viernes, 16 de mayo de 2014

LA GRULLA DE PAPEL





I


Una grulla. Una grulla de papel. Una estúpida grulla de papel. Año y medio en la cuna del origami y esa fue la mejor escultura que me pudiste dar. Primera clase de papiroflexia básica, video de cinco minutos en internet, ejercicio manual para gente que no controla su angustia y su ansiedad.

Siempre admiré a mi hermano; un hombre seguro de sí mismo, exitoso en su trabajo y con las mujeres, una persona elegante y respetada, todo lo que yo no soy. Siendo joven consiguió un trabajo importante en una empresa multinacional y al poco tiempo estaba viajando alrededor del mundo. Hasta que un día lo enviaron al extremo diametralmente opuesto del globo en forma definitiva.

De ninguna manera habría sido capaz de decirle que no me gustaba la grulla que me regaló la primera vez que volvió de Japón, la había hecho él y eso bastaba para que se destacara de cualquier otra y, por mucho que me disgustara y por desubicada que se viera, iba a encontrarle un sitio especial en mi hogar.

Para mí representaba algo simple pero profundo, algo gratuito pero invaluable, se trataba de aprender a gozar de las cosas sencillas en los pocos días que estuviésemos juntos mi hermano y yo cada vez que él viniera de visita.


Hallé un lugar para la grulla en mi biblioteca, una de las cinco que poseo. Todas ellas son antiguas y muy extensas, necesarias para almacenar los más de tres mil libros que heredé de mis padres. Cada vez que ingresaba en aquella habitación llena de adornos antiguos, valiosas estatuillas y delicados bustos, mis ojos no podían ver más que a la grulla y el ridículo contraste del papel de revista con el ébano, el bronce y el mármol.

No era cierto que no me gustara; sí me gustaba, y mucho, pero de un modo extraño. Y no podía mirarla fijamente sin imaginar cosas.

Un día por accidente se me cayó, la recogí rápidamente y la ubiqué de nuevo en su sitio. Por alguna razón le pedí disculpas por haberla tirado al suelo. No lo dije de la forma en que cualquiera lo hace, como cuando dotamos a un objeto inanimado de cierto antropomorfismo; lo dije de manera totalmente involuntaria, como si en verdad me dirigiera a una persona. Segundos después miré a mi alrededor y sonreí.


II


Un accidente. Un accidente automovilístico. Un estúpido accidente automovilístico. Fue un quince de abril y solo faltaban días para que alcanzara la mayoría de edad cuando ustedes se fueron sin despedirse.

Mi hermano y yo nos quedamos solos en el departamento de nuestros padres. Intenté mantener la vivienda intacta durante el tiempo que viví solo, salvo por los cambios que realicé luego de que mi hermano me regalase la grulla.

Comencé a interesarme más en ella a medida que pasaba el tiempo. Leí sobre su significado, sobre la paz, la salud, y hasta conocí la historia de Sadako Sasaki. Leí también que para muchos la grulla representa la fidelidad y la felicidad.

Un día sentí que el lugar en que había ubicado a la figura de papel no era el ideal para ella, no podía apreciarla plenamente allí donde se encontraba, pero me pareció que no sería correcto moverla, como si un poder invisible la sostuviera en su sitio. Preferí entonces reacomodar el resto del ambiente a su alrededor. Moví libros, adornos, sillas, mesas auxiliares, todo en función de la grulla; ella era ahora el foco de atención del salón.

A pesar de los cambios, la grulla se veía insatisfecha. Su ataráxico rostro sin ojos parecía mirarme fijamente, estaba harta de escucharme hablar del día del accidente y de mis tantas penas.

―¿Qué ocurre? ¿En qué estás pensando? Está bien, lo admito, tal vez no puse en orden mi vida desde aquel día. Tal vez me he vuelto una persona introvertida y pongo al accidente como excusa por mis fracasos cuando en realidad soy el único culpable. Al menos soy consciente de ello, y eso es bueno. Quien conoce sus defectos es menos defectuoso, porque al menos sabe en qué debe mejorar; quien no ve sus propias imperfecciones piensa que no hay nada que corregir y seguirá viviendo su vida de la misma manera por siempre. Mis problemas son circunstanciales, cosas que podré ir solucionando llegado el momento.

La grulla parecía mofarse de mis pensamientos.

