miércoles, 30 de julio de 2014

LA ÚLTIMA SINFONÍA







PRIMER MOVIMIENTO


«Se vende piano de cola Steinway serie D»

David saltó de su silla e inmediatamente llamó al número del anuncio.

Debió preguntarle dos veces el precio a la señora que lo atendió porque no podía creer que fuera cierto. Toda su vida deseó un piano como aquel, no solo se trataba de un Steinway & Sons –la mejor fábrica en su opinión–, sino que la serie D es precisamente la joya de la corona, el buque insignia de la compañía. Pocos dueños de dichos pianos están dispuestos a venderlos y, cuando salen al mercado, los agudos gritos demandantes elevan el precio varios tonos por encima de su valor real.

Aquella era una oportunidad única y ese mismo día David lo fue a ver.

Llegó a una antigua mansión venida a menos, un lugar demasiado grande para la solitaria mujer que vivía allí.

Entró a la sala y entonces lo encontró, fue amor a primera vista: color negro, casi tres metros de largo, sin abolladuras ni marcas a la vista… el piano era majestuoso.

Se acercó, y en lugar de sentir el típico olor a humedad que suelen tener los pianos viejos y abandonados, se sintió seducido por su suave aroma. Se aproximó un poco más y comenzó a recorrer la sensual curva de la caja de resonancia con las yemas de sus dedos, lentamente, como si se tratara de una tranquila pero imponente bestia a la cual no es aconsejable asustar.

David le pidió un paño a la dueña para quitar un poco del polvo que cubría su superficie y así poder observar el estado de la madera. Una pasada bastó para notar a prima vista el impecable laqueado de la cubierta, luego limpió uno de sus laterales y el mundo a su alrededor hizo un silencio de máxima cuando leyó, bajo la emblemática lira, unas delicadas letras doradas que decían: “STEINWAY & SONS”.

―Era de mi marido ―dijo la señora interrumpiendo la pausa–, quise conservarlo pero me recuerda demasiado a él.

―¿Puedo probarlo? ―preguntó David con una alegre voz que delataba a su presto corazón.

―Por supuesto.

David se acomodó en la banqueta y tocó espléndidamente.

―Muchos han venido, pero ninguno tan talentoso como usted. Se han quejado de que el piano es incómodo, que necesita restauración, que tiene algún defecto… de todo me han dicho.

―Los mejores pianos no se dejan dominar por cualquiera ―dijo David.

―Usted me recuerda a mi esposo, él decía que con este piano tocaba mejor que con cualquier otro.

Minutos después ya estaban haciendo los arreglos de la venta.

Debió realizar algunas modulaciones en el salón principal de su casa para que entrara el nuevo instrumento. Allí tenía un piano vertical, el cual llevó a la habitación de huéspedes, pero el nuevo era considerablemente más grande. De todos modos logró que entrara y armonizara con todo el ambiente.

La primera tarde que lo tuvo, tocó sin parar. Su esposa Ruth lo escuchaba desde la cocina mientras preparaba una cena especial para celebrar la compra.

David estaba interpretando fantásticamente Preludio a la siesta del fauno, de Claude Debussy, cuando notó que alguien lo observaba desde la ventana. Se paró y salió al jardín, pero no encontró a nadie allí.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Ruth.

―Me pareció ver a alguien asomarse, un hombre con un sombrero extraño..., no estoy seguro. Tal vez lo imaginé.

―Sigue tocando, por favor; lo estabas haciendo mejor que nunca.


SEGUNDO MOVIMIENTO


Practicando con su nuevo piano, David llegó a perfeccionarse en piezas que antes le salían mediocremente. En menos de un año había llevado su talento a un nuevo nivel.

Sus amigos músicos fueron a ver su nueva adquisición, pero curiosamente los que tocaban sus teclas no lo sentían de la misma manera en que lo hacía su dueño.

Con sus hijos, Sara y José, ocurría lo mismo. Sara nunca más quiso acercarse al piano Steinway desde que la tapa del teclado le agarró los dedos cuando ella tenía cinco años –accidente que puso en riesgo su futuro en la música–, por lo que siguió practicando con el viejo piano vertical. José tampoco lo sentía cómodo, se equivocaba todo el tiempo cuando lo tocaba. De todas maneras, José nunca tuvo aptitudes para la música.

