sábado, 2 de marzo de 2024

UN DISPARO IMPOSIBLE





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, y en todos estos años he realizado cientos sino miles de autopsias. Algunas no requieren de mucho análisis, otras son verdaderos desafíos, pero hay una con la que me sentí como un novato a pesar de que ya tenía varios años ejerciendo mi profesión.

Todo lo que había aprendido en la universidad parecía no servirme de nada ante aquel cadáver. Hoy ya no soy el mismo, y ya aprendí la lección que no me enseñaron mis profesores, y es que hay casos que no se pueden analizar con las herramientas clásicas. Son sucesos que escapan a todo lo que conocemos a través de la razón, eventos que son propios de los asuntos de la fe. Una fe que puede ser en la existencia de un ser supremo, bondadoso, que nos observa y nos protege desde el cielo. O puedo ser más bien una creencia, la creencia de que existe algo oscuro acechando entre las sombras; una fuerza maligna que dibuja figuras que tienen las mismas formas que nuestras pesadillas.

Aquel cuerpo que tenía frente a mí era el de un hombre de cuarenta años llamado Ramón Q., que había fallecido a causa de un disparo. Una bala de un rifle había ingresado por su pómulo izquierdo para luego volarle los sesos destrozándole parte del cráneo.

Las autopsias de balística requieren ilustraciones precisas, en las que se describe el trayecto del proyectil. Dichos estudios ayudan a reconstruir la escena para así poder descifrar si se trató de una cuestión de legítima defensa o si, por el contrario, fue un crimen a sangre fría.

Según el informe, Ramón ingresó al campo de Facundo P. a medianoche, y éste último, despertado por los ladridos de sus perros, salió de su casa y le disparó desde seis metros de distancia.

Facundo había sido detenido, y estaba esperando en su celda por un juicio con mínimas esperanzas de salir airoso. Su víctima, Ramón, estaba frente a mí con todo su cerebro a la vista, o más bien lo que aún quedaba de él tras el disparo.

Tenía varias heridas en el cuerpo, pero ninguna de gravedad. Parecía que había estado en algún enfrentamiento, hasta que tuvo una muerte inmediata al recibir el disparo. Por otro lado, había que analizar a Facundo y ver si él mostraba signos de una pelea, así como si sus análisis de sangre daban positivos en alguna sustancia. Aquellos no eran mis asuntos, yo debía enfocarme en el cadáver de Ramón, pero allí estaba mi problema. Era un asunto que por más que lo pensara una y otra vez, no podía explicar cómo había sucedido.

La bala que acabó con su vida había ingresado con una inclinación por su rostro y salió con una inclinación diferente de su cráneo. Según las muestras, la bala había cambiado unos noventa grados hacia arriba. Dicho de otro modo: la bala dobló dentro de su cara y se dirigió hacia la tapa de sus sesos.

Yo no podía entregar un informe con tal hecho que parecía salido de un cuento de fantasía. Una bala, y menos de ese calibre, no podría ser desviada de ese modo ni siquiera al chocar con un hueso.

Comencé todo el estudio desde un principio y arribé a las mismas conclusiones. Habían pasado varios días y yo seguía sin presentar el informe, hasta que recibí una llamada del comisario para preguntarme por los resultados. Ante su insistencia le hablé de la situación; le dije lo que sucedía y decidimos encontrarnos para tomar un café.

Intenté explicarle de un modo preciso todo el asunto, pero él estaba más apurado por una autopsia sin importar lo que ésta dijera. Lo único que quería era que yo comprobase que el balazo había sido causado por el rifle de Facundo.

La verdad, sentí que el comisario tenía demasiado apuro por incriminar al acusado. Más allá de lo que sucediera en el juicio y qué otras pruebas se presentaran, yo debía realizar bien mi trabajo; debía entregar el informe de una autopsia en la que todo cuadre con lo que aparentemente había sucedido, y que cualquiera que las leyera pudiera comprender la situación.

Fue entonces que pensé que lo mejor sería interiorizarme más en el caso, pensando que tal vez había algo que podría explicar la falla en la autopsia.

El comisario me terminó contando, no con muchas ganas ni detalle, lo que él sabía. Me dijo que Facundo había visto a Ramón intentando ingresar en su casa y le había disparado, no cerca de su casa, lo que habría supuesto una mayor amenaza para él y su familia, sino a diez metros de esta, cerca de su gallinero. Si bien el cuerpo de Ramón tenía heridas que podrían ser símbolo de un enfrentamiento entre los dos hombres, Facundo estaba intacto. Le había disparado al instante en que lo vio, y esas heridas que el difunto presentaba serían anteriores al encuentro entre esos dos sujetos.

Le pregunté al comisario sobre quién había sido Ramón Q., y me dijo que era un pobre hombre. Quienes lo conocían decían que tenía problemas psicológicos, y que llevaba varios meses desaparecido. El comisario tenía la teoría de que estaba extraviado, y buscaba un lugar donde refugiarse cuando Facundo lo mató.

Puesto de ese modo, cualquiera pensaría que actuó de manera precipitada, y era justo que pagase por lo cometido. Pero aún estaba el asunto de la bala.

Regresé a la morgue y volví a analizar los orificios de entrada y salida del proyectil. En realidad, la salida fue devastadora, le había hecho un orificio del tamaño de mi puño, por el que volaron trozos de cerebro y de huesos. Puse aquello en el informe, pero no podía terminarlo. De ninguna manera iba a poner mi firma en algo que no cuadraba, en algo que yo ni siquiera creía posible.