―¿Vos también me ves así, como un fracasado? ¿Eso es todo lo que soy acaso? ―le pregunté―, ¿un eremita introvertido viviendo en el pasado?, ¿un infeliz que le echa la culpa a todo el mundo menos a él mismo por aquello en lo que se ha convertido?

No hizo falta que me respondiera en voz alta, su rostro de piedra expresaba claramente un «Sí».

Harto de su actitud la tomé de sus alas y abrí un cajón del escritorio de mi padre. Tijera corta papel, principio indiscutible de un juego de niños.

Estaba dispuesto a realizar una modificación prohibida del origami y destruir para siempre su inexorable rostro. Pero ella me miraba indiferente, parecía saber que carecía del valor para exterminarla. Era innegable que iba a fracasar en mis intentos.

―No tenés poder sobre mí ―le dije―, si alguna vez lo tuviste fue porque yo te lo di y de la misma manera puedo quitártelo.

Abrí la tijera, la acerqué a ella y la cerré.


Un rastro de sangre conducía directamente desde el lugar del hecho hasta el baño, en donde me encontraba con la mano bajo la canilla, viendo la espiral de agua que poco a poco iba dejando de ser de un rojo intenso para volverse nuevamente incolora. No sé si al momento de cortarla moví la tijera o si moví la otra mano, pero de alguna manera la grulla provocó que me hiciera grandes cortes que abarcaban la palma de mi mano izquierda, el pulgar y el dedo índice.

Fui en busca de una venda y algo para limpiar mis heridas. Había perdido mucha sangre. El aspecto de mi mano era espantoso y el dolor insoportable, y había trozos de piel desprendidos bajo los cuales la sangre volvía a brotar. La presión me bajó y tiré todo lo que estaba en el botiquín al suelo.

Mis gritos se habían escuchado en todo el piso del edificio y era de esperar que alguien tocara a la puerta; vi por la mirilla, era mi nueva vecina.

No era precisamente el mejor momento para conocerla. La había visto mudarse hacía unos pocos días pero no cruzamos más que una mirada, o tal vez solo yo la vi a ella.

―Soy Clara, su nueva vecina ―dijo la muchacha desde el otro lado de la puerta― ¿Pasó algo?, ¿está usted bien?


III


Una muchacha. Una hermosa muchacha. Una estúpida y hermosa muchacha. La primera vez que te vi presentí que jamás seríamos más que amigos. ¿Con qué objeto te mudaste junto a mí?, ¿lo hiciste para que un día te confiese lo que siento y me arranques el alma y así puedas dirigirme con ella mientras la sostienes en tus delicadas manos? Un monstruo social como yo no podría pretender más que tu amistad, si es que ello no es ya pedir demasiado.

Un monstruo para la sociedad, eso soy. Yo no soy como aquellos que forman parte de una familia tipo: Padre, madre e hijos; personas que viven juntos en un hogar dulce hogar en el que celebran las fiestas sentados alrededor de una gran mesa. Las hay rectangulares, para marcar quiénes son los jefes de una familia conservadora, y las hay redondas, para familias más democráticas. Mi mesa es cuadrada y pequeña; vendí la mesa familiar de mis padres. No la necesitaba, verla me hacía sentir aún más solo y desdichado. Junto a mi mesa solo tengo una silla; una es suficiente.

Yo soy como todos aquellos que no son miembros de una de esas glamorosas familias; como todo aquel personaje que jamás podría aparecer en una publicidad de mayonesa. Soy uno de los otros, del complemento. Soy uno de los que no somos. Los que sí son me señalan con el dedo, pero cuando volteo veo que todos continúan con sus malditos asuntos, esperando a que deje de mirar para seguir riendo a mis espaldas.

Homosexuales, solterones, prostitutas y transformistas; nuestro estilo de vida alternativo es juzgado como anormal, abominable y obsceno. Nos ponen en la misma bolsa que a los criminales más sádicos, más allá de que lo que hagamos sea o no ilegal, más allá de que les causemos o no daños a los demás.

La verdad es que ellos nos necesitan, para compararse con nuestra infamia y así poder reconocer lo perfectos y felices que son.

La grulla sabía todo esto y mucho más; lo sabía todo. Ella conocía todos mis secretos, aunque solo me observaba en silencio. Sus expresivos ojos eran un símbolo de la manera en que mi persona era criticada y discriminada día a día. Pero a ella no le interesaba lo que pudiera decir de la gente, solo juzgaba al monstruo en el que me había convertido.