Los años pasaron y David fue volviéndose cada vez mejor. Se convirtió en un pianista muy respetado en el género de la música clásica, participando en numerosos conciertos. Tocó junto a las orquestas más famosas y comenzó a tener uno o más números como solista cada vez que tocaba.

No es común que los artistas lleven a sus propios pianos cuando van a tocar en público, pero un día David insistió en hacerlo, ya que se trataba de un concierto muy importante en el teatro El Libertador y no se sentía el mismo sin él.

A pesar del esfuerzo para transportarlo, llevarlo fue todo un acierto. Los críticos lo adoraron, David y su piano hicieron llorar a casi toda una audiencia de mil seiscientas personas con la interpretación de Tristesse, de Frédéric Chopin, para luego alegrarles el alma cuando cerró con Oda a la alegría, de Ludwig van Beethoven.

En la siguiente ocasión de relevancia volvió a ir con su instrumento. Iba a tocar en el teatro La Plaza, y cerraría como solista interpretando Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi. Recibió memorables halagos por parte de las dos mil personas que asistieron. Todos los que lo escucharon juraron sentir los cambios de temperatura en el ambiente, y algunos llegaron a decir que, al terminar la obra, ya no recordaban ni en qué fecha estaban.


TERCER MOVIMIENTO


David tuvo muchos grandes momentos, pero todos ellos se vieron eclipsados por un suceso en verdad inolvidable: Su concierto solista en el teatro Colón. Por supuesto que no iría allí sin su inseparable compañero.

La cortina se abrió descubriendo al hermoso piano y el público comenzó a aplaudir. Pero al momento en que apareció David, las dos mil quinientas almas se pusieron de pie y lo ovacionaron, rindiéndole un homenaje prematuro al pianista que en ese entonces era considerado uno de los mejores del país.

David brindó un espectáculo impecable, haciéndole vivir a la audiencia una verdadera montaña rusa emocional, pero a mitad del concierto algo inesperado ocurrió.

El pianista no siguió con el repertorio de aquella velada, sino que caprichosamente comenzó a improvisar una dramática sinfonía. Los músicos que lo acompañaban se miraban entre ellos sin saber qué hacer, al principio intentaron seguirlo, pero la melodía que tocaba comenzó a desfigurarse hasta convertirse en una desquiciada e impetuosa tormenta de notas. Podían reconocerse fragmentos de diferentes melodías, como Cabalgata de las Valkyrias, de Richard Wagner; Overtura 1812, de Pyotr Tchaikovsky; y hasta algunas síncopas de la Sinfonía N° 25, de Wolfgang Amadeus Mozart; pero, en términos generales, aquella disonancia que interpretaba David con su piano era diferente a cualquier obra jamás escrita.

Las mujeres gritaron ante los horrores de cariz bélico que describían las manos del brioso artista y pronto el miedo inundó el teatro. El miedo se transformó en odio y el odio en agresión, y poco a poco los espectadores comenzaron a perder las limitaciones impuestas por la razón para dejarse llevar por las polifónicas y extremas emociones que les imponía la depravada melodía. Los otros músicos bajaron del escenario y su sangre también salpicó los delicados asientos de madera forrados en terciopelo.

El teatro entero se había convertido en un verdadero campo de batalla y no había nadie en el lugar que no estuviese dominado por una ira demencial; nadie excepto David, quien parecía poseído por una deidad maligna, tocando con los ojos en blanco, aislado del resto del mundo.

Al final del concierto hubo más de trescientas personas heridas de gravedad y un total de catorce muertos, pero habrían sido muchos más si la policía no hubiese llegado tan rápido.

La brutal escena se aplacó cuando lograron separar a David de su piano, para lo cual se necesitaron diez oficiales. No es necesario aclarar que ni al pianista ni al instrumento de su perdición jamás se los volvió a ver en público.

