miércoles, 27 de agosto de 2014

RECORDANDO A SARA





Seremos juzgados por una ley
superior a aquella del hombre:
Nuestra propia culpa.



―Denme tres docenas de esas tazas, por favor ―dijo Isaac.

Tanto él como su billetera habían tenido mejores épocas. Luego de pagar se retiró lentamente, sujetando el paquete en una mano y su bastón en la otra.

―Una vez al mes este viejo viene a comprar tazas ¿Qué hace con las tazas?, ¿se las come?

Los dos muchachos de la tienda rieron como idiotas.

Isaac llegó a su casa, apoyó el paquete sobre su antigua mesa Chippendale y se sentó en su sillón colonial. Permaneció allí por horas, pensativo y con los ojos vidriosos; su espalda estaba arqueada, como si cargara el peso del mundo sobre ella.

A su alrededor había tazas llenas de té frío. Estaban en la mesa, en el suelo, en la cocina… La casa estaba atestada de tazas de té de las mejores hierbas, todas preparadas delicadamente para alguien que nunca las pudo probar.

Años atrás Sara enfermó de gravedad; Isaac le llevaba a diario el desayuno a la cama y todas las tardes, a las cinco en punto, le preparaba un té.

Una tarde no llegó a tiempo. No importa lo que sucedió, no es mi intención convertirlo en un villano; prefiero decir simplemente que se quedó dormido en su sillón. Al despertar vio que eran las cinco y diez, entró corriendo a la habitación, pero su mujer yacía muerta en la cama. A partir de entonces, Isaac continuó preparando religiosamente la infusión día tras día, aunque Sara ya no estaba allí para beberla.

El tiempo pasó y el solitario hombre debió comprar más tazas; con el correr de los años llegó a colmar la casa con miles de helados recipientes a la espera de su amada.

En su vejez llegó el día en que se quedó dormido en su sillón y se le pasó la hora del té; de verdad aquella vez.

El viento se puso furioso y algo ingresó en la tienda a la que el anciano concurría. Todas las tazas allí expuestas se rompieron, pero los demás artículos permanecieron intactos.

El siguiente cliente que entró al local casi murió del susto al ver a los dos empleados en el suelo y cubiertos de sangre, proveniente de sus bocas, las cuales estaban llenas de trozos de porcelana, cerámica y vidrios.

Por la noche la ventana del dormitorio en el que Sara falleció se abrió causando un estallido; Isaac despertó y fue lentamente a cerrarla. Estaba adolorido; no es fácil cargar con el peso del mundo en la espalda.

Mientras se dirigía a la habitación notó que las miles de tazas de té que había preparado estaban vacías.

Regresó al living y volvió a sentarse en su sillón, pero esa vez no estaba solo; Sara estaba flotando frente a él.

Isaac no tuvo miedo, solo deseaba pedirle disculpas. Hablaron durante horas y a la madrugada él le dijo: «Ya estoy listo, llévame contigo».

Al día siguiente encontraron a Isaac sentado en su sillón colonial, su rostro no lucía triste y su espalda ya no cargaba con el peso del mundo.



martes, 12 de agosto de 2014

Y NADIE MÁS





Un día, sin previo aviso, el suelo bajo mis pies se derrumbó.

Caí en un extraño fango primitivo, quedando enterrado hasta la cintura.

Quise salir de aquel caldo oscuro y repulsivo, pero éste me sujetaba con fuerza, como una criatura viva.

Al cabo de un rato de estar ahí atrapado, me acostumbré; me acostumbré al olor y me acostumbré a no poder mover mis piernas. Llegué incluso a sentirme seguro dentro de ese pozo, pero aquella situación era insostenible y pronto mi asquerosa trampa comenzó a devorarme.

Cuando noté que me estaba hundiendo comencé a gritar, y entonces una pareja mayor apareció. Me sujetaron con desesperación, uno de cada brazo, pero mi muerte parecía inevitable.

―No creo que podamos ayudarte esta vez, quizás haya llegado tu momento de partir ―dijo ella haciendo un esfuerzo para que las palabras no se le atravesaran en la garganta.

―Sí, que se vaya ―dijo él con una férrea actitud.

Y ambos se retiraron dejándome a mi suerte.

En los siguientes minutos, cientos de individuos pasaron junto a mí. Seres sin rostro, tristes marionetas que arrastraban sus pies en forma mecánica.

Camuflados en aquella desalmada multitud, visualicé algunos rasgos conocidos: un ojo que me miraba afligido, una boca que emitía un suspiro leve; pero por mucho que les supliqué, todos ellos continuaron marchando.

Una de las marionetas se acercó, llevaba puesta una máscara roja con una enorme sonrisa pintada. Se quedó mirándome inmóvil durante unos segundos y luego me pisó la cara, hundiéndome aún más en mi pozo.

Comenzaba a sentir que no saldría de allí cuando un hombre vestido de traje y corbata llegó. Se trataba de un profesional, un especialista en el rescate de personas. Puso su maletín a un lado, se arremangó, y me dio una serie de indicaciones para que trabajáramos de manera metódica en mi liberación.

Recién había empezado a sacarme cuando de repente se detuvo. Me dijo que no tenía más tiempo para mí, que debía ayudar a otros que estaban en la misma situación. Lo entendí a la perfección, en estos tiempos que corren es común caerse a un pozo lleno de un extraño fango primitivo.

Corrían las horas y mis esperanzas para salir de aquel flemático vórtice se agotaban. La execrable sustancia comenzaba a cubrir mis hombros cuando una muchacha apareció ante mí. Me tomó de las manos y dio todo de sí por rescatarme; pero no había caso, sus fuerzas no eran suficientes y yo seguía descendiendo en forma helicoidal hacia mi sigilosa tumba.

En un último esfuerzo, la joven resbaló y por poco no la arrastré conmigo. Nos miramos a los ojos y juro que jamás vi rostro más bello.

―Murámonos juntos ―me dijo―, porque vivir sin ti no es vivir.

Solté sus delicadas manos y contemplé su mirada, su gesto era tan triste que detuvo el tiempo.

―No te preocupes ―le dije―, morir habiéndote conocido no es morir.

Se alejó llorando sin consuelo entretanto yo me hundía de manera inexorable.

No soy un hombre de plegarias, pero cuando solo me quedaban unos segundos más de vida hice lo que cualquier persona hace cuando se encuentra con la mierda hasta el cuello: miré al cielo y pedí ayuda divina. No esperaba obtener una respuesta, y quizás por eso no la obtuve.

En el acto final, cuando la sustancia llegó a sumirme por completo, extendí una mano hacia arriba. Estaba a punto de morir ahogado cuando alguien me sujetó, y haciendo un enorme esfuerzo logró liberarme.

Quedé tirado a su lado, con los ojos embarrados, tosiendo para largar toda aquella ponzoña que colmaba mis pulmones.

Comencé a reponerme, no podía creer mi buena fortuna. Corría una brisa fresca y las aves vitoreaban mi éxito; poco a poco fui disfrutando de aquella hermosa tarde primaveral.

Cuando retomé el aliento, aún sin poder ver a mi héroe, le agradecí por haberme salvado la vida.

―No me lo agradezcas ―dijo una voz familiar.

Limpié mis ojos y ahí estaba él, un hombre exactamente igual… a mí.



FIN