―¿Qué ocurre? ¿Qué estás diciendo? ¡Está bien!, ¡lo admito!, tal vez me autodiscrimine, pero no soy el único que piensa así. Ellos también marcan la diferencia. Ellos, el común de la gente, aquellos que temen que mis costumbres pongan en riesgo sus perfectas vidas. Temen que contamine a sus niños, temen que les robe un poco de su felicidad tan inalcanzable para mí. Por eso prefieren condenarme, dejando a mi disposición un solo accionar posible: Cerrar la puerta del closet conmigo adentro y autoflagelarme hasta convertirme en una sombra. Ellos solo pueden ver en mí un ser sin alma, un alma perdida, una pérdida del ser.

La grulla se mofaba de mis pensamientos.

―¿Vos también me ves así, como un monstruo social? ¿Eso es todo lo que soy acaso? ―le pregunté―, ¿un animal despreciable?, ¿un deshonroso error indigno de considerarse miembro del género humano?

Me di vuelta y justo cuando estaba por salir de la habitación la escuché responder, en tono grave y ronco, un casi imperceptible «Sí».

Harto de su actitud la tomé de sus emplumadas alas y prendí la hornalla. Fuego quema papel, reacción química básica.

Estaba dispuesto a realizar una modificación irreversible en su estructura molecular y destruir para siempre su sádico rostro, pero ella me miraba impasible, sabía que carecía del valor para exterminarla. Era innegable que volvería a fracasar en mis intentos.

―¡No tenés poder sobre mí! ―le grité―, ¡si alguna vez lo tuviste fue porque yo te lo di y de la misma manera puedo quitártelo!

Puse el fuego al máximo, la sujeté firmemente y la acerqué a él.

Un olor a carne chamuscada conducía directamente desde el lugar del hecho hasta el baño, en donde me encontraba con la mano bajo la canilla, viendo la espiral de agua que poco a poco iba llevando pequeños trozos de piel que se desprendían de mis dedos en carne viva. No sé si al momento de quemarla moví la otra mano o si fue la grulla quien provocó que mi mano derecha permaneciera varios segundos sobre el fuego.

Fui en busca de una venda y algo para curar mis heridas. El aspecto de mi mano era espantoso y el dolor insoportable, y mis heridas daban la sensación de que si hacía presión sobre ellas explotarían mis dedos. Me descompensé y tiré todo lo que estaba en el botiquín al suelo.

Mis gritos se habían escuchado en todo el edificio y era de esperar que alguien tocara a la puerta; vi por la mirilla, era mi vecina Clara.

No era ese precisamente el mejor momento para tener otro encuentro con ella. Habíamos tenido una larga charla la vez que tuve el “accidente” con la tijera y habría preferido que no viniera a mi casa en otro momento tan bochornoso. Habíamos pasado un rato agradable ese primer día, o tal vez yo fui el único que disfrutó el encuentro.

―Soy Clara ―dijo mi bella vecina desde el otro lado de la puerta― ¿Pasó algo? ¿Estás bien?


IV


Ocurrió un quince de abril a la noche, yo no estaba bien y la profusa lluvia parecía un óleo del modo en el que me sentía por dentro. Vos lo sabías y te aprovechabas de ello. No parabas de hablarme, no parabas de mirarme fijamente con tus grandes ojos penetrantes. «¡Inútil!», «¡Enfermo!», «¡Maricón!». Te sujeté del pescuezo, te ahorqué, «¿Por qué simplemente no te morís?», pero solo me devolvías una de tus sonrisas diabólicas, que aún llevo tatuadas en las pupilas.

Un corte de luz me dejó sin aliento; se trataba de un apagón total en el barrio. Llamé por teléfono a la compañía y di mis datos. Me preguntaron si había alguna persona mayor en el hogar, alguna persona menor de cinco años, alguna persona discapacitada y otras preguntas a las que respondí negativamente. Al parecer mis problemas no calificaban como una emergencia, ya que no cuido de mis padres porque están muertos y soy un monstruo social sin hijos; soy, en definitiva, un extraño que vive solo, ¿acaso debo pedir perdón por eso y perecer en la oscuridad?

La grulla me miraba con la misma risa sardónica de siempre. Los relámpagos iluminaban su perfil, su mortal pico parecía un clavo de nueve pulgadas, uno que condenaba mis pecados y me convertía en una efigie para ser maltratada, para ser humillada.