Al día siguiente llevaron a David a un instituto psiquiátrico mientras gritaba ferozmente a su mujer y a sus hijos:

―¡Es tarde para mí, pero ustedes pueden salvarse! ¡Quémenlo! ¡Destrúyanlo!


CUARTO MOVIMIENTO


Debieron pasar dos años antes de que el famoso pianista tuviera un momento de lucidez. Pero aquella vez en que pareció mejorar, de algún modo escuchó un rumor acerca de que el anterior dueño del piano –el marido de la mujer que se lo vendió–, se había suicidado. Esa información, verdadera o falsa, lo condujo nuevamente a sus bemoles.

Quince años más tarde, finalmente salió del hospital. El tiempo había transcurrido para todos, pero más aún para David, quien se había vuelto un hombre mayor. Estaba muy delgado y su cabello se había vuelto completamente blanco, y usaba un bastón que sostenía con una mano temblorosa. Además de parecer veinte años mayor de la edad que tenía, había perdido todo su ímpetu a partir de la muerte de su esposa Ruth, quien falleció luego de una larga depresión ocasionada por los lacrimosos sucesos.

Su hijo José lo llevó a su casa a vivir con él y su familia. Una vez allí, apenas pudo reconocer a sus nietos, ya que los había visto solo en unas pocas ocasiones en que lo fueron a visitar; aquel instituto psiquiátrico no era precisamente el mejor lugar para llevar a los niños.

Al fin podría oír tocar a la pequeña Ruth, llamada así en honor a la abuela que nunca conoció. La niña era la única de sus nietos que había nacido con grandes dotes musicales.

El día que llegó con José, toda la familia lo estaba esperando. Sara había ido con su esposo y sus hijos, y todos estaban contentos de tener a David de vuelta.

―Tenemos una sorpresa para ti ―dijo José luego del almuerzo.

Todos se dirigieron a una habitación en el fondo de la casa. Allí le habían preparado un dormitorio bien grande y cómodo para que viviera David, y en una esquina se encontraba nada menos que su viejo compañero: el piano Steinway serie D, inmaculado como lo estaba aquella horrible velada en la que lo tocó por última vez.

―Creí… Creí que lo habían… destruido ―balbuceó David mientras su cuerpo temblaba lastimosamente.

Su familia no había seguido sus cánones y ahora estaba frente al objeto que le había arruinado la vida; diecisiete años más tarde volvía a encontrarse con aquella máquina capaz de asesinar a un hombre de ochenta y ocho maneras diferentes. Lo detestaba, odiaba cada cuerda, cada pieza, desde su pérfido ébano hasta su vil marfil.

―Mamá lo conservó ―dijo José―, lo trajimos para acá cuando vendimos la casa. Sigue tan cuidado como siempre, la única que lo toca ahora es Ruth.

Las miradas se apoyaron en la niña de nueve años.

―Muéstrale al abuelo lo bien que tocas ―dijo José―, se sentirá orgulloso.

La vivaz niña se sentó en la banqueta y comenzó a tocar con el mismo virtuosismo con el que tocaba David antes de perder su ánima. Tocó Sonata Claro de Luna, de Beethoven, mientras todos la escuchaban encantados.

En medio de la ejecución de la obra anocheció repentinamente, pero el único en notar aquel fenómeno fue David; pero cuando intentó gritar para prevenir a su familia, como lo había hecho el día en que lo internaron, no pudo hacerlo. La frágil efigie de quien había sido un vibrante modelo de hombre, había quedó inmóvil ante la espantosa noticia: El piano había encontrado un nuevo cómplice.

―Ahora toca otra ―dijo José―, una de Mozart.

La pequeña Ruth comenzó a tocar nuevamente, lo hacía sin observar las teclas ni la partitura, solo lo miraba a su traumatizado abuelo. Lo miraba fijamente, y con una macabra sonrisa.

Todos aplaudieron la magistral interpretación sin darse cuenta de que David estaba muerto en su sillón. Su corazón no pudo soportar más que las primeras notas de Réquiem.



martes, 22 de julio de 2014

CAMILA Y SUS MUÑECAS





Porque a todos nos gustan las muñecas.