A la semana siguiente el comisario volvió a llamarme por teléfono; su poca paciencia se estaba agotando, y entonces decidí averiguar más sobre esa noche hablando con la única persona que pensé que podría estar con ganas de contármelo todo, el único testigo: Facundo P.

Era algo irregular, por supuesto, mi trabajo no consiste en hablar con los acusados para que me expliquen lo sucedido, al contrario, son mis estudios científicos los que aportan pruebas irrefutables en los juicios. Pero yo tenía en mis manos un cadáver que me llenaba de dudas, y sin importar lo que me pedía el comisario, deseaba hacer un informe completo. Me dirigí a la jefatura de policía y, aunque el comisario no estaba muy a gusto con la idea, tuve un encuentro con el acusado.

Un oficial me dirigió al sótano, donde se encontraban las celdas, y me llevó hasta aquella en la que estaba Facundo.

El hombre estaba deshecho; se notaba que no pertenecía a ese sitio oscuro en el que apenas corría un aire viciado. Sus manos temblaban, y debía secar sus lágrimas ante cada pregunta que le hacía.

Al principio se mostró reacio a contar lo sucedido; algo cínico diría. Me contó que vivía con su mujer y sus dos hijos pequeños, pero ellos se quedaron en la casa cuando él salió para ver por qué ladraban los perros. Salió con su rifle en mano, como era su costumbre, y mientras apuntaba con una linterna preguntó si había alguien allí.

Le pedí más detalles, entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que sus perros siguieron ladrando hasta que uno de ellos gimió. Luego gimió otro, y finalmente el tercero huyó, pasando por al lado suyo. Él siguió avanzando hacia el lugar de donde provenían los ruidos y allí vio a Ramón junto al corral de las gallinas. Entonces le apuntó con su arma. Como Ramón continuaba allí, le disparó. Fue un tiro preciso que lo mató al instante.

Le pregunté por sus perros, si habían muerto, y también qué ocurrió con el que había huido. Facundo alzó la mirada, y me di cuenta de que ningún policía o abogado le había preguntado por ellos. Me dijo que los dos primeros habían fallecido, y que su mujer le había contado que el que había huido regresó tras una semana desaparecido.

―Yo no estoy aquí para juzgarte, Facundo ―le dije―. Estoy aquí porque hay algo que no me cierra; podría decirse que vine por motivos puramente científicos.

Él se apoyó en los barrotes de la celda y me miró con una sonrisa amable:

―Esta es una de esas ocasiones que escapan a su ciencia, buen hombre. Lo que sucedió esa noche es uno de esos asuntos de Dios y el Diablo; en este caso, del segundo.

Pedí a un guardia si me permitía ingresar para hablar mejor con Facundo. Era obvio que no era un hombre peligroso, y me dejaron pasar para sentarme allí junto a él.

Le dije de nuevo que necesitaba que me contara todo lo que ocurrió esa noche, que cualquier detalle podría ser importante. Yo le iba a creer, porque el cadáver que tuve enfrente durante dos semanas tenía algo que no lograba explicar; lo único que podría justificar una trayectoria imposible como la que realizó esa bala era un evento igual de imposible.

Entonces Facundo asintió y se secó una vez más las lágrimas, luego se inclinó hacia mí y me clavó la mirada.

Me dijo entonces algo que yo ya estaba comenzando a suponer: Ramón no era un hombre normal. De hecho, no era un hombre cuando él le disparó.

Lo primero que había visto esa noche fue los cadáveres de sus dos perros. Estaban desechos; algo los había cortado por la mitad. Al acercarse más logró ver al causante, un ser que estaba parado en las cuatro extremidades, desnudo y cubierto de pelos. Su cuerpo no era el de un humano, tenía brazos y piernas deformes, orejas puntiagudas y un hocico alargado con enormes colmillos llenos de sangre.

Él le disparó directamente en el rostro, y aquella criatura cayó al suelo. Pero al morir, comenzó a cambiar de forma, hasta convertirse en el ser humano que yo había recibido en la morgue.

Comprendí que, en ese cambio, cuando el cráneo de Ramón tomó la forma de un hombre, los orificios de entrada y de salida de la bala dejaron de tener la misma dirección, dejaron de estar alineados.

Luego de la conversación regresé de inmediato al hospital para terminar la autopsia, pero ya no pude ver al cadáver de Ramón de la misma manera. Frente a mí había un cuerpo de alguien que no tenía la culpa de lo que le había pasado, un hombre que, por algún motivo había huido de su casa, o se había extraviado, y quién sabe cómo fue que aquella noche se convirtió en la bestia que atacó el hogar de Facundo con intención de alimentarse de los animales. Era un ser maldito, y Facundo también debió pagar por aquella maldición, pero pagaría con años en prisión.

Terminé entonces con la autopsia lo antes posible, explicando que la bala se había desviado, aunque sin aclarar cuánto. Me dediqué más a explicar que el cadáver tenía sangre de los dos perros que mató, tanto en las manos como en los dientes. Entregué el informe a la policía y no pude hacer mucho más para ayudar a Facundo. Poco después supe que le redujeron la sentencia porque evidentemente Ramón estaba desquiciado al momento del enfrentamiento.

En el pueblo no tardó en correrse la voz de lo ocurrido, y aunque algunos piensan mal de Facundo, la mayoría lo consideran un héroe por lo que hizo; no solo por haber defendido su campo y a su familia de aquella criatura, sino porque desde que aquello ocurrió, disminuyeron las muertes de gallinas y otros animales de granja en el pueblo de El Amparo.