El maldito pájaro soltó una risotada.

¿Acaso mi vida era una comedia? Si fuese una película, ¿cómo la clasificaría? Si fuese un cuento, ¿en qué momento de él me encontraría? Si fuese una canción, ¿a qué género pertenecería?, ¿cuál sería el estribillo?, ¿qué diría la estrofa?

No podía permitir que la grulla se convirtiera en el personaje principal de mi película, yo debía retomar el protagonismo de mi cuento, el estribillo de mi canción debía repetir mi nombre.

Decidí poner fin a las apariciones del abominable personaje secundario haciendo aquello para lo que antes no había tenido el valor suficiente. Esa vez sería definitiva, ese sería el fin de la era del doblegamiento y la vejación, ya no sería más el irrelevante y frágil hombre de papel que ella armaría y desarmaría a gusto.

La grulla reía fuera de sí.

Por un instante rompí el hechizo que me aprisionaba y la saqué a la vereda para lanzarla lejos y así perderla para siempre.


La lluvia salpicaba mi rostro, las gotas me chorreaban, gotas que bien pudieron ser lágrimas. Tiré la grulla bien lejos al medio de la oscuridad que me rodeaba –o tal vez una brisa me la sacó de la mano–. Voló en círculos alrededor de mí, mientras intentaba recuperarla arrepentido. De pronto resbalé y caí –o tal vez me tiré–. Entonces la grulla cayó en la calle y un pequeño río la llevó hasta la alcantarilla, donde giró y me miró por última vez. Su inexpresivo rostro de papel parecía ser un símbolo del significado de ese día, un instante en el cual el tiempo se detuvo, un momento en el que no sabía si reír o llorar, por lo que solo guardé silencio.

Finalmente reaccioné y comprendí que su viaje fuera de mi vida me había liberado y que al fin me reencontraría conmigo mismo.


V


Tu viaje. Tu viaje a Japón. Tu estúpido viaje a Japón. A pocos días de tu partida sentía que el tiempo se agotaba. Justo ahora te vas, justo cuando iba a decirte que cada vez que me preguntaste como estaba, te mentí.

Tal vez lo más importante que tenía para contarle a mi hermano fue lo que ocurrió la noche en que perdí a la grulla. No le iba a decir que la perdí, por supuesto, más bien quería hablar con él sobre lo ocurrido a partir de ello.

Luego de perder definitivamente a la figura de origami, empapado, temblando, un poco por frío y otro por nervios, ingresé nuevamente al edificio.

Muchos vecinos salieron al pasillo preocupados por la falta de suministro eléctrico. Entre ellos se encontraba Clara. Se preocupó por mi estado y me acompañó a mi departamento.


Tenía muchas ganas de contarle a mi hermano sobre mi hermosa vecina, sobre lo que pasó aquella noche y sobre otros encuentros que tuvimos luego. Desafortunadamente no nos vimos mucho en esos últimos días y, casi sin darnos cuenta, el día del viaje se nos vino encima.

Mientras esperábamos el horario de arribo, en el aeropuerto de Ezeiza, nos sentamos a beber lo que iba a ser el último café que tomaríamos juntos por mucho tiempo.

En medio de la conversación mi hermano tomó una revista que alguien había dejado en la mesa de al lado.

―Estuve practicando una nueva figura ―me dijo―; un dragón.

¡Un dragón! Quedé sin aliento. ¡Un poderoso dragón! Pronto podría exponer con orgullo la imponente figura; un monumento a nuestro lazo, todo un ejemplar del ingenio y la creatividad humana. Un dragón sería el mejor sustituto para esa deprimente grulla, símbolo de mi desmoronamiento emocional y espiritual.

Observé inmóvil a mi hermano durante varios minutos, los minuciosos movimientos de sus manos, la manera en que le iba dando forma a mi dragón. Por momentos se detenía a pensar. Dudaba, imaginaba… No debe ser fácil hacer semejante arte en papel.

Momentos después pusiste la figura terminada sobre la mesa:

―Disculpame. No me acuerdo. Voy a seguir practicando. La próxima vez te hago un dragón.

Pero no te pude disculpar, no pude quitar mis ojos de la nueva grulla que hiciste. Una nueva grulla de papel. Una estúpida grulla de papel.



FIN