A la vuelta de mi casa vive una niña muy tímida, su nombre es Camila. Ella no asiste al colegio como la mayoría de nosotros, porque ella no es como la mayoría de nosotros.

Su madre le enseña todas las asignaturas pero, como no es muy diestra en matemática, un día decidió buscarle un profesor particular. Este es el preciso instante en el que aparezco yo en esta historia.

El día de la primera lección recorté un poco mi larga barba gris, peiné lo mejor que pude mis indómitos cabellos y elegí la más simpática de mis corbatas; todo con objeto de evitar que mi aspecto asustara a la pequeña Camila.

Sé lo que estás pensando: «¿Hace cuántos años que se jubiló este viejo loco?», yo pensé lo mismo, pero aún me siento lúcido, además creí que tomar un poco de aire fresco y sentirme útil serían sanos cambios a mis eremíticos hábitos.

Al llegar a la casa me atendió su madre, quien de un modo muy amable me hizo pasar y luego me dirigió al dormitorio de mi alumna:

―Aguárdeme aquí un momento, por favor. Iré a buscar a Camila, está con uno de sus ataques de pudor.

Me quedé solo en la acaramelada habitación, era indiscutible que allí dormía una niña, de hecho parecía que los sueños de mil niñas se hubieran fusionado en un solo lugar. Allí abundaban el rosa, el fucsia, el violeta…, todo en tonos tan fuertes que me dañaban la vista. La cama estaba atestada de almohadones y muñecos de felpa, y una de las paredes estaba cubierta de repisas donde reposaban cientos de muñecas, una al lado de la otra.

No soy un especialista en muñecas, pero su calidad me sorprendió. Llamaron mi atención sus gestos vivos, sus cabellos realistas, y los vestidos y accesorios que cualquier dama envidiaría. Pero en aquella invaluable colección divisé un objeto que terminó acaparando todo mi interés: una muñeca cíclope.

La muñeca era de la misma calidad que las demás, no había nada extraño en su cabello, ni en sus zapatos, ni en su vestido; todo era normal a excepción de su singular singularidad: un enorme ojo diabólico ubicado en el centro de un rostro angelical.

Sé lo que estás pensando: «¿Por qué alguien compraría una muñeca cíclope?», yo pensé lo mismo.

Luego de unos segundos ya no soportaba mirarla. Me sentí atrapado entre esas cuatro paredes, la habitación saturaba mi mente con su torbellino de colores mientras todos los juguetes de Camila me observaban sentenciosos.

―¿Qué es lo que pasa que no viene esa condenada niña? ―dije a regañadientes.

Al hacerlo rompí el hechizo que me apresaba, me di cuenta de que me estaba dejando llevar por tonterías. Cerré los ojos y respiré profundamente.

Luego de haber recuperado la calma, levanté la mirada y lo primero que vi fue una muñeca pecosa de crespos cabellos castaños. Comencé a fijar mi atención en ella y de pronto noté que ésta portaba una etiqueta en la cual estaba escrito, con letra infantil, el nombre Josefina. Busqué en las demás muñecas y observé que todas habían sido rotuladas. Allí estaban Sabrina, Clara, Erika, Julieta

Sé lo que estás pensando: «¿Cómo se llamará la muñeca cíclope?», yo pensé lo mismo; no iba a olvidarme tan fácilmente de aquel siniestro y enorme ojo.

Me estaba agachando para leer la pequeña etiqueta de la más curiosa de las muñecas cuando, detrás de mí, alguien abrió la puerta:

―Profesor, le presento a Camila ―dijo la señora.

Sé lo que estás pensando.



FIN


martes, 8 de julio de 2014

PACIENCIA





En una vieja y olvidad biblioteca, Oscar halló un libro con su nombre.

El primer párrafo describía acertadamente su aspecto físico. Continuó leyendo y notó que, sin importar qué hiciera, las palabras relataban sus actos; sin importar en qué pensara, el libro lo leía.

Le temblaron las manos, su mente se pobló de dudas y, sin pensarlo dos veces, le echó un vistazo a la última página.