por el contrario, buscaban herir a quienes se enamoraban de ellos.

Por supuesto que no formaban parejas entre ellos, pues sabían bien quién era humano y quién no. Su perversa naturaleza los obligaba a arruinar vidas humanas una tras otra.

No todos los demonios lastimaban a sus parejas en forma inmediata, claro; tampoco era una cuestión de dañar a la mayor cantidad de personas posibles, de hecho algunos llegaban a pasar años o incluso décadas planeando el momento para cumplir su funesto objetivo. Lo importante era lesionar en el instante preciso.

No había manera de saber si se estaba en pareja con uno de ellos, porque sus actuaciones eran perfectas. A pesar de ello, muchas personas decían poder reconocerlos, decían notar algo en su sonrisa o en el brillo de sus ojos, pero la verdad es que se trataba de uno de esos asuntos en los que solo es cuestión de creer o no creer.

¿Qué hacían esos demonios una vez que lastimaban a su pareja? Pues no se detenían allí; comenzaban a llorar, a pedir perdón y a suplicar, aunque por dentro reían con crueldad. Con sus escenas muchas veces recuperaban la confianza de los pobres ilusos a los que tenían embelesados; luego, después de un tiempo indeterminado, volvían a arruinarles la vida solo por diversión.

Cuando los humanos y los dioses intentaron deshacerse de aquellos demonios, les resultó imposible. Con el tiempo se fueron reproduciendo y cada día son más.

Te sorprendería saber qué porcentaje de la población mundial ocupan en la actualidad».


―¿Por qué termina esa historia en presente?, ¿se supone que es cierta acaso? ―preguntó Marcos―. Además aún no entiendo la relación entre lo que me cuenta y la pérdida del sentido de mi lucha.

―Una lucha ganada no es lucha; una lucha pareja la pelea cualquiera; lo difícil es luchar por una causa perdida.

―Pero si está perdida, ¿qué sentido tiene?

―Hay que luchar para que la derrota no sea absoluta.

El misterioso individuo hizo una pausa para acomodarse su mugrosa túnica y, por un instante, el harapo desvistió parte de su brazo. En ese momento Marcos pudo ver algunas de las numerosas y profundas cicatrices que cubrían su piel.

―Te contaré la última historia de hoy –dijo con una voz aún más ronca que antes.


«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, existió un hombre que criaba pájaros. Su casa estaba repleta de jaulas, tenía miles de ellas, llenas de aves de todos los colores y tamaños. Un día se sentó en un pequeño banco frente a las jaulas de los pájaros adultos que tenía con fines reproductivos, y los contempló durante horas. Estuvo allí pensativo, casi sin mover un músculo, los miró a cada uno de ellos mientras reflexionaba sobre el hecho de que ya nunca podrían volver a volar, porque estaban confinados a sus jaulas para siempre. Pensó que les creaba falsas expectativas al dejarles sus inútiles extremidades emplumadas y decidió entonces cortárselas a todos, para que no vivieran una mentira, para que no creyeran una ilusión.

El pajarero tomó entonces una pinza y les cortó sus alas, una por una, tomándose todo el tiempo del mundo. Las aves chillaban con desesperación, pero él trabajaba a oídos sordos, poseído por su tarea. A las aves más grandes le costaba trabajo cortárselas, debía apretar con fuerza la base de sus alas con la pinza y comenzar a retorcerlas para arrancarlas de sus cuerpos.

A medida que se las iba cortando, iba cauterizando las heridas con un fierro caliente, no tanto para evitar que los pájaros murieran desangrados, sino para asegurarse de que nada les vuelva a crecer de allí jamás».


El rostro del párroco se transmutó en ese momento y comenzó a persignarse.

―Ahórratelo, Marcos ―lo interrumpió el terrible anciano–; aún no he terminado.


«Los pájaros tomaron entonces consciencia de su prisión, vislumbraron su propia finitud. Al saber que todo estaba perdido, de algún modo incognoscible para la mente humana, se pusieron de acuerdo para atacar a su amo. Ellos ya no tenían motivos para vivir, ya sean reales o no, y por lo tanto odiaron a su carcelero. Comenzaron a agitar sus jaulas y estas, al chocar unas con otras, caían al suelo y se abrían. El pajarero quedó estupefacto porque sus aves nunca se habían comportado de ese modo. Le picotearon primero las piernas hasta que se cayó al suelo y entonces le saltaron encima. Lo atacaron hasta que sus picos se destruyeron de tanto colisionar contra su carne y contra sus huesos».


El eclesiástico se persignó de manera compulsiva.

―Ya ves, Marcos; todos los asuntos del hombre son una negociación entre la fe y la razón.

―¡Pero yo no puedo seguir predicando porque ya no creo en nada, porque he perdido la fe! ―dijo con los ojos llenos lágrimas.

―Ten fe en ti mismo; predica tu propio mensaje.

El clérigo intentó sacar su billetera para pagar la bebida, pero le resultó imposible debido a que sus manos le temblaban demasiado.

―Guarda tus monedas, esta vez pagaré yo ―dijo el anciano mientras se ponía de nuevo la capucha.

Marcos se retiró y se dirigió al templo.

En la ceremonia de esa mañana habló con una sinceridad como jamás lo había hecho, y todos los que asistieron aseguraron que aquella fue la mejor que condujo en su vida.

Marcos continuó visitando el bar durante años, todos los domingos antes de cada ceremonia. No iba a beber, tampoco quería oír más historias del sujeto que conoció en aquella oportunidad; solo deseaba saludarlo, pero jamás se volvieron a encontrar.